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Saqué del bolsillo la Beretta de Franz, la que había traído del Mojave. No la había perdido. Había hecho todo el camino conmigo desde California. Por eso en aquella ocasión facturé el equipaje. No permiten llevar armas en la cabina, a no ser que tengas autorización escrita.

– Esta pipa figura en una lista como destruida -expliqué-. Oficialmente ya no existe.

Él la miró fijamente.

– No sea tonto -dijo-. No puede demostrar nada.

– Usted tampoco está tratando con ningún idiota -solté.

– No lo entiende. Era una orden. Desde arriba. Estamos en el ejército. Obedecemos órdenes.

Negué con la cabeza.

– Esta excusa jamás le sirvió a ningún soldado en ninguna parte.

– Era una orden -repitió.

– ¿De quién?

Cerró los ojos y meneó la cabeza.

– Da igual -señalé-. Sé perfectamente quién fue. Y sé que no puedo llegar hasta él. Estando donde está, no. Pero sí puedo llegar hasta usted. Usted puede ser mi mensajero.

Abrió los ojos.

– No hará eso -dijo.

– ¿Por qué no se negó?

– No podía. Era el momento de escoger equipo. ¿No lo entiende? Todos tendremos que hacerlo.

Asentí.

– Supongo que ya lo estamos haciendo.

– Sea listo -dijo-. Por favor.

– Pensaba que usted era una manzana podrida -observé-. Pero veo que todo el cesto está estropeado. Las que menos abundan son las manzanas buenas.

Me miró con los ojos abiertos de par en par.

– Me han arruinado la vida -dije-. Usted y sus malditos amigos.

– ¿Arruinado? ¿En qué sentido?

– En todos los sentidos.

Me puse en pie. Retrocedí. Quité el seguro de la Beretta.

Él me miró fijamente.

– Adiós, coronel Willard -dije.

Me coloqué el cañón en la sien. Él me miraba fijamente.

– Era sólo una broma -dije.

Entonces le disparé en mitad de la frente.

Era una típica 9 mm encamisada. Le dejó la parte posterior del cráneo dentro del armario junto con un montón de porcelana hecha añicos. Le metí en los bolsillos la marihuana, las anfetas y el crack junto con un fajo simbólico de billetes de dólar. A continuación salí por la puerta trasera y crucé el patio. Me deslicé entre las estacas de la cerca y desanduve el camino hasta el coche. Me senté en el asiento del acompañante, abrí la bolsa y me cambié las botas. Me quité las que habían quedado hechas polvo en el Mojave y me puse otro par en mejor estado. Después me puse al volante y conduje rumbo al oeste, hacia Dulles. A la zona de Hertz para devolver vehículos. Los encargados de las empresas de alquiler de coches no son estúpidos. Saben que la gente los devuelve hechos una pena, que en el interior se llega a acumular toda clase de porquería. Así que colocan enormes cubos de basura cerca de los aparcamientos para que la gente haga lo que es debido y limpie la mierda ella misma. Así se ahorran sueldos. Si se cuenta siquiera un minuto por coche, al cabo del año sale una pasta. Arrojé las botas en un cubo y la Beretta en otro. Con tantos coches como alquilaba Hertz en Dulles al día, seguro que el contenido de los cubos acababa regularmente en la trituradora.

Anduve todo el trecho hasta la terminal. No tenía ganas de coger el autobús. Enseñé la identificación militar y con el talonario de cheques compré un billete de ida a París en el mismo vuelo de primera hora de la mañana que había tomado Joe cuando el mundo era diferente.

Llegué a la Avenue Rapp a las ocho de la mañana. Joe me dijo que los coches nos recogerían a las diez. Así que me afeité y me duché en el baño del cuarto de invitados, encontré la tabla de planchar de mi madre y me planché con esmero el uniforme de clase A. En un armario encontré betún y me abrillanté los zapatos. Luego me vestí. Me puse toda la colección de medallas, las cuatro hileras. Seguí las normas del Orden Correcto de Condecoraciones y las del Modo de Lucir Medallas de Tamaño Natural. Cada una colgaba cuidadosamente sobre la cinta de la fila inferior. Cogí un trapo y las limpié. También limpié una vez más los otros distintivos, entre ellos las hojas de roble de comandante. Después entré en el salón pintado de blanco a esperar.

Joe lucía un traje negro. Yo no era experto en trajes, pero supuse que era nuevo. Parecía de un tejido fino, quizá seda o cachemira. No lo sabía. Estaba magníficamente cortado. También llevaba camisa blanca y corbata negra, y zapatos negros. Tenía buen aspecto. Nunca lo había visto con mejor aspecto. Se mantenía erguido. Alrededor de sus ojos se apreciaba cierto cansancio. No hablamos. Sólo aguardamos.

A las diez menos cinco bajamos a la calle. El corbillard llegó puntual desde el dépôt mortuaire. Detrás iba una limusina Citroën negra. Entramos en la limusina, cerramos las puertas y nos pusimos en marcha tras el coche fúnebre, despacio y en silencio.

– ¿Nosotros solos? -dije.

– Los demás estarán allí.

– ¿Quién viene?

– Lamonnier -contestó-. Algunos amigos de ella.

– ¿Dónde será?

– En Père Lachaise -contestó.

Asentí. Père Lachaise era un viejo y famoso cementerio. Un lugar especial en cierto modo. Supuse que tal vez el historial de mi madre en la Resistencia le daba derecho a ser enterrada allí. Quizá Lamonnier se había encargado de todo.

– Hay una oferta por el piso -señaló Joe.

– ¿Cuánto?

– En dólares, unos sesenta mil para cada uno.

– No los quiero -dije-. Dale mi parte a Lamonnier. Dile que encuentre a los veteranos que todavía sigan vivos y que la reparta. Él conocerá algunas organizaciones.

– ¿Viejos soldados?

– Viejos lo que sea. Aquellos que hicieron lo que había que hacer en el momento oportuno.

– ¿Estás seguro? Quizá te haga falta.

– Lo prefiero así.

– Muy bien -dijo-. Como quieras.

Miré por las ventanillas. Era un día gris. El mal tiempo había expulsado los tonos de miel de París. El río se movía manso, como si fuera hierro derretido. Cruzamos la Place de la Bastille. Père Lachaise se encontraba en el noreste, no muy lejos; aunque tampoco a dos pasos. Bajamos del coche frente a un puesto que vendía planos con las tumbas famosas. En Père Lachaise había enterrada toda clase de gente: Chopin, Molière, Edith Piaf, Jim Morrison.

En la puerta del cementerio había varias personas esperándonos. Estaba la portera del edificio de mi madre y otras dos mujeres que yo no conocía. Los croques-morts cargaron el ataúd sobre sus hombros. Lo sostuvieron en equilibrio un instante e iniciaron una lenta marcha. Joe y yo nos colocamos detrás, uno al lado del otro. Nos siguieron las tres mujeres. El aire era frío. Caminamos por senderos arenosos entre singulares lápidas y mausoleos europeos. Al final llegamos a una tumba abierta. Se veía tierra excavada amontonada pulcramente en un lado y cubierta por una alfombra verde que, imaginé, debía parecer hierba. Lamonnier nos esperaba allí. Supuse que había llegado mucho antes. Seguramente andaba más despacio que un cortejo fúnebre y no había querido retrasarnos ni ponerse en evidencia.

Los portadores dejaron el féretro sobre unas cuerdas dispuestas al efecto. A continuación lo levantaron y maniobraron sobre la fosa y luego lo fueron bajando poco a poco soltando cuerda. Un hombre leía algo de un libro. Oí las palabras en francés y fui asimilando lentamente la versión en mi lengua. «Polvo eres, en verdad os digo, valle de lágrimas.» La verdad es que no prestaba atención. Sólo miraba el ataúd, metido en el hoyo.

El hombre terminó de hablar y uno de los portadores retiró la alfombra verde y Joe cogió un puñado de tierra. Lo sopesó en la mano y lo arrojó sobre la tapa del ataúd. Hizo un ruido sordo contra la madera. El hombre del libro hizo lo propio. Luego la portera. Después las otras dos mujeres. A continuación Lamonnier. Fue tambaleándose sobre sus poco manejables bastones, se inclinó y se llenó la mano de tierra. Hizo una pausa con los ojos llenos de lágrimas, y luego simplemente giró la muñeca y la tierra se le escurrió del puño como si fuera agua.