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Había ideas para campañas de relaciones públicas, la mayoría bastante flojas. Esos tíos no se habían mezclado con lo público desde que habían cogido el autobús Hudson arriba para iniciar su año plebeyo en West Point. Luego había referencias a los grandes proveedores de Defensa. Y también ideas sobre iniciativas políticas en el Departamento del Ejército y en el Congreso. Algunas de las ideas políticas se enlazaban con las referencias a los contratistas. Ahí se insinuaban algunas relaciones bastante sutiles. Estaba claro que el dinero fluía en una dirección y los favores en la otra. Aparecía el nombre del secretario de Defensa. Se daba casi por sentado su apoyo. De hecho, en una línea su nombre estaba subrayado y en una anotación al margen se leía: «comprado y pagado». En conjunto, las tres primeras hojas estaban llenas de todo ese rollo que cabría esperar de militares arrogantes muy implicados en el statu quo. Todo era turbio, sórdido y desesperado, desde luego. Pero nada por lo que uno pudiera ir a la cárcel.

Eso venía en la cuarta hoja.

La cuarta hoja tenía un encabezamiento curioso: «L.M.A., La Milla Adicional». Debajo había una cita mecanografiada de El arte de la guerra de Sun Tzu: «No presentar batalla al enemigo cuando se tiene la espalda contra la pared significa perecer.» Al lado, en el margen, había un apéndice a lápiz cuya letra atribuí a Vasselclass="underline" «Mientras, en el desastre, la serenidad es la prueba suprema del coraje de un jefe, la resolución en sus acciones es el test más seguro de su fuerza de voluntad. Wavell.»

– ¿Quién es Wavell? -preguntó Summer.

– Un antiguo mariscal de campo británico -contesté-. De la Segunda Guerra Mundial. Después fue virrey de la India. En la Gran Guerra había perdido un ojo.

Bajo la cita de Wavell había otra nota a lápiz con una caligrafía distinta. Seguramente de Coomer. Decía: «¿Voluntarios? ¿Yo? ¿Marshall?» Esas tres palabras estaban rodeadas por un círculo y conectadas mediante un trazo largo con el encabezamiento: «L.M.A., La Milla Adicional.»

– ¿De qué va todo esto? -preguntó Summer.

– Lee -dije.

Debajo de la cita de Sun Tzu había una lista de dieciocho nombres. Yo conocía a la mayoría. Eran comandantes de batallones clave de divisiones de Infantería de prestigio, como la 82 y la 101, así como importantes miembros del Estado Mayor del Pentágono y otros oficiales. Se apreciaba una curiosa mezcla de rangos y edades. En realidad no había oficiales jóvenes, si bien la lista no se limitaba a personas mayores. También incluía algunos valores en alza. Algunas opciones obvias, algunos inconformistas poco convencionales. Ciertos nombres no me decían nada. Correspondían a personas de las que no había oído hablar jamás. Por ejemplo, había un tipo llamado Abelson. Yo no sabía quién era Abelson. Era el único nombre que tenía una señal a lápiz.

– ¿Para qué es la señal? -preguntó Summer.

Llamé a mi sargento.

– ¿Ha oído hablar de un tal Abelson? -le pregunté.

– No.

– Averigüe quién es -dije-. Será de coronel para arriba.

Volví a la lista. Aun siendo corta no costaba interpretar su significado. Era una lista de dieciocho huesos clave de un enorme esqueleto en evolución. O dieciocho nervios clave de un sistema neurológico complejo. Si se les excluía, cierta parte del ejército resultaría perjudicada. Hoy, seguro, pero lo más importante es que también mañana. Debido a los valores en alza, a causa de la evolución detenida. Y por lo que yo sabía de aquellos cuyos nombres reconocía, la parte del ejército que saldría perjudicada era exclusivamente la que comprendía unidades ligeras. Más concretamente, las unidades ligeras que miraban hacia el siglo xxi y no las que miraban hacia el xix. En un ejército de un millón de hombres, dieciocho no parecía un número elevado. No obstante, era una muestra seleccionada con cuidado. Se habían llevado a cabo análisis profundos, se habían elegido objetivos precisos. Los que movían los hilos, los pensadores y los estrategas. Los valores consagrados. Si uno quería una lista de dieciocho militares cuya presencia o ausencia tuviera que marcar la diferencia en el futuro, ahí estaba, toda mecanografiada y tabulada.

Sonó el teléfono. Conecté el altavoz y oímos la voz de la sargento.

– Abelson era el tipo de los helicópteros Apache -dijo-. Los helicópteros de combate, los que hacen ese tamborileo tan particular.

– ¿Era? -dije.

– Murió el día antes de Nochevieja. En Heidelberg, Alemania. Atropellado por un coche que se dio a la fuga.

Colgué.

– Ahora que lo pienso, Swan lo mencionó de pasada -dije.

– La señal -dijo Summer.

Asentí.

– Uno fuera, diecisiete me quedan.

– ¿Qué significa L.M.A.?

– Es viejo argot de la CIA -expliqué-. Significa acabar con los prejuicios extremos.

Summer arrugó el entrecejo.

– Asesinar, vamos -precisé.

Nos quedamos callados un rato. Miré otra vez las ridículas citas. «El enemigo. Cuando se tiene la espalda contra la pared. La prueba suprema del coraje de un jefe. El test más seguro de su fuerza de voluntad.» Intenté imaginar qué clase de disparatada y egocéntrica calentura podía impulsarles a añadir citas tan ampulosas a una lista de hombres que querían asesinar para conservar sus empleos y su prestigio. Ni siquiera podía empezar a entenderlo. Así que me di por vencido y reuní otra vez las cuatro hojas mecanografiadas y volví a meter las grapas en sus agujeros originales. Cogí un sobre del cajón y las metí dentro.

– Ha estado por ahí desde el día uno -observé-. Y el día cuatro ellos creían que había desaparecido para siempre. No se hallaba en el maletín ni en el cadáver de Brubaker. Por eso estaban resignados. Hace una semana abandonaron. En la búsqueda habían matado a tres personas y no lo habían encontrado. De modo que estaban simplemente allí sentados, sin dudar de que tarde o temprano aparecería y les mordería el culo.

Deslicé el sobre sobre la mesa.

– Utilízalo -dije-. Utilízalo en D.C. Utilízalo para clavar su piel en la maldita pared.

Ya eran las cuatro de la madrugada, y Summer salió inmediatamente para el Pentágono. Me acosté y dormí cuatro horas. Me desperté a las ocho. Me quedaba una cosa por hacer, y no me cabía duda de que también a mí iban a hacerme una cosa que seguía pendiente.

25

Llegué a mi oficina a las nueve de la mañana. La sargento del niño pequeño ya se había marchado. La había sustituido el cabo de Luisiana.

– Han venido a verle los del Cuerpo de Auditores -dijo. Señaló con el pulgar la puerta-. Les he dejado pasar directamente.

Asentí. Miré por si había café hecho. No había. «Empezamos mal». Abrí la puerta y entré. Dos tíos, uno sentado en una silla para visitas, el otro sentado a mi mesa. Ambos de uniforme clase A. Los dos lucían en las solapas distintivos del Cuerpo de Auditores. Una guirnalda cruzada por un sable y una flecha. El de la silla era capitán. El de mi mesa, teniente coronel.

– ¿Dónde me siento? -dije.

– Donde quiera -dijo el teniente coronel.

No repliqué.

– He visto los télex mandados desde Irwin -prosiguió-. Mi sincera enhorabuena, comandante. Ha hecho usted un trabajo excepcional.

No dije nada.

– Y he oído algo del orden del día de Kramer -añadió-. Acabo de recibir una llamada de la oficina del jefe del Estado Mayor. Esto es un resultado aún mejor. Justifica por sí mismo la operación Argón.