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Por fin, para cortar por lo sano tanta incertidumbre, Beth se acercó a Bill Loden que, sentado frente a un banco de trabajo, limpiaba con gran cuidado un pedrusco algo tosco pero cuya forma recordaba a una pera.

– Hola-dijo.

Bill Loden, como si no la hubiera oído, siguió limpiando el pedrusco con un pincel que manejaba con delicadeza. Al cabo de unos instantes, sin embargo, volvió la cabeza y miró a Beth.

– ¿Sí? -preguntó.

Tenía el pelo entrecano revuelto y los ojos muy azules. Sorprendía que, para el cuidado exquisito con que manipulaba aquel objeto, tuviera los dedos tan grandes y espesos, como morcillas.

– Buenas tardes. Me gustaría visitar el museo.

– Claro. ¿Le interesa la arqueología?

– Bueno, en realidad entiendo poco de esto y me preguntaba si usted me podría ayudar un poco…

Bill la miró con cierto humor. No se le escapaban muchas cosas de las que ocurrían en el pueblo y, pese a su fama de sabio distraído y huraño, conocía a Beth de vista y de habladurías.

– Dígame, ¿qué sabe usted de la prehistoria?

– Nada en realidad -contestó Beth, abriendo las manos con las palmas hacia afuera.

– Bueno. La prehistoria es el amanecer de la historia… tiempos en los que nadie dejaba testimonio escrito de su vida, vaya, porque no conocían la escritura tal como nosotros la entendemos y -sonrió-, porque no tenían papel ni tablillas de cera ni piedras en las que esculpir jeroglíficos, ¿sí? -Posó con gran cuidado sobre el banco de trabajo la piedra que estaba limpiando y se levantó-. ¿Ve esta piedra? Para quienes intentamos comprender lo que ocurría, cómo vivían aquellas gentes, de qué comían, piedras así son como libros de historia. Leemos la forma en que fue tallada, los utensilios con los que fue labrada por cómo están hechas las incisiones… bueno, hierro a veces, otras, piedras más duras, cosas así… y vamos adivinando cómo vivieron y en qué época vivieron quienes la manipularon. -Levantó la mirada hacia las estanterías-. Muchos de esos objetos han sido descubiertos por mí o por estudiantes que vienen por aquí a hacer cursos de estudio y de campo. ¿Sabe usted lo que es un estudio de campo?

Beth negó con la cabeza.

– Bueno, consiste en ir, por ejemplo, a un lugar en la montaña donde se piensa que hubo asentamientos humanos, ahora enterrados por miles de años de corrimientos de tierra, de construcciones, de explotaciones agrícolas. Se excava y poco a poco se van encontrando los restos que nos permiten estudiar lo que ocurrió… -Sonrió de nuevo-. No es así exactamente, pero, bueno, más o menos.

Beth señaló un objeto con un dedo.

– ¿Y qué es aquello? ¿De cuándo es?

– Bueno, aquello es una copa, probablemente más reciente que las restantes muestras del museo. Es de hierro y tiene un valor incalculable.

– ¿Por qué?

– Bueno, supongo que porque no hay muchas más por ahí. Es posible hasta que sea única… Hay que tener en cuenta que las civilizaciones no se fueron desarrollando en las diversas partes del mundo de manera simultánea… quiero decir que, mientras en una civilización inventaban la rueca, en otra ya existía el calendario de 365 días, mucho antes de que se descubriera el papiro para escribir… los sumerios construían con ladrillo cuando apenas empezaba la civilización de Troya y en Creta todavía estaban en el período de los asentamientos neolíticos…

Beth resopló, hinchando los carrillos.

– Cielo santo. ¿Y todo eso cuándo pasó?

Bill hizo un gesto circular con la mano.

– Bah, entre el 3000 y el 2500 antes de Cristo, es decir, hace unos cinco mil años… Por cierto, aquella copa es más o menos de ese tiempo.

Beth la miró con la boca abierta.

– Es mucho más antigua que nuestra familia -balbució.

Loden soltó una carcajada.

– Es mucho más antigua que cualquiera de nuestras familias o que cualquiera de las batallas o los libros o las obras de teatro que conocemos…

Beth se acercó a la estantería y se detuvo con la cara muy cerca de la repisa sobre la que estaba colocada la copa bajo una campana de cristal. La estuvo contemplando durante un buen rato.

– ¿No tiene usted miedo de que se la roben?

– Pues… sí, claro. Podría ocurrir. Pero los cerrojos de la puerta son muy sólidos y, en cualquier caso, todas las noches metemos la copa en una caja de seguridad. No me hago ilusiones sobre su inviolabilidad… pero… me basta con que los ladrones tarden un poco en abrirla, y con algún esfuerzo además, y aquí estaría yo o mi mujer o uno de mis hijos con una enorme escopeta de cañones recortados, dispuestos a acabar con los malos. -Sacudió la cabeza-. Bueno -añadió con resignación-, estas cosas pasan de todas formas. Por eso la prima del seguro es tan cara. Claro que, en cualquier caso, una copa como ésta sólo tendría salida en una subasta especializada y allí pillaríamos al ladrón.

– La Beth se tomó el descubrimiento del museo de Bill Loden como si hubiera sido la conquista del nuevo mundo -dijo Tono-. Rara vez se ha visto un entusiasmo científico semejante. Tanto, que se lo acabó transmitiendo a Love.

A Love, en realidad, le aburrían los pedruscos, le parecía que aquellos objetos inanimados, burdos y rotos, cuando no medio desintegrados, merecían menos atención que la más humilde de las flores. Una flor nacía como un botoncito asomando de la tierra, se desarrollaba y crecía hasta convertirse en una maravilla de pétalos de colores y de delicados olores. Una piedra era… una piedra, aunque Bill Loden hubiera tenido que excavar profundo profundo para sacarla como si se tratara de un tesoro y luego la pusiera en una hornacina. Una flor vivía más en un solo día que cualquier piedra de esas de veinticinco millones de trillones de años. De eso estaba segura.

– ¿Te gusta el museo del tío Bill? -le preguntó su madre un día.

Love estuvo callada unos segundos intentando decidir.

– ¿Eh? -insistió Beth con suavidad.

Por fin Love asintió lentamente y en un susurro añadió:

– Me gusta el museo del tío Bill. Tiene piedras viejas de millones de trillones de años.

XIV

Lo primero que descubrió Beth en una de las habitaciones remotas de El Mirador a los pocos momentos de instalarse en la casa, fue un gran baúl de cuero verde con una cerradura redonda de latón que se asemejaba a un pequeño reloj de péndulo; dos cinchas de cuero marrón lo aseguraban aún más, cerrándose las hebillas de metal negro sobre la tapa superior. En letras doradas pintadas sobre la tapa, aunque difuminadas por el tiempo y descoloridas por cercos de humedad, figuraba la inscripción Prinz Carolus, y debajo en más pequeño, S.A.I. y R. El P. C. De M-P L.

Beth había preguntado en seguida qué contenía el baúl aquel a una de las dueñas de El Mirador que había acudido a hacerle entrega de la casona.

– Ah, nada -había contestado ésta-. Son papeles del príncipe sin clasificar, cartas, borradores, dibujos, cosas así. Antes estaba en el vestíbulo de entrada, pero como molestaba, lo subimos aquí. Lo vamos llevando todo poco a poco a La Punta y lo montaremos allí como un museo en cuanto tengamos terminada la biblioteca, pero de momento, si no le importa, lo dejaremos aquí.

Un museo, pensó Beth.

– ¿Qué quieren decir estas letras?

– Prinz quiere decir príncipe, claro, y las letras de abajo las debieron de añadir en España puesto que son las iniciales de su título en castellano: su alteza imperial y real el príncipe Carolo de Meckelburgo-Premnitz Lorena.

– Vaya… ¿Puedo abrirlo?