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Guillem era igual. Fascinado por Love, la seguía a todos lados, pero a distancia, no por temor a ser rechazado de manera desabrida sino sencillamente porque la niña lo ignoraba casi siempre.

Con el tiempo, sin embargo, él se fue acercando y le fue permitido por fin intervenir algunas veces, muy pocas, en el mundo privado y casi mudo de Love. Le facilitaba la labor que fueran juntos a la misma clase en las monjas aunque ella prefería la compañía de las restantes niñas y especialmente de la Pepi.

La técnica fue la misma que con el balón y el corro de los chicos: un día, Love levantó la vista buscando a alguien que le sujetara un lápiz mientras ella rearreglaba un papel sobre el que se disponía a dibujar. El único presente con su carita de niño perdido era Guillem.

– Toma -dijo Love, alargando el brazo.

Guillem cogió el lápiz y esperó con el brazo extendido. Al poco, ella se lo quitó y no hubo más.

Desde entonces se hicieron inseparables o, mejor dicho, Guillem se hizo inseparable de Love. La seguía a todas partes y no se movía de su lado si ella no lo apartaba o lo mandaba irse, cosa que sucedía con más frecuencia de lo que a él le hubiera gustado.

– No lo pasa muy bien, pobre crío -dijo Dan el sueco, riendo-. No sé si es el chico el que hace el idiota o si es Lav la que lo lleva de la punta de la nariz y lo tiene embrujado… En cualquier caso… -levantó las cejas-, ese niño va a sufrir mucho con tu hija.

– Bueno -dijo Beth-, es sólo un chico del pueblo.- Dan rió.

– ¿Qué pasa? ¿Que no es lo bastante para una princesa?

Beth nunca había comentado nada de sus planes y ambiciones con Dan. En realidad no lo había hecho con nadie, si se exceptúan sus sobreentendidos con Augustus. Se quedó bruscamente en silencio y lo miró a los ojos.

– ¿Qué entiendes tú de nobleza o de princesas? ¿Eh? -dijo con cierta turbación.

– ¿Yo? Nada, por Dios. Yo no entiendo más que de la vida y del buen licor, de un buen culo y unas tetas como las tuyas… -Le acarició las nalgas con un poco de rudeza y Beth las apretó con un escalofrío. Luego, se puso serio por un momento-. Yo de lo que entiendo es de que no hay que arrepentirse de nada, ni siquiera de haber ambicionado más de lo que te asignó la vida, de que si te viene un cáncer de pulmón por haber fumado, pues que te quiten los cigarros que echaras… Nadie es responsable de lo que hayas hecho más que tú. Pero… si no quieres que te reconcoma la rabia de lo que no conseguiste, primero, no pretendas subirte a un mástil pulido y bien engrasado con tocino de foca y segundo, cuando te quedes abajo, encógete de hombros sin que te importe. Otra cosa habrá que resulte más fácil… Y lo más importante: cuando resbales por el mástil procura hacerlo con las piernas bien abiertas para que al menos lo disfrutes. -Y le dio un ataque de risa incontenible.

XIII

Un día, cuando todavía no se habían mudado a El Mirador, Beth y Love jugaban a las cocinitas sobre el banco del hogar, debajo de la gran campana de humos. Beth había comprado en el puerto una diminuta batería de cocina de muñecas que venía pegada a un cartón de colorines y envuelta en papel de celofán. Había varias cacerolas, un par de sartenes, unas cucharas de madera, un colador, pequeños platos soperos de barro cocido, una espumadera y un cazo, un rodillo y algunos utensilios más. También había comprado varias verduras en miniatura, moldeadas en yeso y pintadas; había zanahorias, coliflores y patatas, judías verdes y un huevo frito con chorizo en una pequeña cazuela.

– ¿Te gusta hacer cocinitas? -preguntó Beth.

Love asintió solemnemente dos o tres veces.

– Me gusta hacer cocinitas -afirmó, hablando despacio.

– Pues mami te lo ha comprado todo para que te diviertas mucho. Verás, ahora vamos a hacer una sopa, mucha sopa para que coman todas tus muñecas y engorden y crezcan.

– Las muñecas no crecen. Se quedan siempre igual. Me gustan más las flores.

– Ya lo sé, mi amor. Pero jugar a las cocinitas es divertido para aprender lo que harás cuando seas mayor y tengas muchos bebés. -Sonrió y, como para sí, añadió-: Aunque para entonces no tendrás que preocuparte de hacer la cocina… tendrás cocineros y mayordomos y doncellas… Sí.

De nuevo Love asintió con gran parsimonia.

– Cuando sea mayor tendré muchos bebés.

– Sí. Serán todos príncipes y princesas.

– Serán príncipes. Mamá, ¿por qué serán príncipes? ¿Yo también soy princesa? Quiero ser princesa.

– Pero, mi amor, eres princesa…

– ¿De dónde? ¿Del reino de los caramelos? ¿Dónde está el reino de los caramelos? -Habían hablado de él muchas veces, cada vez que Dan el sueco se había presentado con una caja de bombones y dulces afirmando que venía de aquel principado del azúcar. Love aceptaba el cuento sin darle mayor importancia ni prestarle especial atención.

– No, mi amor: el reino de los caramelos es una broma de Dan, un juego que él hace porque te quiere. Pero tú eres princesa de otra cosa y esta vez de verdad. Eres princesa de aquí y de un sitio que está muy lejos y que se llama Austria… Está lleno de montañitas y colinas verdes y hay muchos árboles y flores y casitas de madera con geranios en los balcones… y las niñas se visten con delantales de colores y…

– ¿Es como Sonrisas y lágrimas? -Pocas semanas antes habían visto la película sobre la familia Trapp en Palma y la niña se acordaba bien de todos los detalles; siempre tuvo (y sigue teniendo) una memoria excelente.

– Igualito.

– ¿Y soy princesa de ahí?

– Sí.

Love guardó silencio. Después se bajó de la bancada, se puso en cuclillas y, apoyando los brazos en el asiento, ordenó las cacerolitas y las verduras, todo en una línea recta.

– ¿Así? -preguntó.

– Sí, así. ¿Sabes qué? Nunca debes decir a nadie que eres una princesa…

– ¿Y entonces de qué me sirve? Si nadie va a hacer lo que yo quiero, como soy princesa, la Pepi, Carmen, Francisca, Guillem, ¿de qué me sirve? ¿Me puedo casar con Guillem si soy princesa y él no?

– Yo creo que Guillem no se puede casar contigo. De todos modos, ellos siempre hacen lo que tú quieres… Mira, mi amor, no se lo debes decir a nadie hasta que seas mayor porque te lo podrían quitar, ¿sabes? Nadie debe saberlo. Tiene que ser un secreto, nuestro secreto, tuyo y mío.

– ¿Y tú también eres princesa, mamá?

– Yo también, pero ya ves, tampoco se lo digo a nadie…

– ¿Para que no te lo quiten?

– Claro.

– ¿Tengo corona?

– La tendrás, pero primero tenemos que irnos a vivir al palacio que es nuestro.

– ¿Allí vivía el abuelito? -Love seguía concentrada en las cacerolitas y hablaba sin mirar a su madre, como si el tema de la conversación no fuera con ella.

– Sí. -Beth se mordió los labios.

– ¿Y papá, dónde está mi papá? Nunca me lo dices dónde está mi papá. -Hacía tiempo que Love había perdido todo recuerdo de Jim y lo había sustituido por la memoria que le quiso inculcar Beth, un mínimo anecdotario edificado sobre pequeñas leyendas de mimos, paseos por imprecisos parques llenos de árboles enormes y flores, fresas con helado de vainilla y visitas divertidísimas a lejanos parques de atracciones.

– Pobrecito, tu papá… se puso muy malito un día y se tuvo que quedar en el palacio de Austria…

– ¿En la playa?

– … en la playa, sí… y luego se lo llevaron a una clínica para curarlo y allí está…

– ¿El también es príncipe?