– ¡Ahora vuelvo a cargar! -gritó Marshall.
Aguardé. ¿Era verdad o no? Seguramente sí. Pero me daba igual. No iba a meterle prisa. Tenía una idea mejor. Me arrastré a lo largo del Humvee y me detuve junto al guardabarros trasero. Miré más allá y sopesé el campo visual. Al sur alcanzaba a ver mi propio Humvee. Al norte veía casi toda la extensión hasta la caseta. Un espacio abierto de unos veinticinco metros de ancho, una tierra de nadie. Para ir de la caseta a mi Humvee, Marshall tendría que atravesar veinticinco metros de terreno descubierto y en mi ángulo de tiro. Probablemente correría hacia atrás, disparando al mismo tiempo. Pero su arma sólo cargaba tres balas de una vez. Si las espaciaba, dispararía una cada ocho metros. Si las despilfarraba al principio, quedaría desprotegido el resto del trayecto hasta el vehículo. En ambos casos iba a caer. Eso seguro, maldita sea. Yo tenía once balas Parabellum, una pistola precisa y un guardabarros de acero en el que apoyar la muñeca.
Sonreí.
Esperé.
Hasta que de pronto oí un zumbido en el aire, como si se acercara un obús del tamaño de un Volkswagen. Me volví a tiempo de ver el viejo Sheridan saltar en pedazos como si lo hubiera atropellado un tren. Se levantó un palmo del suelo y las falsas protecciones de contrachapado volaron por los aires y la torreta salió despedida y cayó ruidosamente en la arena a diez metros de mí.
No hubo explosión. Sólo un tremendo golpe de metal contra metal. Y luego un inquietante silencio. Nada más.
Observé el terreno al descubierto. Marshall seguía en la caseta. A continuación noté una sombra sobre mi cabeza y vi un proyectil en el aire con esa extraña ilusión óptica de movimiento a cámara lenta que uno tiene con la artillería de largo alcance. El obús pasó por encima de mí trazando un arco perfecto y cayó al suelo del desierto cincuenta metros más allá. Levantó un enorme penacho de polvo y arena y quedó sepultado.
Sin explosión.
Estaban haciendo ejercicios de tiro a mi alrededor.
Oí a lo lejos el zumbido de las turbinas. El leve traqueteo de las ruedas dentadas, las cadenas y las orugas. Los tanques se acercaban. Oí el débil estampido de un cañón. Luego un silbido en el aire. Acto seguido más aplastamiento y amasijo de metal cuando el Sheridan fue alcanzado de nuevo. Sin explosión. En los ejercicios se dispara con proyectiles corrientes pero sin explosivo en el morro. El proyectil es sólo un estúpido trozo de metal, como una bala de pistola; salvo que tenía doce centímetros de grosor y más de treinta de largo.
Marshall había cambiado su diana de entrenamiento.
Eso había sido el parloteo por radio. Marshall les había ordenado que dejaran lo que estuvieran haciendo ocho kilómetros al oeste, que se acercaran a él y dispararan contra su posición. Y sus hombres se habían mostrado incrédulos. «¿Puede repetir? ¿Puede repetir?» Marshall había contestado: «Afirmativo.»
Había modificado la diana para cubrir su huida.
¿Cuántos tanques había allí? ¿Cuánto tiempo tenía yo? Si veinte cañones acribillaban el área, no tardarían mucho en alcanzarme. Minutos. Eso estaba claro. La ley de las probabilidades lo avalaba. Y ser alcanzado por una bala de doce centímetros de grosor y más de treinta de largo no tenía ninguna gracia. Podía bastar una que pasara cerca. Un pedazo de metal de más de veinte kilos que cayera sobre el Humvee lo trituraría en pequeños fragmentos supersónicos tan afilados como la hoja de un cuchillo de supervivencia. Sería como si me explotara una granada en las manos.
Oí estruendos irregulares al norte y al oeste. Sonidos débiles, apagados. Dos cañones disparando muy seguido. Estaban más cerca que antes. El aire silbaba. Un obús pasó de largo, pero el otro siguió una trayectoria baja y dio de lleno en un costado del Sheridan. Entró y salió, atravesando el casco de aluminio como haría una bala del calibre 38 con una lata. Si el teniente coronel Simon hubiera estado presente, quizás habría cambiado de opinión sobre el futuro.
Dispararon más cañones. Uno tras otro. Una salva desigual. Sin explosiones. Sin embargo, el brutal y calamitoso ruido quizás era peor. Era una suerte de clamor primigenio. El aire se llenaba de silbidos. Cuando los proyectiles descargados golpeaban la tierra producían un intenso ruido sordo, un estremecedor rechino de metal contra metal, como si viejos gigantes estuvieran cruzando la espada. Enormes trozos del Sheridan saltaban dando volteretas, resonaban y vibraban y se deslizaban por la arena. El aire rebosaba de polvo y tierra. Yo me asfixiaba. Marshall seguía en la caseta. Permanecí en cuclillas y apunté con la Beretta al campo abierto. Esperé. Force la mano para que se estuviera quieta. Miré el espacio vacío. Me limité a mirarlo fijamente, desesperado. No entendía nada. Marshall tenía que saber que no podía esperar mucho más. Había ordenado una granizada de metal. Estábamos siendo atacados por tanques Abrams. Mi Humvee sería alcanzado en cualquier momento. A Marshall se le iba a esfumar su única vía de escape delante de las narices. Iba a saltar por los aires y a caer sobre su tejado. Lo decía la ley de las probabilidades. Si no, la caseta sería alcanzada y se derrumbaría sobre él. Quedaría enterrado bajo los escombros. Pasaría una cosa u otra. Sin duda. No podía ser de otro modo. Entonces ¿qué demonios estaba esperando?
Me puse de rodillas y observé la caseta.
Supe por qué.
Suicidio.
Yo le había ofrecido suicidarse a manos de un PM, pero él había preferido que se ocupara de ello un tanque. Me había visto llegar y había adivinado quién era yo. Igual que Vassell y Coomer se habían quedado como paralizados, un día tras otro, esperando lo inevitable. Y ahora por fin le había llegado lo inevitable a Marshall, directamente a través del polvo del desierto en un Humvee. Lo había pensado y decidido, y lo había conseguido gracias a la radio.
Marshall iba a caer pero me llevaría con él.
Ahora oía los tanques bastante cerca, a cuatrocientos o quinientos metros de distancia. Podía oír los chirridos y el estrépito de las orugas. Aún se desplazaban deprisa. Se abrirían en abanico, como dice el manual de campaña. Cabecearían y levantarían nubes de polvo como colas de gallo Formarían un impreciso semicírculo móvil con sus cañones apuntando hacia dentro, como los radios de una rueda.
Retrocedí gateando y miré mi Humvee. Si iba hacia allá, Marshall me dispararía desde la seguridad de la caseta. No cabía duda. A él los veinticinco metros de terreno descubierto le resultarían tan buenos como a mí.
Esperé.
Oí el estampido de un cañón y eché a correr en la dirección contraria. Oí otro. El primer proyectil se estrelló contra el Sheridan y lo deshizo por completo, y el segundo dio en el Humvee de Marshall, haciéndolo añicos. Corrí hacia la pared norte de la caseta y rodé pegado a su base. Oí los fragmentos de metal golpeteando contra el otro lado de la caseta y los chirridos del retorcido y aplastado blindaje del viejo Sheridan.
Ahora los tanques se hallaban muy cerca. Alcanzaba a oír las notas de los motores subiendo y bajando mientras coronaban elevaciones y se metían en hondonadas. Percibía las orugas entrechocar con las protecciones laterales, oía su sistema hidráulico gimotear mientras la torreta giraba para afinar la puntería.
Me levanté y me quité el polvo de los ojos. Me acerqué a la puerta de hierro. Vi el agujero hecho por mi pistola. Marshall estaría en el orificio sur esperando verme correr o en el orificio oeste esperando verme muerto entre los escombros. Sabía que él era alto y diestro. Fijé mentalmente una diana abstracta. Moví la mano izquierda y la posé sobre el pomo de la puerta. Aguardé.