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– iUna urna! Me lo encargó la Beth. ¿Te das cuenta? A mí.

– ¿De qué me hablas? -había repetido Tono-. ¿De qué padre de Love me hablas? ¡Nunca ha tenido padre! Bueno, lo que quiero decir es que nunca ha estado por aquí. ¿Y dices que vivía aquí? ¿En la isla? Y nosotros sin saberlo. ¿Desde cuándo? ¡Cómo va a haber venido a morirse sin que ninguno nos enteráramos! Beth me dijo que él era americano, un americano importante, un diplomático…

– ¿Diplomático? Seguro. Ya. Menudo diplomático. Apareció muerto en la plaza Gomila de madrugada, la madrugada del día en que Lavinia se fue a Suiza, precisamente. Fíjate, Beth me llamó a casa nada más volver yo del aeropuerto de despedir a Love. Con mucho misterio. Estaba muy agitada, desesperada, sin saber qué hacer: la habían llamado…

– ¿Quién?

– Y yo qué sé… El caso es que alguien, supongo que alguno de los compañeros de borrachera que conociera su historia, la llamó para decirle que su marido había aparecido muerto y que qué se hacía con él. Resulta, después de todo, que era muy conocido en el barrio, lo llamaban Jin, ¿me entiendes -hizo un gesto de sobreentendido, enroscando el pulgar con el índice de una mano-, porque se llamaba Jim y le daba a la ginebra, ¿me entiendes lo que te quiero decir? -Guillem estaba muy nervioso. Hablaba con atropello y se movía con agitación, dando pequeños saltos de una pierna a otra, hacia atrás y hacia adelante.

– Cálmate, hombre, tranquilízate que te va a dar algo.

– Y cómo quieres que no me dé. Oye, que yo de quien era amigo era de Love y resulta que la madre… Beth… me ha estado tratando como si fuera uno de sus novios, como si fuera Hans musculillos. Tuve que estar allí cuando levantaban el cadáver. Olía horrible y estaba sucísimo y tenía heridas y cicatrices en la cara. ¿Sabes de lo que me he enterado esta semana? -había añadido con precipitación. Y ante el gesto negativo de Tono-: Pues que si no eres mayor de edad, en este país de mierda no haces nada, no te dejan hacer nada, ni firmar un papel, ni encargar un entierro incluso si tienes el dinero… Nada. ¿Te das cuenta?

– Ya. ¿Y?

– Pues que cuando Beth me dijo que su marido había muerto en la ciudad y que era él de verdad porque todos los de los barrios altos lo conocían desde hacía años aunque ella lo había perdido de vista tiempo atrás… que le iban a hacer la autopsia y que algo había que hacer con el cadáver porque ella lo quería mandar a Estados Unidos, adonde estaba su familia… tú me dirás lo que yo iba a hacer… Porque ella me dijo que no sabía lo que debía hacerse, que ella era extranjera y que las leyes aquí eran muy complicadas -Guillem se había llevado las manos a la cabeza- que a los muertos… en fin, qué quieres que te diga. Había que cremarlo, ¡cremar en este país de mierda que con tantas cruces y tantos curas no fríen ni las ovejas!, en fin, cremarlo, meterlo en una urna, mandarlo para Filadelfia, que era de donde eran sus padres y no sé qué del padre y de su dinero y del panteón familiar…

– ¡Panteón familiar! Ya, panteón familiar… -Tono se había quedado pensativo por un momento-. Bueno, claro. Claro, para eso era diplomático… un diplomático venido a menos, ¿no?

– Bueno, eso, ¿te imaginas?, el panteón familiar de un borracho de mierda aunque fuera el padre de Love… Y que ella no tenía dinero para todo eso… porque… porque… todo eso salía muy caro.

– Pero cómo muy caro. Vaya, Guillem, si la Beth siempre ha tenido un poco de dinero cuando le era necesario… o por lo menos nunca le ha faltado para enviar a Love a estudiar a Suiza o a Inglaterra o para viajar ella, ¿no? Se lo sacaba de sus cosas aquí, vaya, de sus pendoneos… Pero el padre, ¿qué hizo todos estos años? ¿Cómo nunca apareció?

Guillem se había encogido de hombros.

– Yo qué sé. Beber en la plaza de España, supongo.

– Qué historia. ¿Por qué no me llamaste?

– Sí te llamé… pero me dijo tu madre que estabas en… no sé… fuera… afinando un piano, y que no volverías hasta ayer.

– Vaya.

– Bueno, al final dio lo mismo porque entre el dinero que puso Beth, algo que le saqué a mi padre, un poco bastante que puso Liam y la ayuda de los Fuster, pudimos resolverlo… Pero ha sido una semana de mierda. Menos mal que el viejo Fuster mandó a uno de sus pasantes a ocuparse de todo conmigo y esta mañana nos han dado la urna con todos los sellos y en un coche de la funeraria nos hemos ido con Beth al aeropuerto a depositarla en Iberia para que se la llevaran a Filadel-fia… ¡Cómo es Beth! Hasta ha echado una lagrimita y todo…

En realidad, dijo Tono, nadie sabía con exactitud lo que movía a Beth, qué pensamientos íntimos decidían sus actos. Parecía, sí, una descerebrada, una ninfómana sin seso que durante los primeros años tenía a Love abandonada en el pueblo mientras ella se divertía bebiendo y fornicando. Y sin embargo, bien mirado, luego resultó que durante todos aquellos años ella tenía un designio claro sobre el destino de su hija: la grandeza, el triunfo social, la consagración final y, más que nada, el dinero.

– Pero ¿y la niña?

La niña era la verdadera incógnita.

Siempre pareció un cervatillo, con los ojos muy grandes, muy tiernos, permanentemente abiertos con sorpresa, la nariz recta y diminuta olfateándolo todo, una medio sonrisa entre distante y alelada en los labios. Y esa piel casi transparente, tan blanca (todavía hoy parece un suave fantasma, con las venas muy azules surcándole las sienes y deslizándose por el cuello hasta desaparecer en el escote, serpenteando por debajo de sus pechos tan pequeños…) que se hubiera dicho untada de harina. «Durante muchos años me dio pena -dijo Carmen-. Una niña así, abandonada, sin puerto. Pero luego se le quitó la inocencia, ¿verdad?»

IV

En la primavera de 1964, la llegada de Beth Trevor acompañada de su hija de tres años no despertó en el pueblo curiosidad alguna y, menos aún, expectación. Era una extranjera más, americana o inglesa, del norte, bah, rubia y guapetona, y no tan joven por eso, que, sin más compañía aparente que la niña, se incorporaba al grupo bastante numeroso de gentes que hacían escala en el primitivo villorrio cuando iban camino de Katmandú a encontrarse con el exotismo y la nueva vida.

Decir camino de Katmandú tal vez sea una exageración de los motivos que impulsaban a tantos a acudir al Mediterráneo, por más que parte sustancial de la diminuta colonia extranjera del pueblo se pasara el día proponiéndose continuar viaje, en fecha imprecisa eso sí, hacia el Nepal, meca de la espiritualidad y la marihuana. Era obvio que en aquellas gentes, oriundas de un mundo económicamente más saneado, mucho más saneado, el descubrimiento de las civilizaciones del sur de Europa, más refinadas pero de menor confort, despertaba ecos viajeros, deseos poderosos de integración en la tierra, curiosidad filosófica acerca del milagro de la subsistencia de sociedades más pobres, mucho más pobres, pero sin duda mejor integradas. «Menudas tonterías decís -murmuró Carmen-; qué filosofía ni qué ocho cuartos.»

«El caso es que en abril o mayo del 64, no lo recuerdo bien -dijo Tono-, llegaron al pueblo la Beth y esta niña, solas. Nadie hizo mucho caso. Dos extranjeros más», añadió, encogiéndose de hombros.

Aunque la circunstancia no sea muy conocida, sí debe consignarse que Jim Trevor, marido de Beth y padre de aquella chiquilla, nunca quiso viajar a la isla y menos aún instalarse en ella. Por esta razón no deja de resultar irónico que fuera precisamente él el responsable involuntario de aquella peregrinación al pueblo.

«Son tiempos malos para América», había afirmado con clarividencia el día en que tomó la decisión firme de marcharse a Europa.