– ¿Tan feo era? -preguntó Beth.
– Mucho -dijo David-. Ya te he dicho que feo y gordo. Te enseñaré fotografías que se conservan de cuando era un poco mayor. Todo eso le creó un complejo espantoso y, como consecuencia de ello, dejó de lavarse, aunque nunca había sido muy aficionado, la verdad, y llevaba la ropa llena de manchas.
– Pues vaya. Si yo fuera muy fea, intentaría disimular mi aspecto poniéndome muy pulcra y muy aseadita, ¿no?
– El hecho es -dijo Bertil, levantando un poco la voz para mostrar su impaciencia con las interrupciones- que a partir de aquel momento, toda su vida tuvo que debatirse entre las presiones del emperador austro-húngaro… claro -se interrumpió, pensativo-, de ahí viene que se lo considere austríaco… en fin, toda su vida tuvo que aguantar las presiones del emperador para que residiera en el castillo de Karlsbad, en Checoslovaquia (lugar, dicho sea entre paréntesis, que le parecía horrible y triste) o incluso en Venecia, que, aunque húmedo y frío, no estaba nada mal, tenía que decidir entre todo esto y lo que a él de verdad le tiraba, que era viajar por el mundo. Era un hombre nominalmente rico, pero la que manejaba el dinero era su madre, una mujer fría, desagradable y avara a la que Carolo tuvo que pasarse la vida halagando con zalamerías para conseguir los fondos que le eran necesarios. Mucho dinero, creo yo, además, por supuesto, de la asignación anual del equivalente a cien mil dólares que le correspondía como príncipe no heredero del ducado. Primero fue el barco, el Seepferd, un gran velero de tres palos que se hizo construir a la muerte del padre para así recorrer los mares. Luego, fueron los constantes viajes alrededor del mundo estudiando razas y gentes. De hecho, su gran obra, lo más importante que dejó escrito (y no es trabajo pequeño) fue una Historia de los pueblos del mundo en seis tomos, muy apreciable, un estudio antropológico bastante válido para los primeros años del siglo. Y luego, en cuanto llegó por aquí y se enamoró de esta tierra como todos nosotros, quiso comprar toda la costa.
– ¿La costa entera?
– Sí. La costa. Carolo descubrió todo esto y decidió comprar una finca entre la montaña y el mar. -Sonrió-. La finca que va de este a oeste, de un cabo a otro. -Beth dio un silbido y Bertil asintió con ironía-. Sí, de un cabo a otro, sesenta o setenta kilómetros de extensión cubierta de casas excepcionales, viñedos, olivares, algarrobos, encinas… No sólo El Mirador y La Punta, sino el pueblo, el puerto, las montañas de atrás y La Viña, en particular esta última, que debía convertirse en el centro de su imperio de explotación agrícola y vinícola. ¿Le sorprende? Sí, sí. El príncipe quiso no sólo escribir libros sobre la naturaleza y los hombres con dibujos hechos por él, que lo hizo, no quiso sólo unificar este trecho de costa o construir caminos y miradores, quiso explotarlo todo. Sólo le faltó el dinero suficiente para hacerlo y todo quedó reducido a un par de casas y sus dependencias. -Guardó silencio y luego levantó la vista e hizo una mueca dubitativa-. A decir verdad, se han contado muchas historias sobre amores homosexuales y sobre hijos ilegítimos… Yo no las creo.
– ¡Hombre, Bertil!
– ¿Tú has mirado de cerca a cualquiera de los Cernuda o a cualquiera de sus padres y madres, supuestamente hijos del príncipe? ¿No te parece que habrían salido en alguno los rasgos Meckelburgo o algo de la fealdad de Carolo? Pues no se le parecen en nada. Vaya -añadió con resignación-, sí parece que hubo alguna experiencia homosexual vivida en Italia, en Venecia, y que se conservan cartas de un joven efebo muerto precisamente en El Mirador. Yo no las he visto -precisó, como si siendo notario de toda la historia, no le hubiera sido autorizado dar fe de aquella correspondencia sin disponer de ella físicamente-. Pero lo único comprobable es que tuvo estas amantes locales, mujeres, ¿eh?, a las que siempre dejaba bien provistas financieramente. No, si era un personaje generoso este Carolo…
– Cernuda y él vivieron juntos en El Mirador durante años. ¿No te parece cuando menos chocante?
– No, ¿por qué? Era su secretario.
– Toda esta historia me parece maravillosa, increíble -dijo Beth con entusiasmo-. Y luego hay quien dice que esta tierra no tiene imán, ése… no sé, algo especial. Qué no tendrá este trozo de costa que aquí han venido a vivir grandes hombres como el príncipe o Liam Hawthorne… Dice usted que, al morir, el príncipe se lo dejó todo a su secretario para que lo vendiera y le diera el dinero a la Cruz Roja. -Bertil asintió-. ¿Y nunca reconoció a ningún hijo? ¿Cómo es que no los favoreció en algo?
– No lo sé -contestó Bertil-, no lo sé. Es un poco misterioso pero, que yo sepa, no hay nada en los papeles del príncipe que arroje luz sobre todo esto, ni sobre si tuvo hijos o no.
– ¿Y la precisión poética? -preguntó David.
– ¿Eh? -dijo Bertil.
– Sí, hombre. Dijiste que querías hacer algunas precisiones históricas y las has hecho, y una precisión poética… y estamos deseando oírla…
– Ah sí, claro. La precisión poética es como sigue: siempre me ha parecido trágico que el príncipe, un hombre que tuvo el pathos del sauce… la tesitura anímica melancólica -explicó mirando a Beth-, viniera a instalarse en esta tierra tan llena de luz, tan mediterránea. Cuando pienso en Carolo en El Mirador, las imágenes se me llenan de brumas, se entristecen, cuando en realidad deberían iluminarse. El pobre. Acabó hinchándose, se llenó de pústulas y fue a morir a Berlín. ¿No os parece curioso? -Sacudió la cabeza-. Puede que todo esto explique la afluencia de turistas del norte al Mediterráneo, a las islas griegas, a Sicilia, a Capri, a las Baleares, pero no estoy muy seguro de lo que quiero decir con ello. Seguro que algo importante -sonrió.
– Ya veo -dijo Beth, que no había comprendido nada.
IX
La llegada de Love a la escuela de las monjas del pueblo fue desde luego un acontecimiento menor. Allí se presentaba esta cría, bonita, menuda y delicada, con sus grandes ojos azules y el pelo sujeto en dos colas de caballo, una a cada lado de la cabeza. Iba como ausente por la vida, con su media sonrisa y su aire abstraído, pero a las monjas les encantó que la chiquilla hablara en voz suave con su lengua de trapo una confusa mezcla de mallorquín e inglés. Era poco bullanguera, nada traviesa para una niña de su edad, y eso planteaba un problema de menos. Bastante tenían en la escuela con diablillos como Carmen, la Pepi y Francisca, que eran quienes parecían amadrinar a la nueva alumna. De hecho, Love llegó aquella mañana cogida de la mano de la Pepi, que era poco mayor que ella pero parecía mucho más decidida y segura de sí.
Sin embargo, se tratara o no de un acontecimiento menor, la ida de Love al colegio puede ser entendida ahora, después de tantos años, como la señal de que Beth se incorporaba al pueblo de modo definitivo, asumía con ello la ciudadanía local. Nadie concedió mayor importancia al hecho, por supuesto, pero para Beth fue una decisión trascendental. Fue la ruptura con todo, la reducción voluntaria de su universo a la sierra del Norte, a los pocos kilómetros de costa y de tierra adentro que eran su paisaje cotidiano. Le parecía haber nacido para llegar a este lugar y nada de lo que pudiera sucederle en el futuro conseguiría apartarla de esta resolución capital. Y, como en muchas de sus decisiones fundamentales, fue Dan el que la ayudó a tomarla. Un día ella le había dicho:
– ¿Sabes?, me parece que nunca me voy a mover de aquí. Yo estaba predestinada a venir al pueblo.
– Pues no te muevas, ¿sabes lo que te digo? Si quieres ser de aquí, empieza por mandar a Love al colegio. Tiene que aprender a hablar este idioma de locos y, así, un día hasta podrá decir que nació en esta costa. Y entonces tú habrás conseguido ser de aquí. Los locales te aceptarán y eso no es fácil.