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– Sólo lo deduzco de mis conocimientos históricos… Pero deberemos estudiar todo esto más de cerca. Hay una habitación en El Mirador que sé que está llena de documentos del príncipe, y algún día pediremos permiso a las dueñas para que nos dejen leerlos y estudiarlos y ponerlos en orden… es sólo cuestión de pedirlo, ¿no?

– ¡Sí!

– No sé bien de dónde se sacó la Beth la historia de que era descendiente del príncipe -dijo Tono-. Juraría que algo tuvo que ver Augustus. Seguro, sí. Pero ella nunca lo explicó con claridad.

– Tampoco lo aseguró nunca -dijo Guillem, que no había hablado en mucho tiempo-. Tampoco no exageréis… Creo más bien que dejó que la gente se lo creyera, que dijeran lo que quisieran…

XII

Cuando se decidió a ello, Beth no tuvo que porfiar demasiado para que las hermanas Cernuda, propietarias de El Mirador, le alquilaran la morada. Love había cumplido diez años y su madre la iba a mandar a Palma al colegio Cervantes. No iría sola: alguno más de los niños con los que había compartido aula en las monjas del pueblo también bajaría diariamente al nuevo colegio.

Pero no fue la mayor cercanía de «El Mirador» a la ciudad (apenas tres kilómetros menos que desde el pueblo) y lo que convenía a Love desde el punto de vista escolar lo que impulsó a Beth a dar el paso de dejar la minúscula casita del Cerrado y trasladarse a la casona del acantilado. Fue su obsesión con la historia de su ilustre familia y con la herencia que estaba preparando para su única hija.

Y así resultó que desde un impreciso deseo inicial de pertenecer al pueblo, a la entraña del pueblo, un día Beth dio el salto a la devastadora ambición de la sangre azul. Son las ventajas de carecer de historia: no se es nadie y todo es asumible, todo puede ser incorporado, como cuando se garabatea en una pizarra vacía. Por primera vez en su vida aquella mujer descubrió que sí podía ser constante, que si nunca hasta entonces había tenido nada que ambicionar, nada que de verdad valiera la pena, ahora, de pronto, existía una meta que la consumía: el esnobismo en su estado más puro.

Le pareció que el riesgo de un posible fracaso era grande y le hizo frente con decisión y arrojo. De todos modos pronto había comprendido la idiosincrasia de las gentes isleñas: el carácter y peripecia de las personas, los engaños, las apariencias, los escándalos más o menos verdaderos importan poco. La presión social de un villorrio se encuentra en la murmuración y lo único que necesitan para defenderse quienes la padecen es la capacidad de ser indiferentes. No: esto con el pueblo no iba en absoluto, pese a que el asunto estuviere íntimamente ligado a la esencia misma del lugar. El verdadero reto de Beth estaba en el exterior. La gente de fuera sería quien la juzgara y sólo los efectos de tal juicio serían trascendentales; la gente de fuera sería quien, convencida o no, otorgaría las credenciales que ella necesitaba para colocar a Love en la posición envidiable que para ella pretendía. No, nada la arredraría.

Así era su secreto.

Un secreto apenas compartido con nadie y desde luego, opinaba más de uno, no con Love. Y es que Beth no podía sincerarse con la niña por dos razones.

– La primera -aventuró Tono-, era la edad de Love. Por muy disparatada que estuviera la Beth, por mucho que con los años se le hubiera ido la olla, como se dice ahora, no podía ponerse a hablarle a una cría de diez años de noblezas, sangres azules, archiduques, propiedades… De todos modos tenía claro, aunque nunca se lo confesó a sí misma o a quien fuere que la aconsejaba, que las propiedades, las dos casas maravillosas, los muebles y cuadros, los servicios de plata, eran inalcanzables. Lo sabía, ¿no lo va a saber? Pero, bueno, noblezas, sangres, principados… eso sí. Claro que no podía contarle nada a la cría…

– ¿Y la segunda razón?

– Vaya -contestó Tono-, la segunda tenía que ver con los verdaderos descendientes del príncipe en Europa. ¿Cómo iba Beth a desafiarlos sin argumentos? ¿Cómo iba a andar por ahí presumiendo de coronas imperiales que no le correspondían? ¿Cómo iba a arriesgarse a un desenmascaramiento público?

– Tienes una imaginación calenturienta -dijo la Pepi-. ¿De dónde te sacas tú toda esta historia de príncipes y de escondidas ambiciones de la pobre Beth, hombre de Dios?

– Mujer, no sé -contestó Carmen por Tono-. Vamos, sí sé. Son cosas que han ido saliendo a la superficie con los años, todos tenemos ojos y entendederas, ¿no?

– ¿Tú la has oído una sola vez en todos estos años decir que ella descendía del príncipe Carolo?

– No, claro… no son tontas.

– Pues entonces. ¿De dónde sacas que está convencida de ser heredera de nada? ¡Si nunca ha dicho nada! Me parece que estas cosas no le interesan lo más mínimo.

– Pero ¿y Lavinia? No hay más que ver a Lavinia.

– ¿Por?

– Yo sé lo que me digo… El hecho es que la Beth se fue montando este teatro poco a poco…

– ¡Pero si no es verdad!

– Lo que yo te diga.

– ¡Pues sería para vestirse de reina cuando estaba a solas! -exclamó la Pepi-. Porque, desde luego, ella nunca dijo nada a nadie… yo, al menos, no la oí… y mira que la oí veces… Vivió su vida, agitada pero discreta, a ver si me entiendes, sin meterse con nadie más que en la cama. Vale, vale -añadió, alzando una mano-, todo lo pendón que queráis, ¡hijo, qué manía!, pero todo esto que estáis contando ahora, Tono, me parece una fabricación de vuestras mentes esquizoides. ¡Coronas imperiales! Vamos, hombre.

– Es verdad -dijo Guillem-, estoy de acuerdo con Pepi. Beth nunca dijo nada de esas cosas que estáis contando. Nunca le oí a Beth, ni a Lavinia, ¿eh?, presumir de nada.

– Yo diría que tiene que haber un grano de verdad en todo esto -dijo Juan Carlos-. No somos un grupo de retrasados mentales: con los años hemos ido coligiendo datos, razonándolos, oyendo cosas y montando el rompecabezas… Hasta casi estaría dispuesto a apostar por la certeza de la historia. En todo caso, se non é vero é ben trovato.

– No, hombre. A Lavinia sí -dijo Carmen-, que va por ahí con unos aires de reina… -Se volvió hacia Guillem y le espetó-: Pero, hombre de Dios, ¿tú me dices a mí que madre e hija eran la sencillez personificada y que iban de humilditas por la vida? ¿Tú? Un par de interesadas que perdían el oremus por dos pesetas. Venga, Guillem, a ti precisamente, que te hicieron una perrería detrás de otra…

– Yo era como de la familia, Carmen. No me hacían perrerías; me hacían las cosas que se hacen con uno de la familia… cosas de confianza, de íntimos… A ver, ¿a quién acudió Beth cuando se trató de incinerar al marido?

– Bobadas, Guillem.

– Tengo la impresión de que no conseguís poneros de acuerdo con la descripción real de los hechos.

– No es eso -dijo Tono-. Me parece más bien que tenemos demasiados datos y es cuestión de ponerlos en orden.

– Será eso.

Después de siete años en el pueblo, Beth conocía bien a todos los descendientes locales del príncipe, en fin, a quienes se decían o alardeaban de ser los hijos de sus supuestos hijos ilegítimos y los herederos de sus propiedades, olvidando convenientemente que no había descendientes de sangre y que la única herencia (la de las dos casas y su contenido) había sido comprada por Cernuda. El ramillete de gentes era bastante numeroso y confuso. Beth tuvo que esforzarse mucho para conseguir completar y memorizar el nomenclátor. Su locura tenía un método: cuanto más segura estuviera de la identidad de toda aquella gente, menor sería la probabilidad de que nadie viniera a acusarla de superchería y de suplantaciones de personalidad.

– Vamos a ver -le dijo Augustus muy al principio de todo, cuando Beth aún no se había trasladado a El Mirador-. Primero está la rama Cernuda, que arranca en Antoni Cernuda, el secretario del príncipe. A este lo casaron con una condesa polaca, María Wiborkcza, sospecho que por ennoblecerlo. Tuvo, si no me equivoco, cinco hijos e hijas. Éstos a su vez proliferaron, aquí en las noches de invierno no había nada que hacer, y tuvieron más nietos y nietas… unos veinte o veinticinco, no sé. Y éstos, a su vez, también se multiplicaron y ahí tienes la respuesta a la pregunta de por qué está tan difundido el apellido Cernuda en esta comarca.