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Y se mirase por donde se mirara, Bertil nunca podría ser compañero de cama de Beth.

Todo había empezado porque Beth de pronto había confiado a Augustus que ella era austríaca como el príncipe…

– Australiana -corrigió Augustus-. Y además Carolo era prusiano… por más que pudiera considerarse, después de toda una vida en Viena y Karlsbad, que era austríaco…

– Bueno, como sea… -Levantó un hombro con indiferencia, lo que confería un aire muy seductor, muy voluptuoso, al movimiento de sus pechos, sobre todo cuando estaba desnuda-. Se lo decía el otro día a Bertil. No todos somos igual de creyentes o religiosos, pero sí tenemos conciencia cierta de nuestra nobleza…

– Bueno, no todos los austríacos son nobles…

– Bien. Como sea. Nosotros sí.

Augustus sonrió mientras acariciaba lentamente con la palma de la mano abierta un pecho de Beth.

– Bueno, eso está bien. Distinguiría la nobleza de este seno a una milla.

– No bromees, que hablo en serio.

– Yo también.

– De acuerdo -continuó sin hacerle caso-. Toda mi familia es austríaca…

– … australiana.

– ¡Da igual! Porque lo importante no es eso. Hay otra cosa más importante, Augustus. Austríaca o australiana, como se diga, lo fundamental es que mi apellido es Loring. Me llamo Elisabeth Loring. -Quedó callada, esperando una reacción de asombro-. Loring -repitió.

– Ya te he oído -sonrió Augustus-. Pero no veo la conexión.

– ¿Cómo se llamaba el príncipe?

– Carolo.

– ¿Qué más?

– Carolo de Meckelbufg-Premnitz Lorena… -Dq pronto Augustus se dio una palmada en la frente- ¡Santo cielo! No había caído. -Se incorporó en la cama y miró a Beth de hito en hito-. Lorena, Loring.

Beth sonrió, triunfante.

– ¿Lo comprendes ahora? ¿Comprendes por qué he venido al pueblo, por qué he acabado viniendo aquí?

Completamente anonadado, Augustus se había quedado sin habla. Aquella mujer tenía una capacidad infinita de sorprenderlo con sus recursos.

– ¿No comprendes que he venido a encontrar las raíces de mi familia? -insistió ella.

– Sí, sí, claro que lo comprendo. Caramba, ésta sí que es buena. -Dijo caramba en castellano. Y luego, con gran seriedad, añadió-: O sea, que has venido en busca de tus orígenes…

– Claro.

– Ya veo.

Le pareció encantador el engaño y más aún viendo con cuánta seriedad lo manifestaba Beth. Pensativo, se mordió el labio inferior.

– Pero ¿de qué rama de Lorena provenís? -preguntó, por aquello de investigar un poco más.

– Bueno, precisamente por eso he venido a buscar mis raíces aquí -contestó Beth.

– Bien, claro, debemos investigar, naturalmente. Yo te ayudaré. Pero si tuviera que inclinarme por alguna posibilidad histórica -precisó Augustus-, lo haría arrancando a partir de la emperatriz María Teresa de Austria, que se casó con Francisco de Lorena… duque de Lorena, vamos, y de Toscana.

– Sí, sí, claro, eso debe de ser. Y estamos hablando, por supuesto, de hace ya algún tiempo -dijo Beth, tanteando.

– Sí, de hace bastante tiempo. En fin, del siglo XVIII… hace más o menos doscientos años.

Beth dio un silbido no muy acorde con aquella su sangre que iba azulándose por momentos:

– Doscientos años, eh -dijo, asombrada.

– Sí -afirmó Augustus con la autoridad del historiador-. Pero lo más importante es que Francisco y María Teresa tuvieron dieciséis hijos, uno de los cuales fue María Antonieta, reina de Francia, que perdió el cuello en la guillotina durante la Revolución francesa…

Poco faltó para que Beth exclamara «ésa me la sé» dando palmaditas. Había visto la película de La pimpinela escarlata y recordaba bien todo el episodio, por la tristeza y la indignación que le había producido que Pimpinela no hubiera podido llegar in extremis a salvar a la reina del cadalso:

– Claro, claro -dijo.

– Verás. Lo que quiero decir es que María Antonieta tenía los pechos tan perfectos que fueron modelados para hacer con los moldes las tazas de té de una vajilla de Limoges. -Cerró con suavidad su mano sobre el pecho que había estado acariciando-. Así, ¿ves? -Y, como recompensa de esta insinuación histórica, se ganó un beso apasionado. Al instante, sin embargo, Beth se apartó para no perder el hilo.

– Y qué más -dijo con cierta impaciencia, como un niño que espera el final de un cuento que le está encantando.

Augustus chasqueó la lengua:

– Dicho todo lo cual, no estoy cien por cien seguro de que tu rama provenga de María Antonieta. Me parece, más bien, que no nos debemos guiar o dejar influir por el esplendor de tus pechos en relación con los de ella. Supongo que el que sean tan perfectos y tengan esta forma tan característica es cuestión genética qué se remonta al tronco común, es decir, a la emperatriz María Teresa, mientras que tu rama desciende de los duques de Berlín, de Karl-Heinz, vamos, el padre de Carolo, que se había casado con una princesa de Alsacia-Lorena. -Sacudió la cabeza con satisfacción y chasqueó la lengua.

– Claro, eso me parece a mí también.

– Bueno. En mi opinión, podrías ser descendiente de un hermano de nuestro príncipe Carolo, el que se estableció en esta costa: podrías ser descendiente del príncipe Guillermo von Meckelburg, también llamado Willi Glock, que estuvo casado con Ludmilla Pomerova, a la que llamaban Katzy.

– ¿Katzy?

Augustus sonrió.

– Katzy, sí. Katzy Pomerova era una bailarina de la que Guillermo se enamoró perdidamente hace como cien años. Por lo visto, era pequeña y preciosa… ya sabes, coqueta… y, como era natural, Guillermo-Willi se quiso casar con ella, pese a la oposición que te puedes imaginar de toda la familia. ¡Un príncipe casado con una bailarina! Ya sabes, ¿no?

– Claro, claro.

Hasta ese punto del relato, Augustus no se había apartado en exceso de la verdad histórica. Pero ahora, espoleado por su propia imaginación de dramaturgo, siguió contando la verdadera peripecia de Willi Glock y Ludmilla Pomerova con algo más de inventiva.

– Bueno, Willi Glock, que había salido aventurero, sólo quería una cosa en su vida, además de pasarla junto a Katzy: ser marino y propietario de su propio barco. Se fue a Inglaterra, a Liverpool o a Cardiff, no sé muy bien, y allí se compró un velero de casco de hierro… que entonces estaban muy baratos… El Southern Seas le costó algo así como doce o quince mil libras de las de entonces. Entonces raptó a Katzy y zarpó rumbo a Panamá…

– ¡Qué romántico!

– Sí, ¿verdad? Creo que hacían comercio de lanas, vamos, que llevaron una carga de tejidos desde el país de Gales hasta Argentina. Probablemente, o al menos así lo asegura la leyenda, allí se cansaron de aquel viejo cascarón y lo vendieron. Luego se tuvo noticia de que se habían marchado de Buenos Aires y hacían la temporada de Punta del Este. Más tarde fueron vistos en San Francisco. Hubo muchos artículos en los periódicos centroeuropeos hablando de él… creando una especie de mitología en torno a él, y lo único que se sabe a ciencia cierta es que en San Francisco estuvo un tiempo haciendo de actor en un teatro, junto, claro, con Katzy… Allí se les pierde la pista -miró a Beth de soslayo-, y se dice que emigraron a Australia.

– ¡Claro! -Beth dio unas palmadas, mano contra mano, aplaudiendo con entusiasmo-. ¡Claro, así fue!

– Y estampó un sonoro beso en la mejilla de Augustus-. ¡Así fue! ¿Cómo lo sabías?