– No, él no.
– ¿Y entonces por qué tú te casaste con papá? ¿Si tampoco era príncipe?
Beth arrugó el entrecejo.
– Verás, Lavinia, hija. Eh… Papá tenía mucho dinero, casi más que un príncipe. Y entonces sí se puede uno casar con él aunque no sea príncipe. ¿Comprendes?
– ¿Y por qué no vivimos en el palacio que es nuestro?
– Porque lo tenían otros.
– ¿Y cuándo vamos?
– Pronto.
Love guardó silencio y con un dedo índice regordete empujó una de las sartenes.
– ¿No se lo puedo decir a nadie? ¿Ni siquiera a mi mejor amiga?, ¿la Pepi?, ¿que soy princesa?
Beth le puso un dedo debajo de la barbilla y con gran suavidad le levantó la cabeza.
– Ni siquiera… ¿eh? Ni siquiera.
Love se encogió de hombros y, al cabo de un momento, dijo:
– Bueno.
Días después le dijo a la Pepi:
– Tienes que hacer lo que yo quiera. Yo te mando.
La Pepi levantó la cabeza.
– ¿Eh?
– Tienes que hacer lo que yo quiera -repitió Love.
– ¿Por qué?
Love se mordió los labios y miró a la Pepi sin saber qué decir. Tardó algunos segundos en contestar.
– Porque sí… Pero no te lo puedo decir porque es un secreto.
– ¿Qué secreto?
– No te lo puedo decir porque es un secreto.
– Pero yo y tú siempre jugamos. Somos mejores amigas.
– Pero es un secreto.
– ¿Quién te lo ha dicho?
– Mi mamá.
– Pues cuéntamelo.
– Que soy una princesa.
La Pepi no dijo nada. Se limitó a levantar los hombros.
– Niñas -interrumpió sor Angela desde el fondo de la pequeña aula-. No quiero que habléis… si habláis más, os pongo a cada una en una punta de la clase. Jesús, qué niñas.
De esta época data el primer retrato que se conserva de Lavinia. Tendría más o menos siete años cuando posó las dos o tres sesiones que fueron necesarias. El cuadro cuelga ahora en el salón de arriba de El Mirador, en un rincón más bien discreto.
– En mi opinión es un parecido bastante exacto a cómo era Lavinia entonces.
– Sí -dijo Tono-, David lo pintó a la acuarela y la hizo con los trazos suaves y algo difuminados…
– … pacíficos… -dijo Juan Carlos.
– … bueno sí, pacíficos, que la Love tenía entonces. La pintó con las dos coletas aquellas que llevaba, una a cada lado de la cabeza, y recuerdo que fue ella la que se empeñó en llevar en la mano el ramo de lavanda.
– Sí, por supuesto, conozco bien el retrato y estoy de acuerdo con vosotros en que es bien bonito…
– ¿Verdad? -dijo la Pepi-. Parecía una princesita. -Frunció el ceño intentando recordar, pero no dijo nada.
Fue más o menos entonces cuando Bill Loden consiguió de la Universidad de Stanford un poco de dinero para abrir el museo arqueológico del pueblo. Llevaba años excavando por la sierra del Norte y obteniendo piezas prehistóricas interesantes, muestras de las antiguas civilizaciones y culturas que habían anidado por esta parte del mundo. Además de abrir el museo y sus dependencias para la catalogación y estudio, la financiación le permitiría recibir a estudiantes, especialmente de América, que habrían de ayudarlo en las excavaciones y en los trabajos posteriores, comunicaciones a congresos, tesis doctorales, artículos en revistas especializadas.
Un tipo del entorno de Hawthorne tenía abierta la mejor pensión del lugar, una casona que estaba a la entrada del pueblo y que se llamaba Ca'n Posat. Aún hoy, convertida en restaurante y muy remozada, permanece apoyada contra el monte, como con las espaldas pegadas a la roca para que no se caiga.
Ca'nPosat dio alojamiento a muchos de aquellos universitarios americanos que venían a estudiar y trabajar en el museo de Loden. El problema para estos chicos, sin embargo, era que el pueblo en invierno dejaba mucho que desear como centro internacional de diversión y pronto se aburrían y se ponían a romper cosas, especialmente en las habitaciones de la pensión, y a armar bulla por el pueblo, bebiendo cerveza y fumando marihuana. Una verdadera ruina para los dueños y un incomodo para los lugareños. Y, al mismo tiempo, una pesadilla para la comunidad de expatriados a quienes molestaba sobremanera la laxitud de costumbres de estos forasteros escandalosos. Los residentes antiguos cuidaban mucho las relaciones con la gente del pueblo: se hubiera dicho que, como grupo, nunca acababan de sentirse del todo parte de aquel lugar, porque se encontraban de visita en un museo de silencio en el que no sólo hubiera que pagar la entrada a diario, sino observar una discreción exquisita de forma constante.
– Es curioso todo esto del pueblo -dijo Tono-. Cómo durante años convivieron en un espacio tan terriblemente pequeño dos comunidades socialmente diferenciadas, alejadísimas la una de la otra en mentalidad y maneras de vivir. Y sin embargo, se llevaban bien, no creas. Tenían un contacto… eh… -Titubeó.
– Funcional -dijo Juan Carlos. Luego, encendió un nuevo cigarrillo con su encendedor de oro y se recostó en el sillón, satisfecho.
– Eso, sí, funcional. Un contacto funcional, sí, que, eso, funcionaba a las mil maravillas.
– ¡Pero, qué tontería! -exclamó Carmen-. ¡Qué funcional ni funcional! ¿Y no hubo relaciones de amistad entre todos acaso? Pues como en cualquier ciudad. No porque esto sea un villorrio tenemos todos que vivir como si estuviéramos en una comuna, hale, unos encima de otros.
– No, claro, pero lo que quiero decir es que los, digamos, intelectuales extranjeros tenían un contacto amable con los locales, pero no de relación profunda… -Miró a Juan Carlos.
– Integrada -dijo éste, exhalando, después, con los labios redondeados en un mohín una interminable y delgada pluma de humo.
– Integrada. A ver si me explico -dijo Tono-. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Como si el pueblo viviera en dos planos diferentes. Los de aquí miraban a los de allá como si fueran bichos raros, unos extraterrestres amables… bueno, y la verdad es que tenían sus cosas, sus excentricidades, y si querías vivir en paz no había más remedio que aceptarlas, convivir con ello. Y es que la gente de fuera era toda así de rara. Ya sabes que para los mallorquines sólo hay tres clases de personas: de Mallorca, de fuera de Mallorca y de tierra de moros. -Rieron-. Pues todos estos forasteros que habitaban el pueblo eran de térra de moros, una pandilla de desequilibrados incomprensibles que venían de mucho más allá que de jora de Mallorca. Y me parece curioso que el único nexo de unión profundo entre las dos comunidades fueran los niños. Nosotros sí estábamos integrados y por eso, por eso, ¿eh?, por ejemplo Lavinia podrá ser amiga de reyes y presidentes en el mundo, pero sus amigas de aquí son la del estanco, la de la peluquería, nosotros… en fin, los que fuimos juntos al colegio.
– Tú no fuiste al colegio con nosotros.
– Bueno, mis hermanos pequeños, da igual.
Bajando hacia su casita del Cerrado un día, a Beth se le ocurrió detenerse frente al museo de Bill Loden. Decidió echarle un vistazo, por aquello de descubrir la arqueología y de situarla con propiedad en su contexto histórico, es decir, en el contexto histórico de ella, Beth. Todo lo que fuera anterior al siglo XIX, o lo que es lo mismo, a la fijación de las raíces de su familia los Lorena o los Loring en Austria, o en Australia, qué más da, se difuminaba en una nebulosa histórica de proporciones ciclópeas. Por consiguiente, si las excavaciones de Bill Loden eran merecedoras de un museo, Beth quiso de pronto saber de qué se trataba, qué podía ser más importante que la historia de su familia, que no tenía ni siquiera una sala con memorabilia en toda la costa.
Augustus no estaba en el pueblo. Había ido a Nueva York para supervisar el estreno de su obra en América y, por consiguiente, no podía darle en aquel mismo momento las explicaciones que hicieran comprensible todo este embrollo. Dan el sueco, como de costumbre, se habría reído; David era demasiado blando; Bertil se habría enfrascado en disquisiciones interminablemente aburridas; y Liam Hawthorne habría fruncido el ceño, exclamando «¡pero, querida muchacha!» y no habría habido más.