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Muchos meses más tarde, ocho o diez, Beth volvió a escribir a su suegro sin más pretensión, aseguraba, que mandarle una foto de Lavinia, muy mona, enfundada en un discreto vestidito de personilla adolescente que ambas habían comprado en Londres. En una nota aun más escueta que la anterior, Helen Saints acusó recibo de la misiva; sólo que esta vez el encabezamiento era «estimada Beth» y la antefirma rezaba «Louis B. Trevor» y a las iniciales H. S. seguía un «firmado en su ausencia».

Beth sonrió para sí y guardó la carta con gran cuidado en un cajón de su cómoda.

XVI

– Tú me dirás cómo consiguió la Beth viajar aquella primera vez a Inglaterra con un pasaporte español para ella y otro para Love… -dijo Carmen.

– … en el que, además, ponía De Lorena en vez de Loring o Trevor, que era lo que, en cualquier caso, tenía que poner -añadió Juan Carlos-. Cherchez lafem-me -precisó luego a guisa de aclaración.

– Os lo voy a explicar -dijo Tono-. ¿Os acordáis de aquel comisario Pérez de León o Gómez de León que era el de extranjeros en Palma?

– Ni hablar -interrumpió Juan Carlos-. Los pasaportes los daba el gobernador civil y no un comisario de policía. Por ahí no vas bien, Tono. Que eran los tiempos de Franco y nadie se atrevía a mover un dedo no se lo fueran a arrancar.

– Espera, atiende. Te juro que es verdad que la Beth se acostó con el comisario este. Lo que yo te diga. ¿No te acuerdas, Carmen? Un tipo grande, renegrido, con un bigotazo y oliendo a picadura. Siempre llevaba un jersey de manga corta debajo de la chaqueta, invierno o verano. Pues fue a él al que le sacó el pasaporte. Lo que yo te diga. ¿Tú no sabes lo que podía un comisario precisamente en tiempos de Franco, hombre de Dios? Fue a él. Al Pérez de León este o Gómez de León… En estas cosas siempre ha podido más un mindundi que un ministro.

– Vaya -dijo la Pepi.

Aquel verano en que había cumplido los 14 años, Love viajó a Londres con su madre. Ambas utilizaban el pasaporte australiano de Beth Loring, que era el apellido que constaba en el documento.

Durante muchos años, los ciudadanos del primer mundo, con aquello de que eran de tez blanca y de pelo casi siempre rubio (lo que no deja de inspirar gran confianza a todo el mundo), pudieron hacer toda clase de trampas y tener varios pasaportes a la vez, simplemente porque se les suponía la buena fe. ¿Cómo iba un ciudadano temeroso de Dios y respetuoso con la ley de los hombres pretender engañar a éstos y aprovecharse de ellos?

Gracias a esta convención de honradez ciudadana y sólo de momento, Beth tenía un pasaporte americano por su matrimonio y uno australiano por su nacimiento. Y se proponía adquirir cuantos fueran necesarios para construirse el pasado que debía legar a su hija.

Otra de las libertades de que disfrutan los anglosajones (blancos de pelo rubio o, como se definía Peter Ustinov, rosados de pelo ralo, lo que le costó un disgusto la primera vez que fue a Estados Unidos, por ser «rosa» el término con el que se describía a los comunistas en la era del macartismo) es la de cambiarse el nombre con una simple declaración ante notario.

Beth lo tenía todo bien pensado. Llegarían a Londres dos semanas antes de reunirse con Augustus (con quien habían quedado citadas para que las presentara en el colegio), tomarían hora con el cónsul australiano y en ese mismo acto Beth solicitaría por las dos, aportando el documento acreditativo de su patria potestad y custodia de la niña (suscrito y obtenido años atrás, al poco de llegar a Mallorca con Jim, ante el cónsul americano), un cambio de apellidos y, en el caso de Love, el cambio de su nombre de pila.

Nada más fáciclass="underline" quince días después debían recoger sendos pasaportes australianos (sendos, ahora) a nombre de Elizabeth de Lorena y de Lavinia Meckel de Lorena. La discreta publicación en los periódicos del cambio de filiación y datos, name changed by deed poll (nombre cambiado por declaración notarial, una precisión que sólo estudiaban la policía y los muy maniáticos del linaje, el engaño o el timo), no debía crear problemas a Lav a la hora de resolver su vida en el futuro, lejos de Inglaterra y de Australia.

Meckel y no Meckelburgo, Beth lo tenía todo pensado para que nadie en Europa pudiera acusarla de usurpar un apellido principesco conocido. Se da, además, la circunstancia de que el apellido Merkel (no Meckel, eso sería demasiado) es bastante común en Adelaida, capital de la que Beth era oriunda, ya que pertenece a una gran familia de artesanos de la madera procedentes de la Selva Negra y emigrados a la parte meridional de Australia durante el último tercio del XIX. Desde el principio del siglo XX una rama de la familia se había dedicado con éxito notable a la construcción de barcos deportivos y, por más que los veleros de competición tuvieran ahora su casco construido con materiales que tienen poco o nada que ver con la madera, aquellos descendientes seguían unidos con provecho al mundo de la navegación. Incluso Michael, el pequeño de los Merkel, tataranieto del patriarca de Baden-Baden, era steward del Real Club de Yates de Adelaida. En fin, a lo que vamos: Michael era primo remoto de Beth (remotísimo en realidad, puesto que el contacto entre ambos se limitaba a una única ocasión durante un baile en el club seguido de un episodio tumultuoso aquella misma noche) y, como aseguró ella con singular decisión, las onomatopeyas son las onomatopeyas.

¿Engaño deliberado o encaje confortable de apellidos aprovechando sonidos semejantes, una casualidad favorecida por la ignorancia? El cambio de nombres realizado por Beth en Londres indicaría más bien lo primero, pero su esnobismo de analfabeta práctica tiene por fuerza que despojarla de toda mala fe. O de casi toda. Porque, conociendo a Beth, se hace muy cuesta arriba creer que en su ánimo (algo primario para estas cosas de la genealogía) anidara otra intención que la de adecuar sin más unos apellidos ilustres a lo que ella estaba convencida que era su historia familiar o, mejor dicho, la historia de su familia en Europa. Es cierto, por otra parte, que un relato tiende a simplificar las explicaciones y las circunstancias. Explicaciones y circunstancias que se hacen más complejas, más enrevesadas en el caso de Lavinia.

La niña estaba tan contenta con su pasaporte, exclusivamente suyo, su nueva seña de identidad personal y propia, que no le hubiera importado que en él apareciera su nombre como Agripina Rolo (tardó un tiempo en discurrirlo y cuando lo hubo hecho, rió a carcajadas por primera vez en su vida). Hasta habría aceptado figurar con 13 y no 14 años de edad, tal era el orgullo que le producía esta primera muestra de personalidad separada e independiente de su madre.

Siempre recordaría la experiencia inolvidable de estos quince días pasados con su madre sin tener que compartirla con nadie. Su felicidad fue completa, atenta, detallista, tal que si hubiera de atesorarla para tiempos futuros más inciertos. Y como para Beth, éste no era el Londres de once años atrás, sino uno más luminoso y, desde luego, menos pesimista, su talante fue encantador durante toda la estancia de ambas.

Hicieron de todo: comprar locamente en decenas de tiendas, visitar museos (no muy divertido), ir al cine y al teatro (aunque esperarían a Augustus para ver su obra en el Adelphi), comer en restaurantes, beber cerveza en los pubs, aun cuando a Lav por su corta edad no le sirvieran bebidas alcohólicas, pasear por el parque que tanto había desazonado a Beth una década antes, bañarse juntas en la bañera del pequeño hotel de Knightsbridge y aliviar los pies tan doloridos por las caminatas, tomar el tren para visitar Cambridge, navegar por las esclusas del Támesis, reír locamente sin motivo…

Lav fue absolutamente feliz, sin una sombra que empañara esta alegría, sin que un momento de melancolía o de tristeza o de añoranza fuera capaz de distraerla de este objetivo de disfrute completo y sin trabas con su madre y en una ciudad en la que nadie conocía a Beth. Todavía hoy es su recuerdo más hermoso, más tierno, más luminoso.