– Pues piense en los grandes proveedores militares -dijo-. ¿De qué lado están? ¿De las unidades ligeras o de las pesadas?
Era una pregunta retórica.
– ¿Quién está jerárquicamente por encima de mí? -preguntó de nuevo.
– El secretario de Defensa -dije.
Asintió con la cabeza.
– Un hombrecito desagradable. Un político. Los partidos políticos aceptan aportaciones a sus campañas electorales. Y los proveedores pueden prever el futuro igual que los demás.
No dije nada.
– Ha de pensar usted en muchas cosas -dijo, y volvió a meter a duras penas el grueso expediente en el cajón de la mesa. Lo sustituyó por una carpeta más delgada en la que ponía «Argón»-. ¿Sabe lo que es el argón?
– Un gas inerte. Se usa en los extintores. Extiende una capa sobre el fuego e impide que éste prenda.
– Por eso escogimos ese nombre. Operación Argón era el plan de traslado de ustedes a finales de diciembre.
– ¿Por qué utilizó la firma de Garber?
– Como sugirió usted en otro contexto, yo quería que las cosas siguieran su curso natural. Unas órdenes de la PM firmadas por el jefe del Estado Mayor habrían levantado suspicacias. Todos habrían decidido portarse bien, o se habrían olido algo y escondido bajo tierra. Eso le habría dificultado a usted el trabajo. Y habría malogrado mi objetivo.
– ¿Su objetivo?
– Yo quería prevención, naturalmente. Esa era la prioridad principal. Pero también tenía curiosidad, comandante. Quería ver quién parpadeaba primero.
Me entregó la carpeta.
– Usted es un investigador de una unidad especial -dijo-. En virtud del estatuto de la 110 goza de poderes extraordinarios. Está autorizado a detener a cualquier militar en cualquier parte, incluso a mí, aquí en mi despacho, si así lo decide. De modo que lea el expediente Argón. Comprobará que ahí se demuestra mi inocencia. Si al final coincide conmigo, investigue en otra parte.
Se levantó de la mesa. Nos estrechamos la mano otra vez. Luego él salió de la estancia, dejándome solo en su despacho, en el corazón del Pentágono, en plena noche.
Al cabo de media hora estaba de regreso en el coche, con Summer, que había apagado el motor para ahorrar gasolina. Parecía una nevera.
– ¿Qué tal? -preguntó.
– Un error crucial -dije-. El juego de la cuerda no era entre el subjefe y el jefe, sino entre el jefe y el secretario de Defensa.
– ¿Estás seguro?
Asentí.
– He visto el expediente. Incluye memorandos y órdenes que se remontan a nueve meses. Papeles diferentes, máquinas de escribir diferentes, bolígrafos diferentes, imposible falsificar todo eso en cuatro horas. Ha sido iniciativa del jefe del Estado Mayor desde el principio, y siempre ha sido legal.
– Entonces ¿cómo se lo ha tomado?
– Bastante bien -contesté-, dadas las circunstancias. Pero no creo que tenga ganas de ayudarme.
– ¿En qué?
– En el lío en que estoy metido.
– ¿Cuál es ese lío?
– Espera y verás.
Summer se quedó mirándome.
– ¿Ahora adónde? -preguntó.
– A California.
22
Para cuando llegamos al National, el motor del Chevy echaba humo. Lo dejamos en el aparcamiento de estancia larga y fuimos a pie hasta la terminal. Había aproximadamente kilómetro y medio. No pasaban autobuses lanzadera. Estábamos en plena noche y el lugar se hallaba prácticamente desierto. Ya en la terminal, tuvimos que apremiar a un empleado de una oficina interior. Le di el último de los bonos robados y él nos hizo una reserva en el primer vuelo de la mañana a Los Ángeles. Temamos una larga espera por delante.
– ¿Cuál es la misión? -inquirió Summer.
– Tres detenciones. Vassell, Coomer y Marshall.
– ¿Acusación?
– Homicidio en serie -dije-. La señora Kramer, Carbone y Brubaker.
Me miró fijamente.
– ¿Puedes demostrarlo?
Negué con la cabeza.
– Sé lo que sucedió exactamente. Sé cuándo, cómo, dónde y por qué. Sin embargo, no puedo demostrar nada, maldita sea. Tendremos que confiar en las confesiones.
– No lo conseguiremos.
– Lo he conseguido en otras ocasiones -señalé-. Hay métodos eficaces.
Summer parpadeó.
– Esto es el ejército, Summer -dije-. No una reunión social para hacer ganchillo.
– Díselo a Carbone y Brubaker.
– Necesito comer algo -dije-. Tengo hambre.
– No tenemos dinero -observó Summer.
En cualquier caso, la mayoría de los locales estaban cerrados. Quizá nos darían de comer en el avión. Acarreamos las bolsas hasta una sala de espera junto a un ventanal de seis metros a través del cual sólo se veía negra noche. Los asientos eran largos bancos de vinilo con apoyabrazos fijos cada sesenta centímetros para impedir que la gente se tumbara a dormir.
– Cuéntame -dijo ella.
– Aún hay varias posibilidades remotas y disparatadas.
– Prueba a ver.
– Muy bien, comencemos por la señora Kramer. ¿Por qué fue Marshall a Green Valley?
– Porque, por lógica, era el primer lugar donde podía buscar el maletín.
– Pero no lo era -dije-. Era casi el último. Kramer apenas había parado por allí en cinco años. Sus colegas del Estado Mayor debían de saberlo. Habían viajado con él muchas veces. No obstante, tomaron la decisión al punto y Marshall fue directamente hacia allí. ¿Por qué?
– Porque Kramer les dijo que allí era donde iba.
– Exacto -confirmé-. Les dijo que estaría con su esposa para ocultar que se vería con Carbone. De todos modos, ¿por qué tenía que decirles nada?
– No lo sé.
– Porque hay cierta clase de personas a las que hay que decirles algo.
– ¿Quiénes son? -preguntó.
– Supongamos que tenemos a un tipo rico que viaja con su amante. Si va a pasar una noche fuera, tiene que decirle algo. Y si le dice que se pasará por casa de su esposa para guardar las apariencias, la amante ha de aguantarse. Porque es algo con lo que se cuenta alguna que otra vez. Forma parte del trato.
– Kramer no tenía ninguna amante. Era gay.
– Tenía a Marshall.
– ¡No! -exclamó-. Imposible.
– Kramer estaba engañando a Marshall, que era su principal amante -confirmé-. Estaban enrollados. Marshall no era oficial del servicio de información, pero Kramer lo designó como tal para tenerlo cerca. Eran pareja, pero Kramer no se cortaba. Conoció a Carbone en algún sitio y también empezó a verse con él. Así, en Nochevieja, Kramer le dijo a Marshall que iba a ver a su mujer y éste le creyó. Como haría la amante del tipo rico. Por eso Marshall fue a Green Valley. Estaba seguro de que Kramer había ido allí. Fue él quien dijo a Vassell y Coomer dónde estaba Kramer, pero éste le estaba engañando. Como suele ocurrir en las relaciones de pareja.
Summer se quedó callada, con la mirada fija en la noche.
– ¿Esto afecta a lo que ha pasado aquí? -preguntó.
– Creo que un poco sí. Me parece que la señora Kramer habló con Marshall. Ella seguramente lo reconoció de la época que había pasado en Alemania. Probablemente lo sabía todo sobre él y su esposo. Las esposas de los generales suelen ser bastante listas. Quizá sabía incluso que había otro hombre en escena. Tal vez estaba cabreada y se burló de Marshall sobre el particular. Algo como: «Tú tampoco puedes tener a tu hombre, ¿eh?» Quizá Marshall se volvió loco y la atizó hasta matarla. A lo mejor por eso no se lo dijo enseguida a Vassell y Coomer, porque el daño colateral no tenía que ver sólo con el robo, sino también con una discusión. Por eso dije que a la señora Kramer no la mataron sólo por el maletín. Creo que ella murió en parte porque se mofó de un tipo celoso que perdió los estribos.
– Es sólo una conjetura.
– La señora Kramer está muerta. Eso es un hecho.
– Pero lo demás no.