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«Eso es porque Dan no lo ha enseñado arriba de media docena de veces en toda su vida», dijo Tono.

Dan tiene dos rasgos distintivos y, a juzgar por lo que opinan de ellos las mujeres, seductores. El primero es una risa estrepitosa, bronca, que no inspira mucha confianza, con la que uno se encuentra de cómplice involuntario en algo que seguro es sospechoso o inmoral, pero que resulta contagiosísima. El segundo tiene que ver, según parece, con unos atributos masculinos de gran tamaño y vitalidad.

Beth lo conoció en La Fonda a las dos semanas de llegar. Sucumbió en seguida a sus encantos, entre otras muchas razones porque Dan fue la única persona a la que Beth nunca pudo engañar: tenían ambos un lado canalla que les resultaba mutuamente indisimulable y estimulante, tan reconocible que desde el principio les divirtió sobremanera. («No, bueno -dijo Tono-, tambien James Hewitt supo adivinar quién era Beth. James era un arquitecto australiano medio músico que llegó a la isla mucho tiempo después.» «Pero eso fue por otros motivos -interrumpió Carmen-; fue porque la reconoció de Australia.»)

En La Fonda, de mesa a mesa, Dan le guiñó un ojo a Beth y levantó su copa de coñac en un brindis mudo. Beth estaba sola leyendo un periódico inglés de un par de días antes que alguien había dejado sobre la silla. Sonrió. Estaba muy guapa con la piel dorada por el sol de los primeros calores y el pelo muy rubio; tenía el físico atlético de las australianas criadas a base de leche y natación: las espaldas anchas, el cuello estirado, las piernas fuertes y largas, el trasero respingón y los pechos altos y grandes. Se acabarían poniendo pesados con el paso de los años, eso lo veía cualquiera, pero ahora desafiaban con impertinencia la ley de la gravedad, como si se hubiera colgado, carajo, dos melones de las clavículas, se dijo Dan.

– Hermana -dijo-, ¿quiere tomarse una copa conmigo? La veo tan sola que me parece un deber de buen samaritano apagar su sed… Bueno, eso hasta que llegue el marido -añadió, mirando a Love que, en cuclillas, parecía fascinada por cómo unos brotes de yedra se habían ido pegando a la pared-. Y cuando llegue, me retiraré a un rincón a llorar mi mala suerte…

– No hay marido, hermano -contestó Beth, riendo.

Dan se arrodilló de golpe y alzó su vaso al cielo.

– ¡Odin me es propicio! ¡No hay marido! -Luego, sin llegar a bajar la copa, se interrumpió, volvió la cabeza hacia Beth y dijo-: Y si no hay marido, ¿dónde está? ¿Eres una comedora de hombres y acabas de terminar con él o él es completamente idiota y te ha dejado ir?

– No me como un hombre desde hace siglos -dijo Beth con un tono de cómica tragedia-. No. El marido es completamente idiota…

Dan se levantó del suelo y de una sola zancada se sentó al lado de Beth.

– Soy Dan el sueco y si eres una planta carnívora y me quieres comer ahora mismo, no tienes más que decirme por dónde quieres empezar.

– Oh, Dan. Me llamo Beth y si te digo por dónde quiero empezar a comerte, probablemente me van a acabar deteniendo. -Se puso a reír sin poderse contener.

Dan echó la cabeza hacia atrás y resopló.

– Dios -dijo-. ¿Esa niña tan preciosa es tuya, hermana?

– Pues sí. Love…

– Love, ¿eh? ¿Y tú, preciosa Beth? ¿De dónde sales?

Beth se removió con excitación en la silla. Acababa de reconocer la certeza de un encuentro sexual arrebatador e inminente y de pronto le bullía la impaciencia en el vientre y entre los muslos. Siempre había sido así desde la adolescencia: incontrolable, descarada, directa. No recordaba cuándo había rechazado un buen coito o cuándo se había abstenido de ser provocadora. Notó que se le endurecían los pezones y no le importó que se le notara por debajo de la camisola.

Dan bajó la mirada, inclinó la cabeza hacia la derecha y chasqueó la lengua. Luego rió con estrépito:

– Oh, está bien -dijo.

Beth dijo:

– Desde luego. Vengo de Australia y me encanta follar. -Dijo fuck. No supo explicarse la razón de la procacidad repentina. Años después se dijo que en aquel momento había reconocido a una alma gemela y que por eso le había sido fácil hablarle con su propio lenguaje íntimo. En todos los años durante los que fueron amigos y amantes más o menos ocasionales (a sobresaltos, a golpes de pasión incontrolable que duraban semanas) nunca se engañaron, nunca tuvieron secretos el uno para con el otro, nunca disimularon.

– No sé lo que vio en Dan, la verdad sea dicha -dijo Carmen, titubeando-. Tampoco es que tuvieran mucha intimidad, ¿no?

– ¿Tú crees que se acostaban? -preguntó Francisca, con su inocencia tan habitual.

– No. A ver-dijo la Pepi.

– No sé. Eran tan raros los dos… Fíjate que siempre he pensado que Dan, con esa pinta de hombretón exagerada, es en realidad marica y ella se lo hacía con él por el morbo…

– Vamos, vamos -dijo Juan Carlos-. ¿Dan, marica? Bien au contraire. De hecho… ¿quién dijo antes que la llegada de Beth al pueblo lo cambió todo? Sí, tú, Pepi, ¿verdad? -Se inclinó hacia adelante y recuperó el tono lento y pedante, aquella forma suya de hablar impartiendo filosofía que tanto los irritaba a todos-. Oh, sí: ha sido una intuición tuya que te alabo. Dime, ¿qué querías decir con que la llegada de Beth lo había cambiado todo? -Como si le estuviera tomando la lección y sólo él conociera la respuesta.

La Pepi se encogió de hombros.

– No sé… como estabas hablando de que había maldad en este villorrio entonces… pues yo creo que esa maldad desapareció cuando llegó Beth… no porque llegara ella sino cuando llegó… como si todo se… -no encontró la palabra y titubeó.

– …se trivializara -concluyó Juan Carlos por ella-. ¡Exacto! Fue exactamente así. La perversidad que estaba en el aire, en el ambiente, Beth la rompió, la deshizo, la frivolizó. -Dijo frivolizó sílaba a sílaba-. Tanta magia que descendía de las montañas y que se canalizaba a través de Hawthorne se disolvió de golpe. Parece mentira que un elemento tan simple e insignificante como la llegada de un personaje marginal y de poca cultura… y que siguió siendo culturalmente marginal para siempre, ¿eh?, pudiera alterar la fisonomía filosófica, la weltanschaung de un lugar como éste. No es que Beth no llegara a integrarse en el círculo mirífico y Hawthorneiano, es que ella creó otro distinto sin quererlo, sin saberlo, y destruyó el de Liam Hawthorne, el que había creado a distancia Pamela Gilchrist con su maldad y su egocentrismo pedante…

– No sé por qué dices eso -interrumpió Tono-. Beth llegó y llegó. Y basta.

– ¡No! Ocurrió que Beth llegó y desmoralizó el lugar con sus costumbres laxas. Y no porque fueran laxas, ¿a quién podían importar las costumbres de nadie durante la revolución hippy de los sesenta?, sino porque le era indiferente irrumpir en el alma de la gente y robarle la inocencia… los desconcertó a todos…

– ¡No es verdad!

– … Y enfrentó a unos contra otros sin saberlo, sin darse cuenta. En cierto modo, Beth destruyó el alma de este pueblo.

– Bah -dijo Carmen-. Mucha palabrería altisonante para explicar un fenómeno que no ocurrió. Cuántas tonterías hay que oír. Lo único que Beth destruyó fue el bolsillo de la gente con la que tuvo trato.