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– ¿Qué haces? -le preguntó Beth.

– Nada -contestó ella.

– ¡Cuántos papelotes! A ver, ¿qué es? Ah, ¿historia?

– Sí. La historia de nuestra familia -dijo, mirando a su madre a los ojos-. Es muy romántica. ¡Tan bonita!

Sabes, mamá, me habría gustado muchísimo vivir en la época aquella y haber conocido a Sissí y haber ido a los bailes de los palacios, pasear en carroza, hacer los veraneos en los balnearios y luego en Venecia… ¡Qué vida tan bonita!… -Hizo una pausa y frunció el ceño-. ¿Por qué nos fuimos a Australia, mamá?

– Es una larga historia y, aunque el que te la puede contar bien bien es el tío Augustus…

– ¿Lórgus? ¿Por qué?

– Bueno, porque él sabe muchas cosas de aquí y a mí me han interesado menos.

– Está bien… -dijo Lavinia con tono dubitativo.

– … Pero da igual. Sí. Aunque él te la puede contar mejor que yo… ya sabes que estas cosas me interesan menos… en fin, que el que se fue a Australia fue un hermano del príncipe Carolo, de este que compró El Mirador. Se llamaba príncipe Guillermo von Meckelburg, pero se cambió el nombre para que no lo reconocieran. La vida era muy peligrosa entonces, había revoluciones y guerras, ya sabes, y mucha gente se habría aprovechado de que era un hombre rico y noble para secuestrarlo o matarlo… Los Meckelburgo tenían muchos enemigos en Europa. Por eso Guillermo se fue a Australia, a Adelaida…

– ¿Y qué nombre se puso?

– Willi Glock… Se fue con su amor de siempre, una condesa polaca que se llamaba Ludmilla Pomerova y que se había tenido que dedicar al ballet porque su padre, un rico terrateniente de Polonia, se había arruinado por culpa de Napoleón.

Lavinia se mordió los labios, pensativa.

– Ya -dijo al fin-. Willi Glock… Por eso nos hemos vuelto a cambiar el nombre…

– Por eso. Verás: es un poco complicado pero te lo voy a explicar. Nos hemos cambiado el nombre, pero no del todo. En vez de ponernos Meckelburg, nos hemos puesto Meckel, que de todos modos es el apellido que hemos venido usando todos en Australia, para que nadie en Europa pueda creer que queremos quitarles nada. No queremos quitar nada a nadie. Sólo queremos lo que es nuestro…

– ¿Y qué es?

– El Mirador, nuestra casa, pero sobre todo, el respeto de los demás, Lav. Así son las cosas. No hay carrozas, amor mío, ni las habrá, pero tú serás la gran dama de Europa. Te lo prometo.

Lavinia se encogió de hombros como si la promesa de su madre le resultara indiferente.

– Pero El Mirador ya es nuestro…

– Vivimos en él, pero todavía no es nuestro…

– ¿Vendrá papá a comprarlo?

– No. Papá está muy malo desde hace muchos años, en una clínica en Viena, y no nos va a poder ayudar… pero no te preocupes. -Miró pensativa hacia la ventana, desde la que se divisaba el mar muy azul, allá abajo-. No te preocupes.

– Y qué más.

– ¿Eh?

– Qué más.

– ¡Ah! ¿De los Meckel? -Lav asintió-. Bueno, una parte de la familia se instaló en Adelaida y le fue muy bien: se dedicaron a construir barcos y hoy son riquísimos. Mi primo Michael, por ejemplo, es un personaje muy importante en Australia. Es el presidente del Real Club de Yates. Lo que pasa es que no me gustaba mucho la vida de allá abajo. Y un buen día, preferí irme a Estados Unidos a terminar la universidad antes que vegetar en la finca de mi padre y luego me vine a Europa. En Berkeley hice el doctorado en Geografía, mientras tu padre acababa el de relaciones internacionales. Después lo destinaron a una embajada en África y como el clima era muy malo y el sitio muy poco civilizado y tú eras muy pequeñita, nos vinimos tú y yo aquí. Eso es todo…

Beth acababa de cumplir los cuarenta años, una edad que la irritaba simplemente porque le parecía que su cuerpo empezaba a ralentizarse y, más importante aún (aunque ella no notara de manera particularmente angustiosa que el ardor del sexo se le iba pasando), tenía el convencimiento de que las batallas del amor, que tantas satisfacciones le habían deparado desde veintiséis años atrás, habían iniciado un imparable declive.

Dan el sueco no pudo reprimir un estrepitoso ataque de risa cuando ella le contó sus temores y frustraciones.

– Vamos a ver -dijo, secándose las lágrimas-, el único test de envejecimiento que me parece científicamente aceptable es el del lápiz… y aun así, creo que demuestra poco…

– ¿El lápiz? ¿Qué lápiz?

Dan le acarició los pechos desnudos, por una vez sin su rudeza tan hábil y tan habitual.

– Siéntate -le dijo, y Beth se incorporó mirándolo con sorpresa. Entonces Dan se dio la vuelta hacia la mesilla y cogió un lapicero. Lo consideró durante un momento-. Me preocupa: no sé si va a salir el experimento -añadió con seriedad.

– ¿De qué me hablas? -preguntó Beth.

– Mira. Fíjate bien. -Puso el lapicero horizontal y lo acercó al pecho izquierdo de Beth, que para entonces estaba ya en franco estado de erección. Arrimando el lápiz a la piel intentó que la curva inferior del pecho lo sujetara en un pliegue sobre la costilla. Fue en vano, claro, puesto que, pese a su edad, los pechos de Beth seguían firmemente enhiestos como si fueran los de una jovencita-. ¿Lo ves? -preguntó, riendo-. Mientras no se caigan… -y estampó un sonoro y goloso beso en el pezón.

– ¡Idiota! -dijo ella.

Más tarde, cuando descansaban entrelazados, Dan murmuró:

– Claro que si estuviéramos en Cuba, te haríamos la prueba del puro.

– ¿Cómo?

– La vagina de una cubana púber es capaz de fumar un cigarro sin inmutarse. Pero esa habilidad muscular se les pasa a los veintidós o veintitrés años. -Y estalló de nuevo en una incontenible carcajada.

Al principio, Beth lo miró con severidad, pero poco a poco se fue sumando a su hilaridad y acabaron ambos rodando por la cama.

– Dame un puro ahora mismo -exigió Beth y no paró hasta que se hizo la prueba.

XVII

– En fin -dijo Tono-, que allí estaba la Beth instalada con su niña en El Mirador, adoptando… bueno, empezando a adoptar estos aires de princesa… Quiero decir que aunque con nosotros no había cambiado y seguía siendo la Beth de siempre…

– ¿Cómo iba a cambiar? -dijo la Pepi-. Todos la conocíamos desde siempre… A nosotros no nos iba a contar milongas. Sabíamos quién era y cómo vivía. Qué aires de princesa ni qué historias. Lo que pasa es que -se encogió de hombros-, en el pueblo cada cual hacía lo que le venía en gana. Hombre, te criticaban y tal… aquí, en el fondo, se vivía del rumor, pero a la hora de la verdad hacías lo que querías y te dejaban en paz.

– Bueno, pues eso, que vivía como en dos planos. Y a Love le iba a pasar lo mismo -añadió, pensativo-. Dos planos, sí. Sólo que el de la imaginación iba ganándole poco a poco la partida al de la realidad y entonces se le hacía a Beth cada día más difícil compaginar las dos vidas, compaginarla… ¿entiendes lo que te quiero decir?…

– … la onírica con la everyday.

– Venga, Juan Carlos -dijo Carmen, resoplando con irritación.

– … compaginar las dos vidas, aunque sólo fuera para no olvidar a quién le decía una mentira y a quién, otra… muy difícil, sí.

– Mi madre solía decir que la mentira tiene patas muy cortas -sentenció Francisca.

– Vaya. Beth en eso tenía la ayuda técnica de Augustus, que se divertía como un loco y que la iba ayudando, mira, Beth, no te olvides, esto a éste y esto otro se lo tienes que decir a este otro… como un director de escena, organizándole los pasitos, uno detrás de otro, -precisó Juan Carlos.

– Ya. -Tono guardó silencio durante un instante. Después se inclinó hacia adelante y se rascó una ceja-. Pero, fíjaos: a medida que pasaban los años, este juego se le iba haciendo a Beth más complicado de sostener…