– Así pues, ¿por qué dio el rodeo de novecientos kilómetros?
Summer no respondió. Se limitó a conducir, y a pensar. Cerré los ojos. Los mantuve cerrados más de cincuenta kilómetros.
– Él conocía a la chica -soltó Summer.
Abrí los ojos.
– ¿Y eso?
– Algunos hombres tienen sus preferidas. Tal vez la conocía desde hacía tiempo. En cierto modo estaba chiflado por ella. Puede pasar. Puede llegar a ser casi un asunto amoroso.
– ¿Dónde la habría conocido?
– Ahí mismo.
– En Fort Bird sólo hay Infantería. El general era de Blindados.
– Quizás alguna vez efectuaron maniobras conjuntas. Debería comprobarlo.
No dije nada. Los de Blindados y de Infantería hacían maniobras conjuntas continuamente. Pero se hacían donde estaban los tanques, no los infantes. Es más fácil transportar hombres que tanques.
– O a lo mejor la conoció en Fort Irwin -sugirió Summer-. En California. Tal vez ella trabajaba en Irwin y por algún motivo tuvo que abandonar California. Pero le gustaba trabajar cerca de las bases militares y por eso se trasladó a Bird.
– ¿A qué clase de puta le gustaría trabajar cerca de bases militares?
– A las que les interesa el dinero. O sea a todas, seguramente. Las bases militares sustentan las economías locales de muy diversas maneras.
No comenté nada.
– O quizá siempre trabajó en Fort Bird pero siguió a la Infantería a Fort Irwin cuando en una ocasión se realizaron allí maniobras conjuntas. Estas cosas pueden durar uno o dos meses. Es absurdo quedarse en casa sin clientes, perdiendo el tiempo.
– ¿Qué cree que sucedió? -pregunté.
– Se conocieron en California. Kramer seguramente pasó años en Fort Irwin, entrando y saliendo. Luego ella se trasladó a Carolina del Norte, pero a él aún le gustaba lo suficiente para hacerse una escapada siempre que andaba por D.C.
– Pero ella no hace nada especial por veinte dólares.
– Tal vez él no necesitaba nada especial.
– Podríamos preguntárselo a la viuda.
Summer sonrió.
– Quizás ella simplemente le gustaba. Quizás ella procuró por todos los medios que así fuera. Esto las putas lo hacen muy bien. Lo que más les gusta son los clientes habituales. Para ellas es más seguro si ya conocen al tipo.
Volví a cerrar los ojos.
– ¿Qué? -soltó Summer-. ¿He dicho algo que usted no hubiera pensado?
– No -repuse.
Me quedé dormido antes de salir del estado y me desperté casi cuatro horas después, cuando Summer tomó la vía de acceso a Green Valley casi sin aminorar. Mi cabeza se desplazó a la derecha y golpeó la ventanilla.
– Lo siento -dijo ella-. Debería inspeccionar también las grabaciones telefónicas de Kramer. Seguramente llamó antes, para asegurarse de que ella estaba. No habría hecho todo el camino sólo por si acaso.
– ¿Desde dónde habría llamado?
– Desde Alemania -contestó-. Antes de salir.
– Es más probable que utilizara un teléfono público en Dulles. Pero ya lo comprobaremos.
– ¿Lo comprobaremos?
– Puede usted acompañarme.
Summer no dijo nada.
– Como un test -señalé.
– ¿Es importante esto?
– Probablemente no -dije-. Pero quién sabe. Depende del objeto de la reunión. De los papeles que él llevara allí. Quizás en el maletín llevaba la orden de combate para el Teatro de Operaciones Europeo. O nuevas tácticas, evaluación de puntos flacos, todo ese rollo confidencial.
– El Ejército Rojo va a disgregarse.
Asentí.
– Me preocupan más las caras rojas. Los periódicos o la televisión. Si un periodista encuentra documentos secretos en un cubo de basura cerca de un local de striptease, nos sacarán los colores a todos.
– Quizá la viuda lo sepa. Pudo haberlo hablado con ella.
– No podemos preguntar eso -objeté-. Para ella, él murió mientras dormía con la manta subida hasta la barbilla y no hay más que hablar. Cualquier cosa que nos preocupe al respecto queda estrictamente entre usted, yo y Garber.
– ¿Garber? -dijo.
– Usted, yo y él -precisé.
Vi que sonreía. Se trataba de un caso poco importante, pero para alguien con un traslado pendiente a la 110 Unidad Especial, participar en él con Garber era un claro golpe de suerte.
Green Valley era una ciudad colonial de ensueño, y la casa de los Kramer una construcción antigua y elegante en la zona cara. Victoriana, con tejas de escamas en el tejado y un conjunto de torreones y porches todos pintados de blanco, situada en una hectárea de césped esmeralda. Aquí y allá se veían majestuosos árboles de hoja perenne. Parecía como si alguien los hubiera colocado con cuidado, cosa harto probable, cien años atrás. Nos paramos junto al bordillo y esperamos, mirando tan sólo. No sé en qué pensaba Summer, pero yo estaba recorriendo la escena con la mirada y clasificándola en la «A» de América. Tengo un número de la Seguridad Social y el mismo pasaporte azul y plata que cualquier persona, pero entre los viajes de mi padre fuera del país y los míos sólo alcanzo a reunir unos cinco años de residencia efectiva en Estados Unidos continental. Así que tengo unos cuantos conocimientos de enseñanza primaria, como capitales de países o cuántos gran Slam consiguió Lou Gehrig, y algún rollo de secundaria, como las enmiendas constitucionales o la importancia de la batalla de Antietam, pero ignoro el precio de la leche o cómo son o huelen diferentes lugares. Así que cuando puedo me empapo. Y valía la pena empaparse de la casa de los Kramer. Sin duda. Sobre ella relucía un sol desvaído. Soplaba una ligera brisa y se percibía olor a madera quemada y una suerte de intensa tranquilidad de tarde fría. Era un sitio de esos donde desearías que vivieran tus padres. Podías visitarlo en otoño y recoger hojas con el rastrillo y beber sidra, y luego regresar en verano y cargar una canoa en una camioneta de diez años y poner rumbo a algún lago. Me recordaba a los lugares de los libros ilustrados que había visto en Manila, Guam o Seúl.
– ¿Listo? -dijo Summer.
– Desde luego -respondí-. Acabemos con el asunto de la viuda.
Estaba tranquila. Estaba seguro de que ella lo había hecho antes. Yo también lo había hecho, más de una vez. Nunca era divertido. Summer abandonó el bordillo y enfiló el camino de entrada. Condujo despacio hacia la puerta principal y fue ralentizando la marcha hasta pararse a unos tres metros. Abrimos las puertas al mismo tiempo, salimos al aire frío y nos arreglamos la chaqueta. Dejamos las gorras en el coche. Sería la primera pista para la señora Kramer, por si estaba mirando. Un par de PM frente a tu puerta siempre es mala señal, y si van con la cabeza descubierta, aún peor.
La puerta, pintada de un rojo apagado y pasado de moda, tenía delante una pantalla de vidrio protectora. Llamé al timbre y esperamos. Y seguimos esperando. Empecé a pensar que no había nadie en casa. Volví a llamar. La brisa era fría, más fuerte de lo que parecía en un principio.
– Teníamos que haber avisado que veníamos -dijo Summer.
– No podíamos. No podíamos decir: por favor, quédese en casa cuatro horas a partir de ahora porque tenemos que darle una noticia importante en persona. Se nos hubiese visto el plumero, ¿no le parece?
– He hecho todo el viaje para no tener a nadie a quien abrazar.
– Parece una canción country. Después se te avería la camioneta y se te muere el perro.
Llamé otra vez al timbre. Nada.
– Busquemos algún vehículo -sugirió Summer.
Encontramos uno en un garaje para dos coches construido aparte de la casa. Lo vimos a través de la ventana. Era un Mercury Grand Marquis, verde metálico, largo como un transatlántico. El coche ideal para la esposa de un general. Ni viejo ni nuevo, de gama alta pero no excesivamente caro, color adecuado, americano como él solo.