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– Parece el rollo quejica de siempre.

– Tal vez sea algo más. Aún no lo sabemos. El ataque cardíaco de Kramer hizo que fallara todo. De momento.

– ¿Crees que volverán a intentarlo?

– ¿Tú no lo harías si pudieras perderlo todo?

Summer apartó una mano del volante y la posó en su regazo. Se volvió ligeramente y me miró. Se le movían los párpados.

– Entonces ¿por qué quieres ver al jefe del Estado Mayor? -soltó-. Si estás en lo cierto, es el subjefe el que está de tu lado. Él te envió aquí. Es él quien está protegiéndote.

– Es una partida de ajedrez -dije-. El juego de la cuerda. El bueno y el malo. El bueno me trajo aquí, el malo mandó lejos a Garber. Es más difícil trasladar a Garber que a mí, por tanto el malo tiene más rango que el bueno. Y la única persona que está jerárquicamente por encima del subjefe es el jefe. Siempre se alternan; sabemos que el subjefe es de Infantería, luego sabemos que el jefe es de Blindados. Y sabemos que se juega mucho en esto.

– ¿El jefe del Estado Mayor es el malo?

Asentí.

– Entonces ¿por qué quieres verle?

– Porque estamos en el ejército, Summer. Debemos enfrentarnos a nuestros enemigos, no a nuestros amigos.

A medida que nos acercábamos a D.C. fuimos quedándonos cada vez más callados. Yo conocía mis puntos fuertes y mis puntos débiles y era lo bastante joven y atrevido e idiota para no considerarme inferior a nadie. Pero meterse con el jefe del Estado Mayor era otra historia. Ése era un rango sobrehumano. Por encima no había nada. Durante mis años de servicio se habían sucedido tres y no había conocido a ninguno, y por lo que recordaba ni siquiera los había visto. Tampoco había visto al subjefe, ni a ningún secretario adjunto, ni a ninguno de esa casta de zalameros que se movían en esos círculos elevados. Eran una especie aparte. Había algo que los diferenciaba del resto.

Sin embargo, empezaron igual. En teoría, yo podía haber sido uno de ellos. Había estado en West Point, como ellos. No obstante, durante décadas el Point había sido poco más que una escuela politécnica abrillantada con saliva. Para tomar el camino del Estado Mayor, después uno debía conseguir que lo mandaran a otro sitio. A otro sitio mejor. Había que ir a la Universidad George Washington, a Stanford, a Yale, al MIT o a Princeton, o incluso a Oxford o Cambridge, en Inglaterra. Había que conseguir una beca Rhodes. Había que tener un máster o un doctorado en economía, política o relaciones internacionales. Ahí fue donde mi trayectoria profesional tomó otro rumbo, inmediatamente después de West Point. Me miré en el espejo y vi a un tío que era mejor abriendo cabezas que abriendo libros. Otros me miraron y vieron lo mismo. En el ejército, el encasillamiento comienza el primer día. Así que ellos siguieron su camino y yo seguí el mío. Ellos fueron al anillo E del Pentágono y al ala oeste de la Casa Blanca, y yo fui a los callejones oscuros de Seúl y Manila. Si ellos vinieran a mi territorio, se arrastrarían sobre el vientre. Quedaba por ver qué haría yo en el suyo.

– Iré solo -dije.

– No -objetó Summer.

– Sí -insistí-. Puedes llamarlo como quieras. Consejo de amigo u orden directa de un oficial superior. Pero te vas a quedar en el coche. Eso seguro. Si hace falta te esposaré al volante.

– Estamos juntos en esto.

– Pero hemos de ser inteligentes. No es como una visita a Andrea Norton. Más arriesgado imposible. No hay razón alguna para que los dos seamos pasto de las llamas.

– Si estuvieras en mi lugar, ¿te quedarías en el coche?

– Me escondería debajo -repuse.

Summer no replicó. Sólo condujo, más rápido que nunca. Inició el largo cuadrante en el sentido de las agujas del reloj en dirección a Arlington.

En el Pentágono, la seguridad era algo más estricta de lo habitual. Quizás a alguien le preocupaba que los partidarios de Noriega estuvieran efectuando una penetración a tres mil kilómetros de Panamá. No obstante, entramos en el aparcamiento sin ninguna pega. Estaba casi desierto. Summer dio una vuelta larga y lenta y terminó parando cerca de la entrada principal. Apagó el motor y metió el freno de mano, con más fuerza de la necesaria, como intentando dejar claro algo. Miré el reloj. Faltaban cinco minutos para la medianoche.

– ¿Vamos a discutir? -dije.

Ella se encogió de hombros.

– Buena suerte -dijo-. Y cántale las cuarenta.

Salí al frío. Cerré la puerta y me quedé inmóvil un instante. La mole del edificio se erguía imponente en la oscuridad. La gente decía que era el complejo de oficinas más grande del mundo, y en ese momento me lo creí. Eché a andar. Una larga rampa conducía a las puertas. A continuación, un vestíbulo vigilado del tamaño de una pista de baloncesto. Mi distintivo de unidad especial me permitió cruzarlo. Después me dirigí al núcleo del complejo. Había cinco pasillos concéntricos pentagonales denominados anillos. Cada uno protegido por un control independiente. Mi distintivo bastaba para atravesar el B, el C y el D. Ni de broma iba a poder entrar en el E. Me detuve en el último control y saludé al guardia con la cabeza. Él hizo lo propio, habituado a que hubiera ahí gente esperando.

Me apoyé contra la pared. Era hormigón pintado, liso, y lo noté frío y resbaladizo. El edificio estaba en silencio. No alcanzaba a oír nada salvo el correr del agua en las cañerías, el débil zumbido del calentador de aire y la acompasada respiración del guardia. Los suelos eran de linóleo abrillantado y reflejaban los fluorescentes del techo en una larga imagen doble que se perdía a lo lejos en un punto evanescente.

Esperé. Veía el reloj en el habitáculo del vigilante. Pasaba más de medianoche. Las doce y cinco. Luego las doce y diez. Empecé a imaginar que habían hecho caso omiso de mi desafío. Esos tíos eran políticos. Acaso estuvieran jugando un juego más sutil de lo que yo pudiera concebir. Quizá teman más lustre, más sofisticación y más paciencia. Tal vez mi mundo no tenía nada que ver con el suyo.

O quizá la mujer de la voz perfecta había arrojado mi mensaje a la papelera.

Seguí aguardando.

A las doce y cuarto oí tacones lejanos en el linóleo. Zapatos de gala, un pequeño staccato que sonaba apremiante y relajado por igual. El paso de un hombre atareado pero no inquieto. Yo no podía verle. El ruido de sus pasos me llegaba rebotado desde un rincón. Iba delante de él por el pasillo desierto, como una señal de aviso.

Escuché, y observé el recodo por donde supuse que aparecería. El ruido seguía acercándose. De repente el hombre apareció por el recodo y se encaminó directamente hacia mí, inalterado el ritmo de los tacones, sin acelerarlo ni reducirlo. Era el jefe del Estado Mayor del ejército. Llevaba un uniforme de gala de noche. Chaqueta azul corta ceñida en la cintura. Pantalones azules con dos franjas doradas. Pajarita. Gemelos y botones dorados. En las mangas y los hombros, lazos y divisas de galones dorados. Iba cubierto de insignias y distintivos de oro y fajines y versiones en miniatura de las medallas. Tenía un espeso cabello gris, medía uno setenta y pico y pesaría unos ochenta kilos. El promedio exacto del ejército moderno.

Llegó a tres metros de mí y yo me cuadré y saludé. Fue un puro acto reflejo. Como un católico que se encuentra con el Papa. El no devolvió el saludo. Quizás existía un protocolo que prohibía saludar mientras se lucía el uniforme de gala de noche. O cuando uno iba con la cabeza descubierta por el Pentágono. O tal vez el tío era simplemente grosero.

Extendió la mano para estrechar la mía.