Fernando Schwartz
El Engaño De Beth Loring
© Fernando Schwartz, 2000
En las repúblicas fundadas por nómadas, es indispensable
el concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería.
Jorge Luis Borges, El Aleph
PRIMERA PARTE
I
Sentada sola en la delantera del palco, Lavinia de Lorena Buonarroti (de Meckelburgo-Premnitz Lorena, en realidad, pero ella prefería usar la forma simplificada del apellido) parecía una reina. Se mantenía muy erguida, las manos descansando en el regazo, y miraba hacia el escenario con la discreta distinción y elegancia que irradiaba en todas las cosas. En la penumbra de la gran sala atestada de público, la luz de la escena, reflejándose indirectamente en el palco del proscenio, la iluminaba de tal modo que se hubiera dicho que nadie más ocupaba la platea del Liceo. El amplio escote de su traje de noche realzaba sus hombros blanquísimos, las clavículas apenas marcadas sobre la piel, la suave curva de sus pechos. Una espectacular gargantilla de brillantes y esmeraldas adornaba su largo y delicado cuello. Se había recogido el pelo en un moño que parecía estirar sus ojos de gacela hacia las sienes.
En esta velada triunfal del teatro, del mundo de la ópera, Lavinia era la rosa única de pitiminí, blanca, frágil, bellísima. Con el arreglo de gardenias puesto delante de ella sobre el acolchado de terciopelo rojo que remataba los cegadores dorados del palco, verdaderamente parecía una reina. Hubiera podido afirmarse (y más de un republicano de la burguesía nacionalista lo pensó con satisfacción íntima) que Lavinia eclipsaba a los mismísimos ocupantes del palco real, llegados expresamente de Madrid para asistir a la gala.
Gaddo Buonarroti, su marido, cantaba Turandot en la mágica noche de la reinauguración del Liceo de Barcelona, reconstruido con milimétrica precisión, idéntico palco a palco, butaca a butaca, foyer a escalinata, a como era el teatro cuando casi seis años antes un horroroso incendio lo había reducido a un montón de cenizas. Ahí estaba, fastuoso, pletórico de orgullo y elegancia, el Liceu, tan incómodamente encajado en la Rambla y, sin embargo, tan excelente símbolo de la riqueza y de los afanes de la cultura catalana.
Lavinia recordaría siempre aquel 7 de octubre de 1999, no por la esplendorosa actuación del Buonarroti, puesto que se daba por descontada, sino, sobre todo, porque al sentarse en el palco tuvo la intuición poderosa de saberse… no, de saberse, no: de ser la protagonista de la velada. Más protagonista que los centenares de mujeres elegantes, importantes y ricas que habían acudido al Liceo, más que la Casa Real, más que la celebérrima soprano Turandot de aquel día o que la enternecedora Liù, incluso más que la vanidosa (el calificativo es de Lavinia) directora escénica.
Para Lavinia, aquella era su noche, la noche de su victoria: había llegado por fin a donde siempre quiso estar. Y resulta interesante y revelador de su carácter que ese sentimiento vanidoso y soberbio, justificadamente vanidoso y soberbio, apenas se trasluciera en una delicada sonrisa. La sonrisa de la reina Lavinia de Mec-kelburgo-Premnitz Lorena.
Los periódicos del día siguiente salieron a la calle con páginas y páginas de fotografías, cuidando de no ofender a nadie, de no olvidar a nadie, a las esposas de sus propietarios, a las de los capitanes de empresas, a los capitanes de empresas, a los políticos, a los cantantes. A los reyes, por supuesto. Pero fue a Lavinia a quien todos destacaron con entusiasmo sin límites.
En realidad, parece más justo afirmar que fueron ambos, marido y mujer, quienes acapararon la atención de la noche. Porque Gaddo Buonarroti era (y es) el Calaf, el único Calaf universalmente reconocido como el tenor que mejor actúa en este drama de sexo tenebroso y final de novela rosa y el que con mayor belleza y empeño combativo acaba venciendo a la frígida princesa Turandot.
Claro que Gaddo Buonarroti es esta noche el tenor del mundo entero, el mejor, la estrella fulgurante que, a sus cincuenta y tres años, ha alcanzado la madurez plena, el timbre de voz melodioso y potente, una inigualada capacidad dramática, una asombrosa compasión, una fuerza expresiva irrepetible. Su triunfo se da por descontado.
El gran momento del Buonarroti llegó como siempre en el tercer acto, cuando atacó con el brío tan típicamente suyo el Vinceró! Y hasta los más puristas se rindieron ante él cuando alcanzó el do de Ti voglio ardente d'amor. Aunque la expresión resulte algo convencional y acaso poco oportuna considerando la reciente historia del teatro, el Liceo se vino literalmente abajo, encendido de entusiasmo. Y Gaddo, entonces, volviéndose hacia el público casi sin volverse, se pasó con delicadeza el pañuelo de organza por la frente y no pudo impedirse una sonrisa, o tal vez sí pero no quiso. Mi marido, pensó Lavinia, con un mohín secreto y divertido. Oh, sí. El marido del que me voy a divorciar.
Y cuando abandonó el palco para acudir al camerino a felicitarlo, a su paso un murmullo de admiración recorrió los pasillos como una ola. La gente se apartaba asombrándose en voz alta «está guapísima», «ésa es Lavinia Buonarroti», «¡si parece una reina!», «va preciosa»; o «enhorabuena», «su marido ha estado fantástico», cosas así. A todos los comentarios Lavinia contestaba con una sonrisa y, a veces, con una mirada amable y condescendiente.
Por fin pudo llegar, escoltada por varios ujieres, que la tuvieron que proteger del sofoco de la muchedumbre. Se había puesto los largos guantes de raso blanco y por esta razón, cuando, quieta en el umbral del camerino, dio tres o cuatro discretas palmadas, le salió un aplauso silencioso y lento, de gran elegancia. Gaddo se volvió hacia ella abriendo los brazos con una risotada teatral. Se le veía feliz. «Ah, mía cara! -exclamó con su vozarrón, ensordecedor en aquel espacio exiguo y lleno de gente-. Lapiú bella! Tiépiaciuto ilmió Turandot? Eh? Dimmi, tesoro mió.» Y sin darle tiempo a contestar, cogió una rosa blanca de un enorme ramo que alguien intentaba entregarle y se la ofreció mientras que con la otra mano tomaba suavemente sus dedos y los besaba con extrema delicadeza, como si estuviera sujetando un frágil pajarillo.
Más tarde, en el foyer, en presencia de los Reyes, Lavinia dejó que Gaddo la eclipsara con su enorme presencia tan jovial. Hizo, eso sí, una profunda (y muy ensayada) reverencia a los monarcas y se sumó con discreción al grupo que se fotografiaba con ellos. Sólo en un momento en que se disparaban decenas de flashes, Lavinia, que había quedado colocada por casualidad entre el Rey y el presidente de la Generalitat, se inclinó hacia el primero para comentarle, no sin cierta intimidad, alguna cosa que los periodistas no alcanzaron a percibir. (El Rey, desde luego, tampoco la oyó, pero por educación la tomó por el codo y sonrió.)
SEGUNDA PARTE
II
– La Beth llegó al pueblo con esta niña -dijo Tono-, que era chiquitita, tendría dos o tres años entonces. Un bebé. La Beth Trevor era una joven rubia, la recuerdo muy bien cómo era cuando llegó, atractiva, bien plantada. Y empezó a vivir por aquí, a tomar contacto con la pandilla de aquí… En seguida conoció a la familia Hawthorne, a la demás gente, se apuntó a este mundillo… Y en seguida formó parte de él, de los veraneantes y de la gente extranjera que vivía aquí… -Sacudió la cabeza, sonriendo-. Toda esta gente llegaba a la isla con los ojos abiertos como platos, como si estuvieran descubriendo la vida. Iban camino del Nepal a vivir la verdadera vida budista, a meditar con el Dalai Lama. Ya sabes, la flower generation con la guitarra a cuestas y un chalequillo de cuero por camisa, camino del Himalaya a ponerse ciega de marihuana. Lo malo era que a la mayor parte se les agotaba pronto el dinero. Y no tenían más remedio que quedarse por aquí y no seguir el viaje a Oriente. No importaba. Los papás les mandaban unos dólares al mes y con eso aguantaban. El clima era bueno, la vida, sencilla. Nada: en un pispás se pasaba del Cadillac a la realidad profunda del olivo. Siempre había algo que llevarse a la boca: vino barato, aceitunas, pan, lo suficiente para subsistir. Y encima aquí tenían a Liam Hawthorne -pronunció Jautorne a la española-, el gran sacerdote de la existencia libre. Vivir cerca de él era como estar en la iglesia.