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Me aparté del camino y rodeé la caseta hacia el este. Volví a ver a Marshall. Él se había desplazado de un orificio a otro y me observaba. Sólo eso.

– Salga, comandante -grité.

Hubo un largo silencio. Luego él gritó a su vez:

– No pienso hacerlo.

– Salga, comandante. Ya sabe por qué estoy aquí.

Se escondió en la oscuridad.

– Desde este momento se está resistiendo a ser detenido -le advertí.

No hubo respuesta. Ningún sonido. Seguí andando. Circundé la caseta. En la pared norte no había orificios, sólo una puerta de hierro. Cerrada. Supuse que no tenía cerradura. ¿Quién querría entrar allí para robar qué? Podía ir y abrir. ¿Iba él armado? Pensé que en condiciones normales iría desarmado. ¿Qué clase de enemigo mortal podía esperar encontrarse en ese lugar un observador de artillería? Pero también pensé que, en su situación, un tipo listo como Marshall tomaría todas las precauciones.

Me quedé a unos diez metros de la puerta. Una buena posición. Quizá mejor eso que entrar directamente y arriesgarme a alguna sorpresa. Podía esperar allí todo el día. No había problema. Estábamos en enero. El sol del mediodía no iba a chamuscarme. Podía aguardar hasta que Marshall se diera por vencido o muriese de inanición. Yo había comido hacía menos rato que él. Y si decidía salir disparando, yo podía disparar primero. En eso tampoco había problema.

El problema residía en los orificios de las otras paredes. No eran tan estrechos como para que un hombre no pudiese escurrirse por ellos. Incluso un hombre grande como Marshall. Podía salir por la pared oeste y llegar a su Humvee. O salir por la pared sur y llegar al mío. Los vehículos militares no tienen llave de contacto, sino grandes botones de encendido precisamente para que los tíos puedan lanzarse dentro y salir pitando del fregado. Y yo no podía ver al mismo tiempo la pared sur y la pared oeste. Al menos no desde esa posición que me permitía estar a cubierto.

¿Necesitaba estar a cubierto?

¿Iba él armado?

Se me ocurrió algo para averiguarlo.

«Jamás confíes en un arma que no has probado personalmente.»

Apunté al centro de la puerta de hierro y disparé. La Beretta funcionó muy bien. La bala dejó un pequeño hoyo brillante en la puerta, a diez metros. Esperé a que el eco se desvaneciera.

– ¡Marshall! -chillé-. Se está resistiendo a la detención. Así que empezaré a disparar por los orificios. Le matarán las balas o le dejarán herido los rebotes. Si en algún momento quiere que pare, simplemente salga con las manos sobre la cabeza.

Oí otra vez un frenesí de parásitos de radio.

Me desplacé hacia el oeste. Rápido y en silencio. Si él estaba armado dispararía, pero seguro que fallaba. Si puedo elegir quién me ha de disparar, siempre preferiré un estratega de despacho. Sin embargo, Marshall no se había mostrado del todo inepto con Carbone y Brubaker. Así que amplié mi radio de acción para tener la posibilidad de parapetarme tras su Humvee. O tras el tanque Sheridan.

A mitad de camino me detuve y disparé. No era aceptable hacer una promesa y luego no cumplirla. Pero apunté al grosor del orificio para que, si la bala le alcanzaba, tuviera que tocar primero dos paredes y el techo. Se perdería la mayor parte del impulso y no le lastimaría demasiado. La 9 mm Parabellum era una buena bala, pero no tenía propiedades mágicas.

Me situé detrás de su Humvee. Apoyé el arma en el metal caliente. La pintura de camuflaje era áspera, con arena adherida. Apunté a la caseta. Yo estaba ahora en una pequeña hondonada, y la diana quedaba por encima de mí. Disparé, esta vez al otro lado del grosor del orificio.

– ¿Marshall? -dije-. Si quiere suicidarse a manos de un PM, me parece bien.

No hubo respuesta. Había utilizado tres balas. Me quedaban doce. Un tipo listo se limitaría a tumbarse en el suelo y dejaría que yo siguiera disparando. Como me hallaba en una hondonada, todas mis trayectorias irían hacia arriba con respecto a él. Podía intentar que las balas dieran primero en el techo y la pared más alejada, pero los rebotes no funcionaban necesariamente como en el billar. No eran predecibles ni fiables.

Advertí movimiento en el orificio.

Marshall iba armado.

Y no con una pistola. Vi asomar hacia mí un ancho cañón de escopeta. Negro. Su tamaño recordaba a un canalón de agua de lluvia. Parecía una Ithaca Mag-10, una pieza muy buena. Si alguien quería una escopeta, no había nada mejor que la Mag-10. La apodaban «bloqueador de carreteras» porque era eficaz contra vehículos de chapa delgada. Me agaché detrás del motor del Humvee.

Luego oí la radio de nuevo. Era una transmisión débil y llena de interferencias, y no logré captar ninguna palabra, pero el ritmo y la inflexión de la ráfaga de parásitos sonaban como una pregunta de cinco sílabas. Quizá «¿puede repetir?». Como cuando uno acaba de dar una orden poco clara.

Oí una nueva transmisión. «¿Puede repetir?» Luego oí la voz de Marshall, apenas distinguible. Cinco sílabas. Al principio alguna consonante suave. Tal vez «afirmativo».

¿Con quién estaba hablando y qué órdenes estaba dando?

– Entréguese, Marshall -grité-. ¿Hasta dónde quiere que le llegue la mierda?

Era lo que un negociador de la policía habría llamado una pregunta de presión. Cabía suponer que tuviera un efecto psicológico negativo en el secuestrador. De todos modos, desde un punto de vista legal no tenía sentido. Si me mataba, Marshall pasaría en Leavenworth cuatrocientos años. Si no, trescientos. En la práctica no había diferencia. Un hombre sensato no me haría caso.

No me lo hizo. Era un hombre sensato. En su lugar disparó su enorme Ithaca, lo que también habría hecho yo.

En teoría, ése era el momento que yo estaba esperando. Disparar un arma larga que exige un esfuerzo físico deja al tirador vulnerable tras apretar el gatillo. Yo debería haber abandonado inmediatamente mi refugio y haber devuelto fuego mortífero. Sin embargo, la violenta detonación del cartucho del calibre 10 me inmovilizó medio segundo. El tiro no me dio pero alcanzó la rueda del Humvee. El neumático reventó y la esquina frontal del vehículo se hundió tres centímetros en la arena. Se veía humo y polvo por todas partes. Cuando miré medio segundo después, la escopeta ya no estaba. Disparé a la parte superior del grosor del orificio. Quería que un rebote preciso bajara vertical y le atravesara la cabeza.

No le di.

– ¡Vuelvo a cargar! -gritó.

Hice una pausa. Probablemente no era verdad. Una Mag-10 tiene tres tiros. Sólo había disparado una vez. Seguramente quería que me pusiera al descubierto y arremetiera contra su posición. Con lo cual él me volaría la tapa de los sesos. Me quedé donde estaba. Había disparado cuatro balas, me quedaban once.

Oí la radio otra vez. Interferencias breves, seis sílabas, escala descendente. «Recibido. Fuera.» Rápido e indiferente, como un trino de piano.

Marshall volvió a disparar y el otro extremo del Humvee bajó tres centímetros. Se hundió sin más. Marshall estaba reventando los neumáticos. Un Humvee puede correr con los neumáticos flojos, eso formaba parte de las exigencias del diseño, pero no sin neumáticos. Y una escopeta con proyectiles de 10 mm no sólo desinfla una rueda, la inutiliza. Arranca la goma de la llanta y esparce sus trozos en un radio de más de seis metros.

Pretendía dejar inservible su Humvee para luego huir con el mío.

Me levanté sobre las rodillas y me acuclillé tras el capó. De hecho, ahora estaba más seguro que antes. El enorme vehículo, al quedar inclinado hacia el lado del acompañante, me proporcionaba una sólida trinchera de metal hasta el suelo. Me apreté contra el guardabarros delantero y me alineé con el motor. Doscientos setenta kilos de hierro fundido entre la escopeta y yo. Olía a gasoil. Había resultado dañado un tubo de combustible. Goteaba rápido. Sin neumáticos y el depósito vacío. Y no había ninguna posibilidad de empapar mi camisa con gasoil, prenderle fuego y arrojarla a la caseta. No tenía cerillas. Y el gasoil no es inflamable como la gasolina, es sólo un líquido grasiento. Para que explote ha de ser vaporizado y sometido a una gran presión. Por eso los Humvee se diseñaron con motor diesel. Por seguridad.