– Pues sí -dijo Juan Carlos-, sería así, pero ella sólita había aprendido griego moderno y traducía Hamlet…
– Ya, y se paseaba con un secretario contrahecho que ése sí que era griego y se reía de él porque estaba enamorado de ella… Una bruja -concluyó Carmen.
Pues bien, «a lo que vamos», interrumpió Tono, los maridos de las dueñas de todo aquello estaban conformes («a regañadientes», intercaló Carmen) con gastarse el dinero restaurando La Punta y tal vez incluso con montar allí un museo del príncipe para uso de turistas, por más que les pareciera ridículo pensar que forasteros llegados de allende los mares quisieran recorrer esta costa tan bella como inhóspita, cruzada por carreteras peligrosas, polvorientas y zigzagueantes.
¿Pero El Mirador? ¡Una ridiculez! ¿Para qué iban a gastar tanto dinero en unas ruinas?
Y así fue cómo Beth, vestida con sus mejores galas y acompañada por un Augustus encorbatado y con zapatos de lazos en los pies en lugar de las usuales alpargatas y por un Bertil tocado con su impecable bombín, llegó a obtener El Mirador en alquiler a bajo precio con la sola condición de reponer las tejas que faltaban y arreglar algunas grietas.
– Caramba -dijo Tono-, hoy tampoco no deja de asombrar que se dieran en alquiler casas como El Mirador, llenas de muebles buenos, de recuerdos de un tipo como el príncipe, objetos de su yate, sextantes y eso, anteojos, catalejos… dibujos suyos, cartas, una biblioteca entera… hasta una reproducción a escala del Seepferd, que tenían colgada de la pared del salón… aunque me parece que las dueñas pronto se la llevaron a La Punta. Pero, ¿sabes?, ni siquiera hicieron un inventario de lo que había en la casa cuando se la dieron a la Beth.
– Vaya -dijo Carmen-, es que entonces no se valoraban tanto las cosas…
– íCómo que no! -dijo Francisca.
– … no se valoraban tanto las cosas -prosiguió Carmen, como si no hubiera oído-. Pertenecían a una casa y era tal que si las hubieran encolado a las paredes y a los suelos.
– Me parece, plutót, que nadie se daba aún cuenta entonces de lo que podían llegar a valer aquellos objetos -afirmó Juan Carlos desde el fondo del sillón.
Augustus, una vez que se hubieron quedado solos en la casa Beth, Bertil y él, miró a su alrededor con verdadero asombro.
– Me parece que esta gente no sabe lo que tiene aquí. -Se acercó al gran aparador que había en la pared del fondo del vestíbulo de entrada, alargó una mano y levantó un plato de delicada porcelana-. Meissen… Meissen, Dios mío. Un plato sopero de una vajilla que seguro andará por ahí. Mirad -añadió y, volviéndose hacia los otros dos, se apoyó el plato contra el estómago, sosteniéndolo por debajo con las dos manos abiertas.
Beth y Bertil se acercaron e inclinaron las cabezas para verlo mejor. El borde del plato no era perfectamente redondo, sino que siendo el objeto por completo circular, sus lados tenían pequeñas aristas relucientes; a todo su derredor había sido pintada una finísima raya de oro. En el centro había una rosa rosa, detrás de la que asomaban otras pequeñas florecillas. En los lados, divididos en doce porciones iguales, había más flores y hojas de un verde muy pálido y, de vez en cuando, una abeja diminuta que parecía andar hacia aquellos golosos pistilos.
Augustus levantó el plato y lo puso a contraluz de la puerta de entrada. Poco faltaba para que fuera casi perfectamente transparente. Beth lanzó una exclamación de sorpresa.
– ¡Cielos! -dijo.
– Es la casa del tesoro -añadió Bertil-. Aquí hay cosas que producen verdadera maravilla…
Beth se pasó la mano por la cara.
– ¿Creéis que las dueñas saben lo que hay aquí?
– ¿Quieres decir que si se darían cuenta de que falta algo, si echarían en falta algo de todo esto si desapareciera? -preguntó Augustus, mirándola con cara de sorna. Sonrió-. Me parece que te sorprendería comprobar cómo recuerdan cada una de las cosas en cada uno de los sitios en los que están. Son años de no verlos de puro verlos. Si faltara algo, creo que se produciría un hueco en el aire. ¿Eh?
Beth se encogió de hombros.
En el jardín, Love corría entusiasmada detrás de una mariposa de tan vivos colores que se hubiera dicho una flor dotada de vida y movimiento.
– ¡Venid! -gritó en mallorquín a la Pepi y a Francisca-. ¡Corred! Come! -Desde entonces, la impaciencia siempre le saldría en inglés.
Sus dos compañeras de juegos, al principio, se hicieron las remolonas porque, con diez y once años, les parecía demasiado infantil esta aventura de perseguir mariposas por un jardín, como si fueran idiotas. Pero Love se detuvo, giró en redondo y con las manos en jarras miró a la Pepi y a Francisca con una seriedad madura. En aquella carita tan pálida había tal fastidio, tal aire de superioridad, un mohín de impaciencia, un juego de miradas hecho de parpadeo y cejas fruncidas, que a las dos niñas les dio pena no hacer caso.
– ¿Pena? -dijo Carmen-, ¿pena? Yo estaba en el porche y recuerdo la escena como si la estuviera viendo ahora… y la recuerdo, no creáis, porque era la primera vez que Lavinia imponía así su voluntad con su aire de mosquita muerta… Estas dos tontas la siguieron como corderitos y se pusieron a perseguir mariposas… bah. Y desde entonces, todos como corderitos, a lo que la Love dispusiera y mandorroteara. Pero ya para siempre, ¿eh?, hasta hoy.
– Bueno -dijo Guillem-, la verdad es que era muy mandona, así a la chita callando, pero a mí no me importaba porque siempre tenía razón y organizaba las cosas mejor que nadie.
La Pepi puso los ojos en blanco.
– Lo que puede el amor, Guillem. Caramba, que nos mandorroteaba a todos y nos dejábamos. Yo creo que ella tenía una… un…
– Un instinto -aclaró Juan Carlos, sin dejarla terminar.
– … eso, un instinto. -De pronto la Pepi se volvió a mirarlo, frunciendo el ceño-. Oye, tú, literato, a mí no me des lecciones de vocabulario como se las das a Tono, que es medio bobo. Fíjate que yo estaba por decidirme entre instinto y habilidad asumida para imponer su voluntad. ¿Te parecen conceptos filosóficos viables? De modo que no necesito que nadie me ayude a decir lo que pienso ni me sugiera palabras como si fuera una analfabeta. -Juan Carlos levantó una mano, sonriendo-. Bien, pues instinto… instinto para encontrar la mejor manera de hacer que la gente la obedezca… haga lo que quiere, vamos. Siempre ha sido igual. -Miró a Tono-: Acuérdate del almuerzo famoso de la preboda…
– Me acuerdo muy bien.
– Pues eso. Allí estábamos todos con los ojos como platos y entre Love y su madre nos manejaron como si hubiéramos sido una pandilla de subnormales.
– Hombre, Pepi, es que estábamos asombrados… nos quedamos sin habla y ellas se llevaron el gato al agua.
– ¿Habláis del aprés-boda como del aprés-ski? -preguntó Juan Carlos, por hacer una broma.
– No seas imbécil -le dijo Carmen-. Claro, tú no estabas aquel día y no te enteraste de nada. Es pre-boda, antes de la boda, no aprés nada, que eres un cursi y además te da rabia habértelo perdido.
– ¿Y?
– ¿Y, qué?
– Que qué pasó.
– Todo a su tiempo.
XV
El cuarto amante de Beth fue Hans musculillos, y de no haber sido por su afición a la violencia, hubiera pasado por el pueblo sin pena ni gloria y sin durar gran cosa en la cama matrimonial de El Mirador.
No era un personaje atractivo o que cayera simpático, aunque nadie le negaba una cierta belleza animal, de varón ario, con el pelo muy negro y la barba cerrada arrancándole por encima de las mejillas, casi desde las ojeras, el mentón firme y gran armonía y fortaleza de miembros. Malo era que el alcohol le hiciera perder el control de tal modo que hasta en una ocasión le arreó desde detrás una patada al mulo de Ca'n Negre, que se la devolvió con igual mal genio aunque con muchísima más fuerza. Le rompió el brazo y poco faltó para que le reventara el bazo; Hans musculillos estuvo una semana en el hospital y cuando salió a la calle había aprendido la lección: nunca más volvió a pegar a un animal que fuera más fuerte que él.