«¿Te gusta, Lav?», le preguntó Beth el día en que entraron en la casa del Cerrado por primera vez.
Love asintió solemnemente. Cogidas de la mano, madre e hija inspeccionaron con detenimiento todas las dependencias, subieron y bajaron las diversas escaleras, se agacharon para alcanzar los rincones más remotos de la habitación abuhardillada que sería el dormitorio de Love e hicieron planes, tal que si se dispusieran a ocupar una casa de muñecas. Aquí comerían, aquí, en esta esquina del patio, en los días de sol, instalarían un barreño, lo llenarían de agua y las niñas pequeñas y guapas, pero sólo las guapas ¿eh?, podrían bañarse y lavarse el pelo rubio tan bonito y tan sedoso. Y aquí… aquí ¡les haríamos cosquillas a las niñas guapas!
Al cabo de un rato de vagabundear por la casa mientras su madre deshacía las maletas e iba ordenando las cosas de forma bastante anárquica y arbitraria («ya lo organizaremos todo mejor después», se dijo Beth), Love salió a la callejuela y bajó los pocos metros que había que andar hasta donde se ensanchaba para convertirse en un remedo de plazoleta con un arroyuelo corriéndole por un costado. Siguiendo hacia abajo, al fondo a la izquierda había un muro con una pequeña fuente al pie, como una pila bautismal, que recogía el agua filtrada por entre las piedras. A la derecha aparecían las últimas casas del Cerrado que el capricho de sus constructores había colocado en una hilera desordenada, con entrantes, plazoletas, miradores, palomares, balcones con buganvillas de flor roja y pequeños jardines asomando por entre los esquinazos. Allí la calle se convertía en un camino de cantos rodados y tierra por el que se podía bajar hasta la cala, que también desde aquí se llegaba a ella.
Love se quedó quieta, mirando en silencio. Era muy pequeña incluso para sus tres años de edad y con su traje de tela de vaquero y las florecillas bordadas más parecía una muñeca que otra cosa.
De la casa de la esquina salió una niña algo mayor que Love. Era morena, más bien menuda, y tendría unos ocho años.
– Hola -dijo, y acercó su cara a la de Love, escudriñándola-. ¿Quién eres? -Love no contestó; sólo la miró de hito en hito-. Yo sé quién eres. Vives aquí al lado. Eres la inglesa. -Se señaló el pecho-. Yo, Carmen. -Luego apuntó a Love con el dedo-. ¿Tú?
– Flower -dijo por fin.
Carmen entonces la cogió de la mano y dijo:
– Ven.
Y así fue cómo Love entró por primera vez en Ca'n Pita. Viviría muchos años en torno a esa casa grandona poblada de niños que acabaría siendo más la suya que aquella otra en la que vivía con su madre. Incluso cuando se hubieron trasladado a El Mirador, Love pasaba mucho tiempo en Ca'n Pita con Carmen, la Pepi y Francisca, las tres hermanas que la acabaron adoptando en realidad. Merendaba o cenaba y frecuentemente dormía en la casa, lo que no quería decir que Beth la tuviera perdida e, inquietándose, no supiera de ella, sino que de forma tácita Love se había convertido en la niña del pueblo entero. No de los extranjeros -que ni sentían interés por la aventura humana que les pudiere afectar ni les parecía justo ocuparse de una criatura que su madre abandonaba-, sino de los locales: en el Mediterráneo, las matronas son matronas, lo que quiere decir que son como diosas de la tierra, fuertes, primitivas, ignorantes y posesivas, y extienden su vigilancia a todo lo que se ponga a tiro.
VIII
El segundo amante de Beth en la isla fue un hippy genuino, de los de verdad. Se llamaba Dan Gustavson y era sueco y muy moreno de tez. Como Beth tenía ciertas dificultades científicas nacidas de un entusiasmo académico más que relativo durante su infancia y adolescencia, tuvo que hacerse explicar dónde estaba Suecia y también fue preciso que le aclararan que, a pesar de que suena parecido, Suecia no es Suiza.
Dan vivía en una de las comunas instaladas en una casona de la parte alta del pueblo. Era un tipo célebre por su bondad y buen humor y a pesar de llevar una vida obviamente disoluta y con toda seguridad ilegal, al menos su relación con la autoridad competente era buena, lo que en la España de entonces no dejaba de tener importancia: sea como fuere, al cabo de los años había llegado con la Guardia Civil local a un modus vivendi mutuamente provechoso.
Era de los forasteros antiguos. Había llegado muy joven en 1948, casi al tiempo que Bertil, un poeta hijo de familia inglesa noble que por las tardes se paseaba vestido con cuello duro y corbata y tocado con bombín, y a diario en su sala de estar servía el té con toda puntualidad a las cinco de la tarde. Bertil fue uno de los personajes gracias a los cuales el pueblo se convirtió en la meca de la excentricidad en los años cincuenta, y además era un estupendo escritor y su poesía lírica alcanzó gran fama en el mundo anglosajón. («Ya, pero estaba como una cabra», dijo la Pepi).
Precisamente en virtud de su llegada en la prehistoria del hippismo, bueno, en la prehistoria de casi todo, Dan pudo acceder, desde luego no sin esfuerzo y riesgo personal, a los circuitos locales del contrabando de tabaco, azúcar y harina. Era un excelente y habilísimo marinero: en una noche de tormenta en las que en la costa norte de la isla el mar parece hervir con inusitada violencia y acaba con todo lo que se le pone al alcance de las olas, Dan salvó al hijo del alcalde de morir ahogado y de paso rescató un gran bulto repleto de cartones de Chesterfield, que, envuelto en grandes tiras de caucho, seguía a flote por milagro después de que se hundiera la barca que lo transportaba.
Sin hacer comentario alguno, depositó el bulto en la parte trasera de las terrazas del restaurante de la cala y después ayudó al hijo del alcalde a subir la cuesta hasta el pueblo. Luego se acercó a La Fonda y pidió un coñac.
– ¿Has visto al forasté? -dijo uno de los viejos del lugar-. Dan, hombre, que vienes empapado. ¿De dónde sales?
– Mucho ola -dijo Dan, y soltó una sonora carcajada mientras se frotaba las manos con vigor.
Dos noches más tarde, como el tormentón no pasaba y el viento seguía soplando con gran fuerza, el mismo viejo que le había preguntado de dónde salía se le acercó en La Fonda, en la que al final del día solían reunirse los vecinos, y le invitó a un coñac.
– Mucho ola -dijo Dan, que era un lince y no se le iba una.
– Ya -dijo el viejo-, me preguntaba si quieres bajarte conmigo a la cala para asegurar unas barcas en la orilla.
– OK -dijo Dan, apurando el coñac de un solo trago.
Y ahí empezó una colaboración en la vida delictiva que dio muy buenos frutos y que le resolvió las finanzas a Dan para siempre jamás.
El contrabando de tabaco había sido desde el siglo xix una actividad perfectamente respetada en la isla, un modo de rebeldía frente a las exigencias fiscales del Estado central, y quienes lo practicaban circulaban revestidos de una aureola de Robin de los Bosques modernos. Nadie en la isla, ni contrabandistas ni agentes de la ley, escapaba a la pobreza misérrima de la economía insular y lo usual era que unos y otros estuvieran conchabados y obtuvieran provecho de una actividad («la primera de import-export avant la lettre», precisó Juan Carlos con su forma pedante de mezclar idiomas al hablar, como si los conociera todos) con la que no se perjudicaba a nadie más que a la Hacienda Pública. Y a la Hacienda Pública tonto era el que no la engañara.
Dan era (y es) un tipo estupendo. No es muy alto pero sí se le ve fuerte, con dos brazos peludos y poderosos, las manos anchas de dedos cortos y fuertes y las piernas un poco arqueadas del que ha hecho mucho ejercicio y ha llevado grandes pesos en su vida. Boberías, claro: Dan es como es, por constitución natural, enjuto, sólido y renegrido. Lleva el pelo azabache atado atrás en una coleta que anuda con una goma cualquiera; por delante le cae rizado sobre la frente, casi escondiendo los ojos intensamente negros. Toda la vida se le ha conocido en el pueblo vestido con camisas sicodélicas de vivos colores (por lo general, amarillos y naranjas con un toque de verde-hoja), que cubre en parte con astrosos chalequillos de cuero. De uno de los bolsillos del chaleco de turno asoma siempre una cadena de metal de gruesos eslabones cuyo extremo cuelga libre en lugar de estar sujeto al ojal correspondiente. Es la cadena de un viejo reloj ruso Roskoff que, escondido en el bolsillo, nunca ha dejado al parecer de funcionar con bastante puntualidad. Nadie lo sabe a ciencia cierta. «Yo no se lo he visto nunca», confirmó Carmen.