Beth sonrió.
– Vaya con los Cernuda.
– Sí. No sé si alguno de los hijos de Antoni Cernuda y la condesa eran efectivamente hijos del príncipe, y cuántos, frutos del esfuerzo personal. Tal como conozco la historia, sospecho que al menos los dos mayores eran del príncipe Carolo. Aunque, bien mirado, si hubieran sido hijos de Carolo, éste les habría dejado los bienes en herencia y no para que los vendieran y dieran el dinero a la Cruz Roja, ¿no? Al fin y al cabo, el príncipe era persona generosa, cuanto más con quienes fueran hijos suyos. ¿Verdad? ¿Tuvieron luego suerte estos pobres muchachos y muchachas? Ninguna -se contestó-. No tuvieron suerte porque Antoni Cernuda, una vez obtenidas las tierras, las dos casas y lo que había dentro, se lo dejó todo al hijo mayor, que se guardó muy mucho de compartir nada con sus hermanos. Aquí, el mayorazgo funcionó a la perfección…
Se encontraban, al caer de una luminosa tarde de principios del verano, en el pequeño teatro griego de Liam Hawthorne. Aquel mismo día habían comenzado los ensayos de su obrita satírica anual. Con Beth y Augustus estaban, además del propio Liam, varios de los expatriados más conspicuos de la comunidad deiana y algunos muchachos y muchachas locales de los que hablaban inglés, o al menos lo chapurreaban, que tal era la condición mínima para participar y conseguir un papel. A aquellos cuyo dominio del inglés era muy limitado o muy primario se les asignaban tareas de tramoya, música o atrezzo; no eran gran cosa, pero la gente acudía para divertirse más que para alcanzar gloria inmortal en las artes escénicas. Baste con señalar que el propio Augustus, éste sí gloria del teatro, solía representar poco más que un pequeño papel de comparsa.
Era el primer día de ensayos y hoy sólo se procedería a la lectura del texto y a la fijación de los movimientos de los actores.
Este año el personaje principal de la función era un noruego ficticio llamado Plan (que recordaba de forma irresistible a Dan el sueco). Plan debía moverse por el escenario haciendo grandes aspavientos y riendo con singular estrépito. Representaba a un marinero llegado a estas costas en una barcaza llena de cigarrillos rubios, sin que se supiera el motivo. La barcaza se hundía en una tormenta frente a las costas de la isla y Plan, convertido en fauno por obra de la magia de las montañas circundantes, quedaba condenado a seducir para toda la eternidad poética a cuanta mujer se cruzara por su camino, a cuanta ropa de volantes y plisados pasara por el pueblo, cosa que por arte del encantamiento y de un doloroso priapismo hacía sin dificultad, hasta que topaba con la amplia falda negra y llena de botones del párroco del pueblo.
Se habían sentado en círculo, unos en el suelo, otros sobre las piedras que hacían las veces de bancos de la rudimentaria platea, otros sobre el tronco casi tumbado de un olivo, y Liam, de pie en el interior del redondel de actores, leía el texto para regocijo de todos.
En seguida decidió fijar las posiciones que debería tener cada cual al empezar la función. Pasaron en ello un tiempo bastante largo.
– El caso es que al cabo de un rato y antes de que Liam nos repartiera el texto que nos teníamos que aprender de memoria, nos tomamos un descanso -dijo Tono-. No creas que el trabajo era extenuante, no. Reíamos, sobre todo con las payasadas de Dan el sueco, bebíamos vino, comíamos aceitunas y queso y, en ocasiones, pan con tomate y sobrasada. Pero eran las menos porque la sobrasada sólo la ponía mi madre cuando le venía en gana o mi tío había traído una de su propia matanza. Los demás se tiraban a ella de un modo que se hubiera dicho que no habían comido caliente en su vida. Bueno, el caso es que por allí andaba Love jugueteando en silencio como era su costumbre. No sé, tendría ya unos siete u ocho años y siempre iba recogiendo flores y hierbajos para hacer ramilletes… De vez en cuando nos regalaba un ramito de flores a alguno de nosotros, a Liam o a la Pepi o a Augustus. Toma, decía, para ti… -Sonrió-. Era una cría la mar de tranquila y se hacía querer… Entonces recuerdo que le dije a Beth, le dije, oye, Beth, ¿ese nombre de Love, de dónde le viene a la niña? Y ella me preguntó que por qué. No sé, le dije; parece un poco raro… hombre, si fuera un mote, bueno, pero así… llamar a una chica Amor, aunque sea en inglés… no sé. La Beth se rió. No, me dijo, no seas tonto, no es Love sino Lav… ya sé que suena igual, pero es Lav. ¿Lav?, pregunté. Sí, Lav, de Lavender… de lavanda, ¿me comprendes? Ah, dije yo, Lav… Ya. Claro, en castellano suena igual. Claro, y en mallorquín. Estuve así un rato, pensativo, y luego le dije, ¿Lav? ¿De Lavanda? ¿Pero ése es el nombre que le pusiste en la pila bautismal? ¿La bautizaste Lavanda? Ella se encogió de hombros. Pues vaya, Beth, vaya un nombre raro. Sí, pero es que quería ponerle un nombre de flor, me contestó ella. ¿No te parece correcto? Bueno, le dije yo, la verdad es que para España no suena muy allá. Es como un diminutivo, ¿no? Pero a ti te da igual… como sois extranjeras… No, no, dijo ella, no me da igual; es muy importante que esté bien el nombre, porque Lav va a vivir aquí y es aquí donde va a tener que… ya sabes. -Tono se pasó la mano por la barba-. No sabía lo que me quería decir pero hice que sí con la cabeza. Y ella me preguntó, oye, ¿y entonces, qué le pongo? Porque tú tampoco te llamarás Tono… ¿Qué nombre es ése, Tono? Es como Lav, dije yo, una contracción, un mote cariñoso de los que se te pegan cuando eres niño y ya te lo quedas para siempre. Yo me llamo Antonio, ¿entiendes? Antonio, Antoñito, Tono… Sí, pero ¿qué le pongo?, insistió ella. Hombre, no sé, dije yo, mujer… Me quedé pensando así un ratito y luego me vino la inspiración y le dije, ¡ya sé! Podrías llamarla Lavinia. ¿Cómo?, preguntó la Beth. Lavinia, dije yo. Es un nombre inglés muy aristocrático, raro pero aristocrático, ¿no? ¡Sí!, exclamó ella. Lavin…, ¿cómo es? Lavinia, repetí yo despacio. Lavinia, repitió ella en voz baja. Luego me miró muy seria y me dijo, ¿cómo se escribe? Me rebusqué en los bolsillos para encontrar un papel en el que deletrear el nombre… No tengo papel, dije, y antes de que ella pudiera entristecerse, ya sabes, desilusionarse, Augustus, que estaba a nuestro lado pero que parecía no haberse enterado de nada, se sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo, Winston, me acuerdo que eran, y se lo dio a Beth. Toma, dijo, aquí puedes apuntar. Yo tenía un lapicero medio gastado y con la punta roma; era lo único que teníamos; me lo saqué del bolsillo y, trabajosamente porque casi no cabía, escribí Lavinia en mayúsculas en la parte de arriba del paquete. Beth lo miró y leyó el nombre en silencio, moviendo los labios, y luego se metió el paquete de cigarrillos en el escote. Miró a la niña y muy bajito la llamó Lavinia. La cría no hizo caso, claro.
Como siempre, Love andaba por ahí entretenida en sus cosas. Tres o cuatro perrillos correteaban de un lado para otro husmeándolo todo («incluidos sus propios derriéres», dijo Juan Carlos). Ella les daba a oler los ramilletes de flores del campo pero no parecían muy interesados y, acostumbrados a recibir patadas con cualquier pretexto, brincaban de costado con el rabo entre las patas para apartarse del peligro. El único que no quitaba ojo a Love era Guillem, con su pinta tímida de chaval avispado y retraído. Se solía sentar un poco apartado del resto de la gente esperando a tener una oportunidad de ayudar a la niña en sus manejos. Es frecuente toparse con un chico así: medio escondido en las faldas de la madre, mira a los demás jugar mientras aquélla parlotea con alguna amiga y sólo cuando a los otros chavales se les escapa la pelota lejos del círculo de juego, se acerca un poco y la devuelve de un patadón con la esperanza de que lo llamen a unirse al club; y únicamente lo aceptarán una vez establecida la costumbre tácita de que él es quien hace de recogepelotas.