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Había transcurrido más de un año desde la llegada de Beth al pueblo y en ese período de tiempo se había transformado por completo. Los trajes de tela de vaquero de alegres colores y amplios escotes, las faldas relativamente cortas con las que mostrar las bien torneadas pantorrillas y, cuando se sentaba, un poco de los tentadores muslos tan dorados por el sol mediterráneo, habían sido relegados al fondo del armario. Ahora vestía con cierta severidad trajes de corpiños ajustados y amplias faldas de colores oscuros y, en cuanto pasaban los calores, se echaba un gran chal por encima de los hombros. Calzaba alpargatas y en la cabeza solía llevar un sombrero de paja de ala ancha.

– Cambió del todo -dijo Tono-, lo recuerdo bien. Y no es que fuera afectación, que probablemente algo de eso también habría, ya sabes, encarnar la idea que uno se hace del tipismo local, una osmosis, sino que fue su forma de integrarse en nuestra vida, de hacerse parte de nosotros…

– … de acceder al decanato -murmuró Juan Carlos.

La misma mañana del día en que Love se estrenó como colegiala, Beth tomó el autobús y bajó a Palma.

– ¿Quieres que te acompañe? -preguntó Dan.

– No. Esto lo tengo que hacer yo sola.

Desde la plaza de España, en taxi subió al barrio alto, nuevo centro del turismo y la vida nocturna, que en la década de los sesenta estaba en pleno apogeo.

La que era entonces porción más glamourosa, la menos apaciblemente burguesa, del barrio alto, el entorno de la plaza Gomila, ha perdido ahora todo atractivo; sigue llena de turistas, bien es verdad, pero las aceras están jalonadas de restaurantes y bares de comida barata que apestan a grasa vegetal, de locales cerrados o abandonados sin más, de ventanas tapiadas, de callejones malolientes a orín y cartón húmedo: una muestra lamentable de la degeneración urbana que provocan los vientos caprichosos del turismo y las modas. Pero en aquellos momentos era sin duda el centro de la vida expatriada, justo en el borde del Terreno y de los otros barrios periféricos y residenciales de la ciudad.

Beth se dirigió con paso firme hacia una de las calles umbrías que suben en dirección al castillo de Bellver. Jalonan sus aceras casas de dos y tres pisos, a razón de dos apartamentos por planta, cada uno con su terraza encajonada entre celosías de cemento armado, como si los arquitectos se hubieran limitado a colocar cajas de zapatos, unas encima de otras, eso sí, abiertas a la circulación del aire como suele ocurrir en las ciudades en las que hace calor la mayor parte del año («Justo los sitios en los que te pelas de frío en invierno», habría dicho Carmen si hubiera sabido que aquel día Beth bajó a la capital a reafirmar el cambio de su vida).

Beth, que venía andando por la calzada, se detuvo frente a uno de los edificios, apoyó un pie en el bordillo de la acera, se puso una mano en la cadera y miró hacia arriba. Se hubiera dicho que quería comprobar que nada le caería encima desde una de las terrazas si daba los pasos que la separaban del portal o que esperaba que alguien la estuviera vigilando para dar el queo. Permaneció así durante unos instantes y luego por fin bajó la cabeza y echó a andar.

Subió la escalera exterior situada en la parte posterior de la casa y, al llegar al rellano del segundo piso, se detuvo. A derecha e izquierda había sendas puertas de madera pintadas de blanco y desportilladas por el mal trato y el tiempo. Se aproximó a la de la derecha y con el puño cerrado la aporreó con fuerza. Volvió la cabeza para prestar mayor atención a lo que ocurría en el interior de la vivienda pero no oyó nada. Frunció los labios y esperó. Instantes más tarde probó a girar el pomo de la puerta y ésta se abrió sin dificultad.

– ¡Jim! -llamó y esperó-. ¡Jim! -repitió con más fuerza al cabo de un momento.

– ¿Qué? ¿Qué? -contestó Jim, asomándose a la puerta del vestíbulo sin soltarse del quicio.

No tenía muy buen aspecto, pero así era su apariencia desde hacía meses. Estaba muy delgado y sucio, le lagrimeaban los ojos y en la mano derecha entre el índice y el pulgar tenía un gran corte lleno de pegotes de sangre coagulada, como hecho con una navaja, que ya iba cicatrizándose. Había perdido pelo y ahora dos grandes entradas sobre las sienes le tenían envejecido el rostro. Se había afeitado la perilla y sólo llevaba un gran bigote rubio y manchado de nicotina. Iba vestido con un calzoncillo blanco, bueno, que había sido blanco días o tal vez semanas antes, un slip dado de sí que le colgaba por detrás, y una camiseta gris que a lo mejor había sido de otro color más vivo en otro momento de mayor esplendor.

Hacía con toda exactitud siete meses que no se veían.

– Vaya -dijo Jim con una medio sonrisa-, mi esposa amantísima ha venido a visitarme. -Eructó y le quedó un hilillo de saliva prendido en la barbilla.

– Estás borracho.

– Una gran novedad, sí señor. Estoy borracho… Pero, por Dios -hizo un gran gesto de bienvenida con la mano aunque tuvo que interrumpirlo para no caerse-, pasa… pasa al salón. -Giró sobre sí mismo y desapareció hacia el interior de la habitación.

Beth lo siguió sin decir nada.

– Aquí huele que apesta -dijo por fin, y de forma automática, sin pensarlo, fue hacia la ventana que daba a la terraza y la abrió-. Hay que ventilar esto.

Jim se sentó en una especie de sofá cama cubierto con una sábana sucia y arrugada que estaba adosado a la pared de la izquierda. No había más muebles en la habitación; sólo dos botellas vacías de ginebra cuidadosamente colocadas en un rincón y un bocadillo de queso a medio comer al lado de ellas.

– Lo cierto es que me encuentro mejor cuando estoy un poco bebido, ¿sabes?… pero sin exagerar. -Soltó una risita-. A veces me paso y entonces me encuentro fatal y tengo que seguir bebiendo hasta que me duermo, ya sabes, sí. -Lo afirmó con cierta seriedad, como si se tratara de una disquisición científica importante relativa a su estado de salud y tuviera calculados los efectos del alcohol para no excederse jamás o hasta necesitar una dosis específica de anestesia. Todo previsto.

Beth meneó la cabeza.

– ¡Qué vida más idiota! ¿Pero no te das cuenta de que te estás matando? -Se encogió de hombros-. Bueno, me trae sin cuidado, pero tú verás.

– Qué tontería. No me estoy matando. Hago exactamente lo que quiero. Vivo tranquilo, no molesto a nadie -rió de nuevo-, ni siquiera a ti ni a la niña, tengo buenos amigos y -levantó un dedo con solemnidad- estoy preparando mi libro sobre la política exterior americana. -Señaló la pared que había detrás de donde estaba sentado, indicando un espacio, supuestamente otro cuarto, en el que daba la impresión de que de manera obvia se dedicaba, en los ratos que le dejaban libres sus numerosas ocupaciones, a preparar el libro sobre la política exterior americana, una idea peregrina que se le había pasado por la cabeza en un breve momento de relativa sobriedad cuando viajaban hacia la isla una infinidad de meses o de años atrás.

– Ya -dijo Beth-. Me alegro por ti -añadió con sarcasmo.

– De hecho pensaba visitaros uno de estos días y llevarle un regalo a Flower…

– ¡Ni se te ocurra! Mira -dijo con intensidad-, me he labrado un porvenir allá arriba, en el pueblo -haciendo un gesto con la barbilla-, una vida, ¿sabes?, y no voy a permitir que nadie me lo estropee. Ni se te ocurra, ¿me oyes?

Jim volvió a soltar la risita alcohólica de un momento antes:

– Creí que te gustaría. -Levantó las dos manos a la altura del pecho-. No te preocupes. No te preocupes. No iré, no iré. Además, tendría que subir por esa carretera de locos y me acabaría mareando. Y eso me sienta fatal.

– ¿Cómo sabes tú que la carretera al pueblo es mala?

– Ah -contestó Jim con aire misterioso.