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– Desde luego volvió cambiada -dijo Tono.

– Era otra persona, sí -apostilló Carmen.

– Vaya, que era como una señorita. Se había convertido en una señorita… El verano del 75, lo recuerdo bien.

– El año en que murió Franco -dijo Juan Carlos, moviendo la cabeza de arriba abajo, como si se tratara de un axioma de gran calado sociopolítico.

– ¿Y qué? -interrumpió la Pepi-. Como si la muerte de Franco nos hubiera cambiado la vida a todos…

– Sólo he dicho que fue el año en que murió Franco, Pepi. No le saques más punta. Era una constatación de hecho para ponerlo todo en su perspectiva histórica.

– Lo que te quiero decir es que tu perspectiva histórica es irrelevante, ni falta que hace. Love volvió de Inglaterra completamente cambiada y eso es lo que importa. Podía haber sido el 45, el 85 o el 2005. Franco no tuvo nada que ver en el cambio de personalidad de Love.

– Vale, vale -dijo Juan Carlos en tono conciliador, pillado in fraganti en su pedantería. Y no lo pudo evitar-: Qa suffit, no hablemos más de ello.

– Y a la colonia extranjera le traía al pairo la vida y milagros de Franco y, desde luego, su muerte -dijo Carmen-. Que yo recuerde, y era yo bien pequeña, Dan el sueco fue el único que descorchó una botella de champán y se la bebió a solas, brindando al monte, el día en que murió Franco.

– Hombre, por lo menos recuerdo que Beth, cuando murió Franco, dijo que se avecinaba una catástrofe y que España iba a caer en las garras del comunismo, n'est-ce pas?

– Sí que es verdad que lo dijo. Yo también lo recuerdo. Dios sabe de dónde se sacaría aquello. De algún periódico de derechas inglés, supongo. Era una descerebrada. Lo habría oído por ahí. Pero nada. Ni Franco ni historias. En el pueblo ni se enteraron. Y los extranjeros, menos. Pues sí que andaban buenos de cultura política ésos…

– Bueno, no os peleéis -dijo Tono-. El hecho es que no sé lo que pasó en Inglaterra aquel verano, pero Love vino irreconocible… como si se hubiera construido una vida nueva, ¿sabes?… como si trajera algo dentro, distinto de lo que llevaba cuando fue para allá. Antes era una chica del pueblo, igual que si hubiera nacido aquí. Y ya no… ¿entiendes lo que te quiero decir?

(Augustus habría dicho que Love se había integrado en los propósitos de Beth. Pero había más.)

– No, no. Love volvió radiante -afirmó Guillem.

– Huy, radiante -exclamó la Pepi con burla-. Ha dicho radiante.

– Bueno… Pues no sé de otra forma de decirlo. Volvió así, pues volvió así. Radiante.

– Eso ya lo hemos dicho -dijo Carmen.

– Lo que quiero decir es que había cambiado físicamente. Había crecido… qué sé yo… le habían salido piernas -rió-, y… y…

– … tetas-dijo Tono.

– Bien, vale. Pues, tetas… Estaba guapísima… Su madre había comprado en Londres una cámara, una Leica, todavía la tiene Love guardada en una estantería del salón, y le había hecho muchas fotos en Hyde Park y por ahí con unos vestidos nuevos que estaban de moda.

Estaba guapísima. Todavía guardo una foto que me dio nada más volver…

– ¿Y por qué te la dio a ti? ¿Eh? -preguntó Carmen.

Guillem se encogió de hombros.

– No sé, yo qué sé… aún me acuerdo de que me la dio al día siguiente de volver, en el museo de Bill Loden.

– Es verdad -dijo Tono, dándose una palmada en el muslo y mirando al cielo para recordar mejor-, que al final de aquel verano estuvisteis todos trabajando en una excavación de Bill arriba en lo alto de la montaña. No sé qué había descubierto… un talayote del neolítico, del megalítico, yo qué sé… pero allí encontró una tumba de lo que parecía ser un rey importante, llena de objetos funerarios o de cosas de cada día, tampoco no sé…

– Claro -exclamó la Pepi-, sacaron todo aquello en los periódicos ingleses. En un artículo del Times que se llamaba algo así como Bill Loden y su brigada de pequeños expertos…

– Cómo que sacaron -dijo Carmen-. Aún guardo el recorte en mi álbum. Por lo visto era un descubrimiento prehistórico fundamental para fijar la edad de las civilizaciones mediterráneas. El «talayot de Mallorca»… Salimos todos en la foto con cara de tontos, ya sabéis, firmes, con las manos al costado como en una revista militar, en fila, del más alto al más bajo -rió-. íbamos con alpargatas y pantalón hasta la rodilla que parecíamos del siglo pasado… Bill sonreía y tenía en la mano… no sé… una copa o un cuchillo, algo así, no me acuerdo bien, tengo que mirarlo.

– La punta de una flecha -dijo Guillem-. Era la punta de una flecha. De ónix, sí. Y además, la única que no estaba en orden de altura ni firmes era Lav. Se había colocado al lado de Bill y estaba un poco apoyada en su brazo…

– … como si la flecha aquella la hubiera descubierto ella -dijo Juan Carlos con sorna-. Quel culot.

– Qué bobada. Es la única foto que hay de Lav antes de casarse en la que está sonriendo. Siempre estaba tan seria… A lo mejor a ti te parece que ella estaba apropiándose del descubrimiento, pero no es así. Lo miraba porque había participado en los trabajos igual que todos nosotros. Qué empeño tenéis en descubrirle malas intenciones a todo lo que hacía la pobre Lav, caramba.

– Venga, Guillem -dijo Francisca, que llevaba un buen rato en silencio-, que Lav no podía hacer nada mal, anda: según tú, escupía oro.

– No es eso. Para nada. Es que sólo le veis maquinaciones y complots.

Y era bien cierto que Lavinia había cambiado durante aquel verano del 75. Había estirado y al mismo tiempo todo el físico se le había moldeado, perdiendo las aristas patosas de la infancia, la estructura incómoda de la niñez malencajada en la preadolescencia. Se hubiera dicho que la habían esculpido nuevamente haciéndole un molde de cera caliente para así darle la armonía y suavidad de un cisne. De cera caliente blanca, claro, porque lo único que no había perdido ni perdería nunca Lavinia era la calidad casi transparente de la piel, esa manera traslúcida de moverse y de no tostarse al sol y de vagar como un espíritu de sonrisa melancólica.

Su regreso al colegio en el otoño fue casi incongruente, una delicada señorita de la aristocracia rodeada de paletos. De pronto, Lavinia parecía mayor que lo que correspondía a su edad. Puede que Beth la hubiera enviado al colegio inglés antes de tiempo, como había opinado Augustus. Pero es que la madre tenía prisa respecto de la hija, prisa por formarla, prisa por prepararla, prisa porque estuviera lista para orientar su vida cuanto antes. Y no parecía que hubiera salido demasiado mal la experiencia.

Lavinia no había hecho comentarios sobre el verano. Su estancia en el Sacred Heart había satisfecho a las monjas (y así lo habían manifestado en una encendida carta de aprobación) y, sin duda alguna a juzgar por los resultados externos, a Beth. Pero Lavinia seguía siendo un misterio: no parecía padecer ni sentir. Sólo su trasformación física explicaba los efectos del paso del tiempo, y los de la disciplina de la elegancia y el barniz de una culturilla superficial aunque hábil se reflejaban en su cambio de apariencia y porte.

Un día, al poco de regresar de Inglaterra, Beth sorprendió a Lavinia leyendo los papeles del príncipe que habían quedado en el baúl de la casa de El Mirador. Estaba rodeada de libros y tratados de historia centro-europea y escudriñaba las páginas de una enciclopedia histórica. Tenía delante un bloc en el que apuntaba datos a lápiz.