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– Lamento el retraso -dijo-. Ha hecho bien en esperar. Estaba en la Casa Blanca. Una cena de estado con algunos amigos extranjeros.

Le estreché la mano.

– Vamos a mi despacho -indicó.

Me permitió pasar por delante del guardia del anillo E. Giramos a la izquierda hacia un pasillo y caminamos un trecho. Entramos en un conjunto de estancias y conocí a la mujer de la voz perfecta. Era más o menos como me había figurado, pero sonaba incluso mejor en persona que por teléfono.

– ¿Café, comandante? -ofreció.

Tenía una cafetera recién hecha. Supuse que la había encendido exactamente a las 23.53, con lo que el café había dejado de filtrarse exactamente a las 00.00. Conjeturé que las oficinas del jefe del Estado Mayor eran un lugar así. La mujer me tendió una taza en un platillo de porcelana blanca y traslúcida. Temí romperla como si fuera una cáscara de huevo. Ella iba vestida de civil, un vestido oscuro tan austero que resultaba más formal que un uniforme.

– Por aquí -dijo el jefe del Estado Mayor.

Me guió hasta su despacho. Mi taza traqueteaba en el platillo. El despacho era asombrosamente sencillo. Tenía las mismas paredes de hormigón pintado que el resto del edificio. Y la misma clase de mesa metálica que había visto en la oficina del forense de Fort Bird.

– Siéntese -dijo-. Si no le importa, iremos rápido. Es tarde.

No dije nada. Él me miraba.

– He recibido su mensaje -prosiguió-. Recibido y entendido.

Seguí callado. Él trató de romper el hielo.

– Los hombres más importantes de Noriega aún andan por ahí -comentó.

– Disponen de cincuenta mil kilómetros cuadrados -observé-. Mucho espacio para esconderse.

– ¿Los pillaremos a todos?

– Sin duda -repuse-. Alguien los delatará.

– Es usted sarcástico.

– Realista -corregí.

– ¿Qué tiene que contarme, comandante?

Tomé un sorbo de café. La iluminación era débil. De pronto fui consciente de que estaba en el corazón de uno de los edificios más seguros del mundo, a altas horas, frente al militar más poderoso del país. Y yo estaba a punto de formular una acusación grave. Y sólo otra persona sabía que yo estaba allí, y tal vez ella ya estaba encerrada en alguna celda.

– Hace dos semanas me encontraba en Panamá -dije-. Pero fui trasladado.

– ¿A qué lo atribuye?

Aspiré hondo.

– Creo que el subjefe quería que individuos concretos estuvieran en lugares concretos porque temía que hubiese problemas.

– ¿Qué clase de problemas?

– Un golpe de Estado interno a cargo de sus viejos colegas de la División de Blindados.

Él hizo una larga pausa.

– ¿Esta preocupación era realista? -preguntó.

Asentí.

– Para el día de Año Nuevo había prevista una reunión en Fort Irwin. Creo que el orden del día era indudablemente polémico, seguramente ilegal, quizás un acto de alta traición.

El jefe del Estado Mayor no dijo nada.

– Sin embargo, les salió el tiro por la culata -proseguí-. Porque murió el general Kramer y de este hecho podían derivarse otros contratiempos. Así que usted intervino personalmente quitando al coronel Garber de la 110 y sustituyéndolo por un incompetente.

– ¿Por qué iba yo a hacer una cosa así?

– Para que las cosas siguieran su curso natural y la investigación se malograra también.

El jefe guardó silencio. Luego sonrió.

– Buen análisis -dijo-. El hundimiento del comunismo soviético seguramente iba a ocasionar tensiones en nuestro ejército. Y esas tensiones se manifestarían mediante diversas intrigas y planes internos. Estos planes e intrigas debían preverse para cortar de raíz cualquier conflicto potencial. Y, como usted dice, en la cúpula el nerviosismo daría lugar a medidas y maniobras de unos y otros.

No dije nada.

– Es como una partida de ajedrez -añadió-. El subjefe mueve pieza y yo muevo después. Usted mismo lo ha comprobado, supongo, ya estaba buscando a un par de individuos de alto rango, uno de los cuales está jerárquicamente por encima del otro.

Lo miré a los ojos.

– ¿Estoy equivocado? -pregunté.

– Sólo en dos detalles -contestó-. Desde luego usted tiene razón al decir que se avecinan grandes cambios. La CIA fue un poco lenta en su pronóstico del inminente desmoronamiento de los rusos, por lo que hemos tenido menos de un año para estudiar a fondo la situación. Pero créame, la hemos analizado detenidamente. Ahora nos hallamos en una situación excepcional. Somos como el boxeador que se prepara durante años para ser campeón del mundo, y que una mañana despierta y se entera de que su rival ha caído fulminado por un síncope. Es una sensación de gran perplejidad. Pero hemos hecho los deberes.

Se inclinó, abrió un cajón y forcejeó con un voluminoso expediente de al menos ocho centímetros de grosor. Lo dejó caer sobre el escritorio con un ruido sordo. En la cubierta tenía una larga palabra escrita en negro con plantilla. La señaló para que yo la leyera: «Transformación.»

– Su primer error es que ha estado mirando desde muy cerca -dijo-. Tiene que alejarse un poco y observar desde nuestra perspectiva. Desde arriba. No sólo van a cambiar las divisiones blindadas. Va a cambiar todo. Obviamente, el futuro está en las unidades integradas de desplazamiento rápido. Pero sería un grave error considerarlas unidades de Infantería con unas cuantas campanillas y silbatos añadidos. Será un concepto totalmente nuevo, algo que nunca ha existido. Quizá también integraremos helicópteros de ataque y daremos el mando a los que andan por el cielo. O puede que participemos en una guerra electrónica y demos el mando a los tipos de los ordenadores.

No hice comentarios.

Él apoyó la mano en el expediente, la palma hacia abajo.

– Lo que quiero decir es que nadie va a salir indemne. Sí, los blindados se llevarán la peor parte, sin duda. Pero también afectará a la Infantería y la Artillería, así como al transporte y el apoyo logístico, a todos por igual. A algunos acaso más. Y seguramente también a la Policía Militar. Va a cambiar todo, comandante. No quedará una sola piedra sin mover.

No dije nada.

– No se trata de un enfrentamiento entre Blindados e Infantería -continuó-. Tiene que comprenderlo. De hecho, es un todos contra todos. Me temo que no habrá vencedores, y por tanto, tampoco vencidos. Usted debería verlo así. Todos estamos en el mismo barco.

Retiró la mano del expediente.

– ¿Cuál ha sido mi otro error?

– Yo fui quien le trasladó desde Panamá -contestó-, no el subjefe. Él no sabía nada. Seleccioné veinte hombres personalmente y los mandé a donde creí que me harían falta. Los dispersé por ahí porque, a mi juicio, las probabilidades de que parpadearan primero aquí o allá estaban repartidas por igual. ¿Las unidades ligeras? ¿Las pesadas? Imposible predecirlo. En cuanto sus oficiales al mando se pararon a pensar, comprendieron que podían perderlo todo. Por ejemplo, le envié a usted a Fort Bird porque me preocupaba David Brubaker. Era un personaje con mucha iniciativa.

– Sin embargo, los primeros en parpadear fueron los de Blindados -señalé.

Asintió.

– Al parecer, sí -dijo-. Las posibilidades estaban repartidas equitativamente, y supongo que estoy un poco decepcionado. Eran los míos, pero no voy a defenderlos. Avancé hacia delante y hacia arriba. Los dejé atrás. Me encanta que las cosas sucedan de forma natural.

– Entonces ¿por qué trasladó a Garber?

– Yo no lo hice.

– ¿Quién lo hizo, pues?

– ¿Quién está jerárquicamente por encima de mí?

– Nadie -respondí.

– Ojalá.

No repliqué.

– ¿Cuánto vale un fusil M-16? -inquirió.

– No lo sé. No mucho, supongo.

– Nosotros los pagamos a unos cuatrocientos dólares -precisó-. ¿Cuánto vale un tanque MI Al Abrams?

– Unos cuatro millones.