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– Marshall tiene treinta y un años y no ha estado casado.

– Eso no demuestra nada.

– Lo sé -dije-. Y no hay pruebas en ninguna parte. Ahora mismo una prueba es un bien escaso.

Summer reflexionó.

– Entonces ¿cómo ocurrió?

– Vassell y Coomer se pusieron a buscar el maletín en serio. Nos llevaban ventaja porque sabían que estaban buscando a un hombre, no a una mujer. Marshall regresó en avión a Alemania el día dos y registró el despacho y la residencia de Kramer. Y encontró algo que lo llevó hasta Carbone. Un diario, o acaso una carta o una foto. O un nombre y un número en una agenda. Lo que fuera. Tomó otro avión el día tres y elaboraron un plan. Llamaron a Carbone y le hicieron chantaje. Le propusieron un canje para la noche siguiente. El maletín por la carta, la foto o lo que fuera. Carbone aceptó porque no quería publicidad y en todo caso ya había llamado a Brubaker para darle los detalles del orden del día. No tenía nada que perder y sí mucho que ganar. Tal vez aquello ya le había pasado antes. Quizá más de una vez. El pobre había sido gay en el ejército durante dieciséis años. Pero esta vez no le funcionó. Porque Marshall lo mató durante el intercambio.

– ¿Marshall? Pero si ni siquiera estaba aquí.

– Sí estaba -puntualicé-. Tú misma lo dijiste cuando abandonábamos la base para ir a ver al detective Clark por lo de la barra de hierro, ¿recuerdas? Cuando Willard estaba persiguiéndome por teléfono. Sugeriste algo.

– ¿El qué?

– Que Marshall estaba en el maletero del coche, Summer. Coomer conducía, Vassell iba en el asiento del acompañante y Marshall en el maletero. Así cruzaron la verja de la entrada. Después aparcaron en el extremo más alejado del aparcamiento del club de oficiales. De cola, dando marcha atrás, para poder dejar abierto el maletero. Marshall mantuvo la tapa baja, pero aún así tenían que ser precavidos. Acto seguido, Vassell y Coomer fueron al comedor para procurarse sus coartadas a toda prueba. Mientras, Marshall espera en el maletero casi dos horas, aguantando la tapa, hasta que todo está tranquilo. Después sale y se marcha con el vehículo. Por eso la primera patrulla nocturna recuerda el coche y la segunda no. El coche estaba y luego ya no estaba. De modo que Marshall recoge a Carbone en algún punto fijado previamente y van juntos hasta el bosque. Carbone lleva el maletín. Marshall le entrega un sobre o lo que sea. Carbone se vuelve para verificar que contiene lo que le han prometido. Esto lo haría incluso alguien tan precavido como un delta. Toda su carrera estaba en peligro. Entonces Marshall lo golpea con la barra por detrás. No lo hace sólo por el maletín, el que en todo caso recogerá (el intercambio funciona y Carbone no podrá hablar), sino también porque está furioso con él. Está celoso del tiempo que Carbone ha pasado con Kramer. Lo mata en parte por eso. Luego recupera el sobre y agarra el maletín. Los arroja al maletero. Ya sabemos el resto. Marshall ha sabido desde el principio lo que iba a hacer y ha ido preparado para dejar pistas falsas. Luego regresa a los edificios de la base y tira la barra por el camino. Aparca el vehículo en el mismo sitio de antes y vuelve al maletero. Vassell y Coomer salen del club de oficiales, suben al coche y se van.

– ¿Y después qué?

– Conducen y conducen. Están agitados y tensos. Pero para entonces ya saben qué ha pasado con la señora Kramer. O sea, están también nerviosos y preocupados. No encuentran ningún lugar donde dejar salir del maletero a un hombre cuyas ropas quizás estén manchadas de sangre. El primer sitio seguro que ven es una área de descanso a una hora en dirección norte. Aparcan lejos de los demás coches y dejan salir a Marshall, que les entrega el maletín. Reanudan el viaje. Dedican un minuto a registrar el maletín y a continuación, un par de kilómetros más adelante, lo tiran por la ventanilla.

Summer estaba quieta, pensando. Sus párpados inferiores se elevaban poco a poco.

– Es sólo una teoría -dijo.

– ¿Puedes explicar de alguna otra forma lo que sabemos?

Reflexionó un momento. Luego meneó la cabeza.

– ¿Y qué hay de Brubaker? -soltó.

La megafonía nos comunicó que se iba a efectuar nuestro embarque. Cogimos las bolsas y nos pusimos en la fila arrastrando los pies. Fuera aún estaba completamente oscuro. Conté los pasajeros. Esperaba que hubiera asientos libres y que, por tanto, sobraran desayunos. Estaba hambriento. Pero el asunto no pintaba bien, el avión iba bastante lleno. Supuse que en enero Los Ángeles atrae a los que viven en Washington. Supuse que la gente no necesita muchas excusas para organizar allí reuniones y demás.

– ¿Y qué hay de Brubaker? -insistió Summer.

Recorrimos el pasillo hasta nuestros asientos. Teníamos uno de ventanilla y otro intermedio. En el pasillo iba una monja de cierta edad. Ojalá fuese sorda. No quería escuchas indiscretas. Se levantó para dejarnos pasar. Hice que Summer se sentara junto a ella y yo me coloqué junto a la ventanilla. Me abroché el cinturón y me quedé observando por la ventanilla. Tipos ajetreados haciendo cosas junto al avión. Luego retrocedimos y empezamos a rodar por la pista. No había cola para despegar. En menos de dos minutos estuvimos en el aire.

– Sobre Brubaker no estoy seguro -dije por fin-. ¿Cómo apareció en escena? ¿Lo llamaron o llamó él? Brubaker supo lo del orden del día al cabo de media hora de iniciarse el nuevo año. Un individuo con iniciativa como él quizás intentó hacer un poco de presión por su cuenta. O tal vez Vassell y Coomer aplicaron la ley de Murphy. Podían figurarse que un suboficial como Carbone llamaría a su jefe. Así que no estoy seguro de quién llamó a quién primero. Quizá lo hicieron todos al mismo tiempo. Tal vez hubo amenazas recíprocas y a lo mejor Vassell y Coomer propusieron trabajar juntos para encontrar una solución beneficiosa para todos.

– ¿Pudo ocurrir así?

– Quién sabe -dije-. Esas unidades integradas van a ser algo extrañas. Sin duda Brubaker iba a gozar de muchas simpatías, pues ya estaba inmerso en una guerra extraña. De modo que quizá Vassell y Coomer lo engatusaron haciéndole creer que estaban buscando una alianza estratégica. Sea como fuere, fijaron una cita a última hora del día cuatro. Seguramente Brubaker especificó el sitio. Seguramente había pasado por delante un montón de veces, yendo y viniendo de Fort Bird a su club de golf. Y probablemente se sintió seguro. Si hubiera recelado no habría dejado que Marshall se sentara atrás.

– ¿Cómo sabes que Marshall iba atrás?

– Cuestión de protocolo. Brubaker es un coronel que habla con un general y otro coronel. Acomodaría a Vassell en el asiento del acompañante y a Coomer en el asiento trasero justo detrás para así poder volverse y ver a ambos. Marshall podía quedarse fuera del campo visual y del campo mental. Sólo era comandante. ¿Quién le necesitaba?

– ¿Pretendían matarle o sucedió sin más?

– Era su intención, sin duda. Habían elaborado un plan. Un lugar remoto donde arrojar el cadáver, heroína que Marshall había conseguido en su viaje de un día a Alemania, un arma cargada. Así que, después de todo, nosotros teníamos razón aunque sólo fuera por casualidad. Los mismos que mataron a Carbone salieron por la puerta principal y mataron a Brubaker sin apenas tocar el freno.

– Pistas falsas por partida doble -señaló Summer-. Lo de la heroína y deshacerse de Brubaker en el sur y no en el norte.

– Pero actuaron como aficionados -observé-. Los médicos de Columbia advertirían inmediatamente la lividez y las quemaduras del silenciador. Vassell y Coomer tuvieron la suerte de los tontos. Si los forenses nos lo hubieran comunicado enseguida, otro gallo habría cantado. Además, dejaron el coche de Brubaker en el norte. Un fallo garrafal.

– Estarían cansados, agitados y tensos después de conducir tanto. Llegaron del cementerio de Arlington, fueron a Smithfield, luego a Columbia y después regresaron al aeropuerto Dulles. Unas dieciocho horas seguidas. No me sorprende que cometieran algún que otro error. Pero si tú no hubieras ignorado a Willard se habrían salido con la suya.