– Claro, no está echado el cierre. Ábralo si le apetece y lea lo que pueda.
Fue una desilusión. Nada de lo que había dentro del baúl, aparte de unos manteles bordados que olían a naftalina y un chaquetón marinero lleno de manchas, le era inteligible: de entre los papeles y documentos amontonados sin orden en una de las bandejas del baúl, las cosas escritas a mano que podían leerse estaban en idiomas que ella no alcanzaba a comprender y las demás, la mayor parte, ni siquiera habría llegado a descifrarlas por más que se hubiera aplicado a ello, que en todo caso habría sido poco. Había, eso sí, dibujos curiosos de árboles y plantas, de hombres de raza negra y pelo abundante y crespo o de otros vestidos de uniforme cosaco, torsos de mujeres desnudas que parecían nativas de alguna isla del Pacífico, playas con palmeras y casa de paja, planos de palacios rodeados de sauces, el Seepferd, el yate del príncipe, pergeñado a plumilla con gran detalle; poemas siempre firmados por Carolo y, entre otras muchas, una carta ilegible, escrita a dos columnas con un dibujo en el margen de una de ellas que la hizo estallar en una alegre carcajada.
– Esto sí que lo conozco -dijo en voz alta-, vaya con el príncipe.
Era un dibujo a plumilla de un magnífico pene en erección.
Le preguntó a Dan el sueco si era capaz de descifrar lo que ponía en la carta. Pero, claro, se había equivocado de técnico.
– ¿Qué quieres? -preguntó él-. ¿Una lección de anatomía comparativa? Mira, acércate que te lo explique. No al papel, mujer. A mí. -Y rió con fuerza-. Nada, chica, que yo de esto no sé. Vamos, que de mi aparato sí entiendo, de los de los demás, ni palabra, y por lo que hace al texto escrito por este maricón, nada. ¿Cómo quieres que sea capaz de leer esta carta si apenas sé leer el sueco? Esto estará en francés o en mallorquín… qué sé yo.
Augustus, en cambio, sí estuvo dispuesto a explicarle lo que ponía en la carta.
– Bueno, es una historia bastante conocida del príncipe, que era un pícaro. Una vez, en Venecia, se encontró con el hijo de un gondolero… Salvatore Picólo se llamaba… un chico muy guapo, de al parecer blanquísima dentadura y lánguidos miembros. Fue un flechazo y la historia duró años. Se veían muy de vez en cuando, a escondidas para evitar un escándalo, en pequeños hoteles discretos, en Venecia, en Genova, incluso aquí. Picólo le escribía unas cartas incendiarias, siempre en italiano, que era el único idioma que hablaba, y ésta es evidentemente una de ellas… Espera… Intentaré leer algo de ella… Verás -dijo, acercando la carta a la luz-, na, nana, na… sí, aquí… «al instrumento que tanto le gusta», se refiere a este que tiene dibujado al margen, «de arriba abajo y lo veo tan bello que no consigo hacerlo bajar»… y aquí ya no sé lo que dice más… espera, verás, la segunda columna esta dice: «Otro deseo mío sería poder comprarme una bicicleta, pero mis finanzas no me lo permiten; si usted, queridísimo Carolo, fuera tan amante y me la pudiera comprar, le estaría»…, ta, ta, ta, aquí no hay nada más de interés, ¡ah, sí!, esto te va a encantar, con lo que a ti te gustan estas cosas. Verás: «Sé que los dos deseamos que llegue el momento de podernos unir en uno de esos abrazos tan queridos, tan íntimos, y de gozar de ese éxtasis que sabemos crear el uno dentro del otro cuando estamos juntos.» -Levantó la vista del papel y miró a Beth.
– Caramba con el príncipe -dijo Beth con picardía. Después, poniéndose seria-: Pero ¿no hay nada sobre la rama Lorena? -¿En estos papeles? -Sí, aquí, en todo esto.
– No, que yo vea. Así, a primera vista, no. Claro que hay mucho más -dijo, levantando con una mano un fajo de documentos que apenas sería la décima parte de lo que podía verse amontonado en el fondo del baúl. -Bueno, ya miraremos más despacio. De todos modos, por mucho que dijera y aparentara lo contrario, a Beth no le interesaba gran cosa seguir buceando en los orígenes de las familias imperiales austro-húngara y alemana. El esfuerzo académico requerido se le hacía excesivo, aburrido por demás. Y, en cualquier caso, nada de aquello la estimulaba lo suficiente: para qué quería ella conocer a fondo la historia de los Meckelburgo si lo único que necesitaba era discurrir la mejor manera de aprovecharla en beneficio de sus intereses. A lo sumo, debería conocer con cierto detalle las minucias de la genealogía para impresionar a quienes estuvieran dispuestos a dejarse impresionar, que eran la mayoría. Por lo demás, nunca había tenido la constancia indispensable para dar secuencia lógica a sus propósitos. Nada más alcanzar el límite intuido de lo preciso, se detenía. Le bastaba con que lo que tenía fuera el mínimo indispensable. No es que fuera tonta; era simplemente una vaga que disponía de un formidable instinto para las cosas esenciales. Sabía que cuanto más sencillas, más verosímiles: la gente era muy crédula y estaba preparada para creer cualquier historia que le fuera servida con un mínimo de adorno, sobre todo si se trataba de un cuento de hadas o de invenciones semejantes.
– No, si ella se puso a vivir en El Mirador como una princesa -dijo Tono-. No sabes. Bueno, una casa con capilla, con un jardín enorme…
– Hombre -interrumpió Guillem-, tampoco es que se montara como la reina del cotarro… Siguió haciendo su vida normal… Todo esto que decís de sus ínfulas y tal, yo no sé dónde lo veis, la verdad. Sois unos exagerados.
– A mí, la verdad, me da igual lo que hiciera -dijo Carmen-. Lo que me asombra es que pudiera montarse de la forma en que lo hizo. Incluso para el pueblo, aquello requería bastante dinero. No sólo el alquiler, sino, en fin, vivir, mandar a la niña al colegio, viajar, luego mandar a la niña al extranjero… bueno, el peso de los gastos era mucho, ¿no os parece?
– Una hetaira, nest-ce pas? -dijo Juan Carlos con énfasis lánguido-. Una poule de luxe, la más antigua profesión del mundo aplicada con excelente criterio económico al afán de ahorro. Pienso que Beth organizó su vida profesional con mucha cabeza. De ahí sale todo.
Guillem se mordió el labio inferior y pareció a punto de intervenir para rebatir con energía tanta maledicencia, pero vio que la Pepi se encogía de hombros dando a Juan Carlos por imposible y desistió.
– Pendoneo, sí -rebatió, sin embargo, Tono-. Pero tanto como que montara una casa de putas unipersonal, me parece una exageración. Es no conocer a la Beth.
– ¡Pero si tú mismo lo dices! ¿De dónde, si no, se sacaba el dinero para hacer todo lo que hacía? -Juan Carlos sonrió con suficiencia-. Una industriosa banquera del amor…
La casa de El Mirador constituyó un cambio radical en las vidas de madre e hija, un paso inesperado en la escalera de acceso al éxito. Fue afortunado que Beth llegara a enterarse de que las dueñas del casón estaban hartas de tenerse que ocupar de él sin llegar a vivirlo nunca después que se hubieron casado; los maridos no querían ni oír hablar de un posible traslado desde Palma hasta la costa norte (aunque sólo se tratara de cortas estancias de vacaciones) y menos aún a un viejo palacio mal amueblado y lleno de goteras, humedades, tejas desprendidas y corrientes de aire, heladoras en invierno. Bastante tenían con intentar restaurar La Punta, el palacio más elegante de los dos del príncipe, situado estratégicamente a medio camino entre el pueblo y El Mirador sobre un acantilado espectacular que acaba hundiéndose de forma vertiginosa en una rada bellísima y semicircular conocida con el nombre de la cala del Mirador. Desde el promontorio de La Punta se divisa toda la costa, kilómetros y kilómetros de montes azules bañándose en el mar, hasta la mismísima Dragonera. Allí, en la cala del Mirador, atracaba con su propio yate la emperatriz Sissí cuando venía a Mallorca a visitar la isla y, con menos entusiasmo, a este primo lejano y aburrido, el príncipe Carolo.
– Una histérica -dijo Carmen-, mucha Sissí y mucha película con grandes bailes, pero era una histérica: hacía poner una sábana en el suelo de su camarote para que la peinara su dama de compañía y luego le hacía recoger los pelos que se le habían caído y los contaba; si eran más de diez, armaba un escándalo.