– ¿Te consta? -preguntó Tono.
– Hombre, claro. -Y luego, cambiando de tema, añadió-: Verdaderamente, Pepi, te has puesto un color de pelo que parece un incendio. -Y la Pepi arrugó el entrecejo y la nariz para que se viera que ella hacía con su pelo lo que le daba la gana.
Beth miró a Love y frunció el ceño.
– No le va a pasar nada -dijo Dan-. Está aquí en medio del pueblo, rodeada de gente. Para un rato que vamos a estar… esto…
– No. Tiene que venir con nosotros. ¿Cómo se va a quedar sola? ¡Tiene tres años!
– Bueno… Sin problema. En la comuna hay gente y Love puede jugar por ahí, en el patio y tal. Yo es que de niños…
– Vamos -dijo Beth-. Ven, amor -dirigiéndose a Love.
Love se incorporó sin dejar de mirar a la yedra. Alargó la mano y con el índice acarició una de las hojas, la más nueva, la que tenía el verde más brillante. Después volvió la cara para mirar a su madre y sonrió con levedad, como si hiciera una mueca ligera y un poco tonta.
Beth alargó la mano.
– Vamos, ven… que mamá tiene prisa.
Fue después de aquello que Love empezó a quedarse en Ca'n Pita, la casa de Carmen y sus hermanas en el Cerrado. Todas, menos Love el primer año, iban a la escuela primaría, la que está en el convento que hay en la cuesta, frente a la pensión Morelos, camino de la iglesia parroquial.
– Love aparecía en casa -explicó Carmen-, unas veces por la mañana, otras a las horas de comer. Había veces en que se pasaba toda la tarde jugueteando en el patio con las plantas, hay que ver lo que le gustaban las plantas a la chiquilla, o en la cocina, con las muñecas de ésta -señaló a la Pepi con la barbilla-. Aquello se convirtió en una rutina. Mamá no lo hacía más que porque le daba pena la cría.
– Ya, y cuando rompió a hablar -dijo la Pepi-, lo hizo un día de pronto en mallorquín, ¿te puedes imaginar?
– Es curioso cómo funciona la mente humana -dijo Tono en voz baja-. Love se puso a hablar en mallorquín, en un mallorquín cogido de la calle, que vosotros casi ni hablabais en vuestra casa.
– ¿Verdad?
– En cambio, de lo que no estoy muy seguro es de por qué decidió Beth alquilar El Mirador -dijo Tono-. Hombre, le dieron los aires de grandeza y se puso a gastar el dinero que no tenía para ir a hacer la señorona a El Mirador, pero ¿por qué?
– Te lo digo yo -afirmó Carmen-. Que la cosa no tiene mucho misterio. Primero, estaba unos kilómetros más cerca de Palma para cuando decidió mandar a la niña allá al instituto. Segundo, nosotros, bueno, Ca'n Pita, éramos una acusación permanente, testigos, ya sabes, y a Beth le resultaba más incómodo por días, a medida que crecía Love…
– iQué va! -interrumpió Tono-, le daba igual. Pues sí que le ha importado nunca lo que opinaran los demás…
– Bueno, lo que quieras… Y tercero, le parecía más aristocrático vivir fuera del pueblo.
– Y sin testigos -insistió la Pepi.
– No, no -interrumpió Juan Carlos-. La palabra es, como ha dicho Carmen, aristocrático. Y es que menospreciáis su capacidad -levantó una mano-, todo lo primitiva que queráis, os lo concedo, tres bien, la capacidad de Beth de planear, su formidable instinto para el futuro. No queréis daros cuenta de que su ida a El Mirador fue perfectamente diseñada, deliberadamente preconcebida. Lo que yo os diga.
– Sí, claro. Ahora que han pasado los años y que conocemos bien la historia de todo, ¿no?, ahora es bien fácil decir yo lo sabía, hubiera podido adivinarlo, se veía venir. Ya, se veía venir -dijo Carmen-. Lo que ocurre es que ahora, como Love es Lavinia, así con mayúsculas, todos recordamos a posteriori indicios de lo que iba a pasar. Entonces, nadie prestaba atención alguna, nadie le daba importancia a Beth. Era una guiri más de las que llegaron al pueblo, ¿eh?.
Tomando el té en casa de Bertil una tarde (quienes llegaran a las cinco estaban invitados a la merienda de casa de Bertil), Beth dijo:
– Este príncipe Carolo del que todos hablan, ¿quién era?
– Ah -dijo David-, un tipo interesante. Un sobrino del emperador alemán y sobrino del austro-húngaro, amante de la naturaleza que vino por esta costa a finales del XIX. El hombre más feo del mundo pero por lo visto una buena persona. Llegó por aquí y se puso a comprar posesiones y fincas. Lo que pasa es que se le acabó el dinero y acabó por no comprar más que dos: El Mirador y el Palacio de la Punta. Las fue arreglando y luego, cuando se murió a principios de la primera guerra, se lo dejó todo a su secretario, Antoni Cernuda, con la instrucción de que liquidara al mejor postor las propiedades y lo que contenían. Con lo que resultara debía constituir un fondo de ayuda a la Cruz Roja. Como tonto, Cernuda se quedó con todo, que tampoco era mucho en una costa tan agreste, lejana y árida, dio unas migajas a la Cruz Roja y santas pascuas. -Hizo una mueca como si no estuviera muy convencido de lo que iba a decir-. No estoy seguro de cómo fue. Lo que sí sé es que el príncipe era muy religioso como todos estos austríacos…
– Bueno -dijo Beth-, algunos austríacos no lo son tanto…
– No, verás -continuó David, después de mirarla con sorpresa; pero lo dejó pasar para no perder el hilo del relato-. Todo resultaba un poco decadente, mucho menos honorable de lo que habría cabido esperar de un miembro de dos familias imperiales. El príncipe este nunca se llegó a casar… yo creo que porque tenía mucho complejo de gordura y fealdad, pero tenía un yate estupendo, el Seepferd, lo fondeaba ahí enfrente y en él se organizaban unas juergas colosales con efebos que ríete tú de Pompeya. Tuvo muchos novios este hombre…
– ¿Novios? -preguntó Beth, sorprendida. Y después se le escapó una risotada como las de Dan, mala, llena de intención-. ¡Ya entiendo por qué nunca se llegó a casar!
– No es exactamente así-dijo Bertil de pronto.
– Espera, Beth, espera -añadió David riendo-, que después de las juergas le entraba el arrepentimiento y todos iban a misa a la capilla de El Mirador a pedir perdón por sus pecados. Y después… espera, espera… que esto no acaba ahí, después el príncipe vivía otra vida en tierra firme, hasta tuvo amantes fijas que eran del pueblo…
– Sí, varias que yo sepa -dijo Bertil.
– Sí, claro, entre otras cosas porque se acostó con cuanta mujer se le puso a tiro. Luego -dijo riendo de nuevo-, los hijos se los endilgaba al secretario, este Antoni Cernuda, al que para cubrir las apariencias casó con una condesa polaca. ¿Te imaginas, Cernuda, el paletón de pueblo casado con una condesa polaca?
Beth estaba absolutamente fascinada por el relato. Se arrellanó en la butaca y exclamó:
– No me lo puedo creer… ¡Ese príncipe era genial!
– Bueno, a las familias imperiales de Centroeuropa se les permitía todo. -David sacudió la cabeza con reprobación-. Bah, eran unos degenerados.
– Debo hacer varias precisiones históricas y al menos una poética -dijo Bertil, levantando un dedo de la mano derecha, mientras que con la izquierda sujetaba la tetera con la que se disponía a servir una nueva taza a Beth-. Primero, el príncipe Von Meckelburg-Premnitz Lothringen…
– En realidad, es más fácil la versión española, Meckelburgo-Berlín Lorena. Lothringen es en alemán Lorena, como Alsacia-Lorena -dijo David.
– Elsaz-Lothringen, sí… -confirmó Bertil. Y luego, con precisión minuciosa, repitió-: El príncipe Carolo era hijo, tercero para ser exactos, del gran duque Carlos Enrique de Pomerania, hermano del emperador Guillermo I, y había nacido en Berlín. De modo que no es correcto decir que era austríaco; era prusiano. Pero en 1860, siendo él todavía un niño, toda la familia tuvo que abandonar Premnitz expulsada por los militaristas prusianos y antiaustríacos. Tuvieron que refugiarse en Viena, empujados por los politiqueos de Otto von Bismarck… ¡Pobres! Lo que Carolo recordaba de verdad de aquella triste aventura era que las gentes de Berlín se asomaban a la carroza que los llevaba al exilio y exclamaban ¡qué niño más feo!