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Asentí.

– Muy bien, negociemos -dije-. Si usted intenta ponerme las esposas, yo le rompo los brazos. Si ustedes se dirigen al coche, nosotros los acompañaremos tranquilamente.

El tipo pensó un momento. Él iba armado. Sus hombres también. Nosotros no. Pero nadie quiere disparar en medio de un aeropuerto, y menos a gente desarmada de la misma unidad. Esto provocaría mala conciencia. Y papeleo. Y él no quería una pelea a puñetazos. Tres contra dos, no. Yo era demasiado grande y Summer demasiado pequeña; no habría sido juego limpio.

– ¿Me puedo fiar? -dijo.

– Desde luego -mentí.

– Pues vamos.

La otra vez el tipo había caminado delante de mí y sus acólitos W3 se habían colocado uno a cada lado. Esperaba sinceramente que repitieran el esquema. Imaginé que los W3 se consideraban a sí mismos unos verdaderos hijos de puta y pensé que eso no estaba lejos de la verdad, pero el que más me preocupaba era el W4. Parecía de pura cepa. Pero no tenía ojos en la nuca. Esperé, por tanto, que se pusiera delante.

Así lo hizo. Summer y yo permanecimos juntos sosteniendo el equipaje y los W3 nos flanquearon un paso atrás, dibujando una punta de flecha. El W4 abría camino. Salimos por las puertas al frío nocturno. Doblamos hacia la zona de acceso restringido donde ellos habían estacionado la otra vez. Eran más de las dos de la madrugada y las vías de acceso al aeropuerto estaban desiertas. Se apreciaban solitarios charcos de luz amarillenta procedentes de los focos de los postes. Había estado lloviendo. El suelo estaba mojado.

Cruzamos la fila de furgonetas públicas y a continuación la mediana donde se hallaban las paradas de autobús. Nos encaminamos a la oscuridad. Alcancé a ver un enorme aparcamiento a la izquierda y el Chevy Caprice a lo lejos a la derecha. Torcimos hacia allí. Anduvimos por la calzada. Durante casi todo el día estaría atestada de coches, pero a esas horas se encontraba despejada y silenciosa.

Dejé caer la bolsa y con ambas manos apreté a Summer de un empellón. Luego solté el codo derecho hacia atrás y golpeé en la cara al W3. Sin mover los pies, me impulsé hacia el otro lado y estrellé el codo izquierdo contra el otro W3. Acto seguido avancé hacia el W4 cuando éste se daba la vuelta. Le aticé una izquierda en el pecho y un gancho de derecha en el mentón que lo tumbó. Me volví hacia los W3 a ver qué hacían. Estaban ambos tumbados y aturdidos, con sangre en el rostro, la nariz rota, algunos dientes sueltos. Mucho sobresalto y anonadamiento. Excelente factor sorpresa. Ellos eran buenos, pero yo mejor. Miré al W4. Estaba inerte. Me agaché junto a los W3 y les cogí las Beretta de las fondas. Luego cogí la del W4. Ensarté las tres pistolas en mi dedo índice. Con la otra mano busqué las llaves del coche. El W3 de la derecha las tenía en el bolsillo. Se las cogí y se las lancé a Summer, que ya volvía a estar de pie, consternada.

Le di las tres Beretta y arrastré al W4 por el cuello hasta la parada de autobús más cercana. Luego volví por los W3 y también tiré de ellos, uno con cada mano. Los coloqué a todos en fila, boca abajo. Estaban conscientes pero aturdidos. Los golpes fuertes en la cabeza tienen peores consecuencias en la vida real que en las películas. Yo respiraba con dificultad, casi resollaba. La adrenalina contribuía lo suyo. Era una suerte de respuesta retardada. La pelea ejercía efectos en ambos bandos.

Me puse en cuclillas junto al W4.

– Le pido disculpas, jefe -dije-. Pero usted se interpuso en mi camino.

No dijo nada. Sólo alzó los ojos y me miró atónito. Cólera, conmoción, orgullo herido, confusión.

– Ahora escuche -añadí-. Escuche con atención. Usted nunca nos ha visto. No estábamos aquí. Jamás llegamos. Aguardó durante horas pero nosotros no aparecimos. Regresó al aparcamiento y algún avispado le había birlado el coche. Así ocurrió, ¿vale?

El hombre trató de decir algo.

– Sí, lo sé -dije-. Es una historia poco convincente y en ella usted queda como un estúpido. Pero peor quedará si cuenta la verdad.

El tío no replicó.

– Así pues -le recordé-, nosotros no llegamos y alguien le robó el coche. Cíñase a eso o haré correr que fue la teniente quien os dejó fuera de combate. Una chica que pesa cuarenta y cinco kilos. Una contra tres. Eso le encantará a todo el mundo. Todos se chiflarán. Y ya sabe usted que los rumores pueden perseguirle a uno toda la vida.

El hombre siguió callado.

– Usted decide -señalé.

Se encogió de hombros.

– Le pido disculpas -repetí-. En serio.

Los dejamos allí, cogimos las bolsas y corrimos hasta el coche. Summer lo abrió y entramos. Lo puso en marcha. Metió la primera y arrancamos.

– Ve despacio -dije.

Esperé hasta que estuvimos junto a la marquesina del autobús, bajé la ventanilla y arrojé las Beretta a la acera. La historia no funcionaría si además del coche perdían las armas. Las tres pistolas cayeron cerca de los tres tipos, que se pusieron a cuatro patas y gatearon hacia ellas.

– Ahora vamos -dije.

Summer pisó el acelerador y los neumáticos chirriaron. Un segundo después estábamos fuera del alcance de las armas. La teniente no levantó el pie y abandonamos el aeropuerto a unos ciento cuarenta.

– ¿Estás bien? -pregunté.

– De momento sí -contestó.

– Lamento haberte empujado.

– Podíamos haber echado a correr sin más. En la terminal nos habríamos deshecho de ellos.

– Necesitábamos un coche -observé-. Estoy harto de coger autobuses.

– Pero ahora nos hemos salido demasiado de la fila.

– En eso tienes toda la razón -confirmé.

Miré el reloj. Eran casi las tres de la mañana. Nos dirigíamos al sur desde Dulles. Deprisa, a ningún sitio. En la oscuridad. Necesitábamos un destino.

– ¿Sabes mi número de teléfono de Fort Bird? -pregunté.

– Desde luego.

– Muy bien, pues para en el próximo sitio donde haya teléfono.

Al cabo de unos ocho kilómetros, Summer divisó una gasolinera de servicio nocturno ininterrumpido. Toda iluminada en el horizonte. Entramos y echamos un vistazo. Tras los surtidores había una tienda de comestibles, pero estaba cerrada. Por la noche había que pagar la gasolina a través de una ventanilla antibalas. Fuera, junto a la manguera del aire, había un teléfono público. Una caja de aluminio fijada a la pared y con siluetas de teléfono perforadas en los lados. Summer marcó el número y me pasó el auricular. Oí un ciclo de tonos y luego contestó la sargento del niño pequeño.

– Soy Reacher -dije.

– Está usted con la mierda hasta el cuello -soltó.

– Y ésa es la buena noticia -dije.

– ¿Cuál es la mala?

– Que usted va a participar en esto conmigo. ¿Cómo tiene montado lo de las niñeras?

– Se queda la hija de mi vecina. La de la caravana de al lado.

– ¿Puede quedarse una hora más?

– ¿Por qué?

– Porque quiero que nos veamos. Quiero que me traiga algo.

– Eso le costará una pasta.

– ¿Cuánto?

– Dos dólares la hora. Para la niñera.

– No tengo dos dólares. Precisamente ésa es una de las cosas que quiero que me traiga. Dinero.

– Pero bueno, ¿quiere que le dé dinero?

– Un préstamo -precisé-. Un par de días.

– ¿Cuánto?

– Todo lo que tenga.

– ¿Cuándo y dónde?

– Cuando acabe su turno. A las seis. En el comedor que hay al lado del local de striptease.

– ¿Qué más quiere que le lleve?

– Llamadas telefónicas -dije-. Todas las llamadas hechas desde Fort Bird a partir de la medianoche de Nochevieja hasta el tres de enero. Y una guía telefónica del ejército. He de hablar con Sánchez y Franz y toda clase de gente. Y también necesito el expediente personal del comandante Marshall, el tipo del XII Cuerpo. Consiga que le envíen un fax desde donde sea.

– ¿Nada más?

– También necesito que averigüe dónde aparcaron el coche Vassell y Coomer cuando fueron a cenar el día cuatro.