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– Vaya -dijo Tono, riendo-, de cuatro o de dos patas… porque, como buen bestia, era bastante cobarde. Hombre, a veces calculaba mal la fuerza del adversario, sobre todo cuando estaba borracho, y se enzarzaba en peleas que no ganaba, como con Apostólos el griego, el bueno de Apostólos, que parecía chiquito pero era puro nervio y le acabó dando hasta que se cansó. Siempre andaban a la greña aquellos dos. Pero las peleas que tuvo con la Beth, ésas las ganó todas…

– ¿Y Beth cómo se aguantaba los palos?

– No sé. Es muy raro, desde luego. Yo no le encuentro explicación, qué quieres que te diga. La Beth siempre me había parecido una persona normal… bueno… dentro de lo que es el pendoneo, más aficionada a una buena juerga sin complicaciones que a una historia como ésta en la que lo único que ganaba eran moretones sin cuento…

– Hans musculillos era alemán, ¿verdad? -preguntó Francisca.

– ¡Qué va! -dijo la Pepi-. Usaba el nombre aquel, Hans, porque había vivido en Alemania, pero él era turco… Cluglúglu o algo así se llamaba. Lo que pasa es que vivió mucho cerca de Stuttgart como gastarbeiter, trabajador emigrante -aclaró para los demás-, y así fue como se europeizó… Que yo sepa, hizo mucho dinero colocando vallas en las autopistas alemanas, ya sabes, las que se ponen para separar el carril de ida del de venida… ésas en las que se dejan las manos los motoristas cuando se caen en un accidente… ésas. Me contaron que era capaz de colocar y atornillar hasta un kilómetro al día, él solo, sin ayuda de nadie…

– Bueno, las cosas que sabes -dijo Carmen-. ¿De dónde las sacas?

– Toda buena comadre tiene fuentes impecables que nunca revela -sentenció Juan Carlos.

– No seas idiota. Me lo contó la propia Beth.

Hans musculillos apareció una tarde en La Fonda, acodada a una de cuyas mesas Beth leía un libro de versos de Liam Hawthorne.

– Yo creo que si llega apestar Dan el sueco -dijo Carmen-, no habría tenido ni una sola oportunidad de ligar con Beth. Lo malo es que Dan llevaba dos semanas ausente… en un viaje a Marsella, creo… y no estuvo ahí para librarla de sus propias inclinaciones. Tampoco estaba Augustus. El único que andaba por el pueblo era David, pero para entonces tenía novia y, en cualquier caso, no le habría durado a Hans ni un minuto.

Hans musculillos ejerció sobre Beth el misterioso encanto de una droga prohibida. Ni ella misma fue jamás capaz de explicárselo. Nunca le atrajo el dolor físico, no había en el catálogo de sus desviaciones sexuales («digamos normales», Juan Carlos dixit) cabida para el masoquismo o para el sufrimiento de cualquier naturaleza.

– Nunca lo entendimos -dijo Tono-. Debió de ser un amante extraordinario…

De hecho, Beth se resignaba a las palizas de Hans musculillos como si fuera la víctima de un tosco Doctor Jekyll y un horrible Mr. Hyde, porque les seguían momentos maravillosos en los que la reconciliación estaba hecha de fantásticos juegos de sexo y sensibleros e irresistibles momentos de arrepentimiento en los que Hans, llorando como una Magdalena, desnudaba su alma y se mostraba dispuesto a flagelarse hasta la sangre (en más de una ocasión se arañó profundamente el pecho con las uñas, dejándose la parte del esternón en carne viva y dos veces hasta llegó a hacerse en sendas muñecas profundas incisiones con un cuchillo; «¡me mato si me abandonas!», gemía; pero un torniquete lo remediaba todo), con tal de que ella lo perdonara. Además, la violencia no era un compás de espera de tiempos mejores, no era un hecho aislado que pudiera separarse del resto de la vida, como un entreacto desagradable; formaba parte inextricable del mundo que Beth vivía con Hans. La violencia estaba ahí con el resto de las sensaciones, como el orgasmo o la satisfacción del desayuno y la placentera sensación del agua fresca del mar.

Dos o tres veces en aquellos años Beth tuvo que refugiarse en casa de Augustus, que la consoló y le curó las heridas y hematomas, pero que nunca quiso retenerla, incluso después de que tuvieran un par de explosivos episodios carnales a los que Augustus había dado comienzo frotando suavemente los pechos y el estómago de Beth con un algodón impregnado en aceite de oliva. Beth gritaba de dolor cuando Augustus entraba en contacto inevitable con las partes más doloridas de su anatomía, pero luego le entraba la risa y exclamaba: «¿cómo hacen el amor los puercoespines? Con muchísimo cuidado».

Augustus no comprendía esta promiscua y masoquista faceta de Beth. Le resultaba hasta repugnante: aunque no se lo llegara a confesar jamás, el lado oscuro de la sexualidad -de Beth o de cualquiera- contenía para él elementos de degeneración moral que le recordaban la aniquilación de sus padres en el circo de la depravación dirigido y orquestado por Pamela Gilchrist.

Le obsesionaban los recuerdos de su madre y de su horrible descenso a los infiernos de la demencia. Acostarse con Beth se le acabó haciendo tan atractivo pero simultáneamente tan sucio como la llamada del peor pecado de la carne. Con su capacidad para el autoanálisis, sin embargo, Augustus se comparaba a sí mismo con un seminarista que, después de un espléndido orgasmo provocado por una furiosa masturbación, se arrepiente de su pecado y, convencido de su inminente condena, reza y se flagela sin misericordia. Y entonces le sacudía una risa incontenible y se prometía que en la siguiente ocasión disfrutaría sin dejarse ir a sentimientos de culpa. Ya eran todos lo bastante mayorcitos como para andarse con estupideces.

Dan, por su parte, consideraba a Hans musculillos la encarnación misma del espíritu de la comuna o, dicho con más propiedad, consideraba a Beth encarnación del espíritu de la comuna. Si esa vida era lo que satisfacía a Beth (y a todos), el mundo era libre y cada cual que hiciera de su capa un sayo. Entendámonos: Beth no era patrimonio público del sexo libre en el mundo hippy. Antes al contrario, era como la abeja reina que escoge lo que quiere donde quiere. A Dan le parecía bien porque él, por su parte, se consideraba el abejorro rey y hacía lo que le daba la gana. Por eso Hans musculillos no le planteaba problema alguno; sólo habría problemas si Hans musculillos intentaba por ejemplo oponerse a una relación de Beth con Dan o con cualquier otro. Entonces, finito Hans musculillos.

O, pensaba Dan, podría considerarse la posibilidad de un episodio carnal con Hans, que se le antojaba tan agrio y apetecible como un buen plato de yogur griego. Dos machos cabríos peleando en la cama… Dan el sueco se reía con la ocurrencia. Y por qué no.

Love no era una estudiante cuyos resultados académicos fueran brillantes o cuyo intelecto descollara, pero era aplicada y metódica. Por esta razón fue aprobando los cursos de bachillerato sin altibajos, sin suspensos y sin matrículas de honor. Sus profesores la apreciaban porque era frágil, poco rebelde y apacible y ponía cierta expresión de fastidio cuando las travesuras de sus compañeros de clase se hacían demasiado ruidosas. Entre que le tenían esta simpatía los maestros y que era niña (y el rendimiento académico no tenía por tanto gran importancia), sus obvias dificultades en la escuela fueron solventándose con un empujoncito aquí y otro allá; la asignatura de matemáticas, por ejemplo: la aprobó al final de más de un curso lectivo gracias a que el profesor le explicaba pacientemente el contenido del examen el día antes o incluso le daba como ejemplo los mismísimos problemas que serían objeto de la prueba. «No te olvides de este papel, ¿eh? -le decía-, que igual te viene bien. Y no se lo digas a nadie. Anda, nos vemos mañana.»