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– ¿Por qué?

– ¡Porque se lo empezó a creer! -exclamó la Pepi.

– Sí, ella misma se lo empezó a creer… Y los diversos planos en los que se movía empezaron a confundírsele, yo creo que igual que le pasaba con los amantes.

– Bueno -dijo Juan Carlos con condescendencia-, Augustus, Dan el sueco y Hans musculillos, que fueron los amantes principales, podrían ser descritos en esta comedia…

– ¿Comedia? -dijo Tono.

– … vaya, bueno, melodrama si quieres… aquellos tres podrían ser descritos como los chevaliers servants de Beth…

– Tu manía de explicármelo todo en francés me va a llevar a la tumba -dijo Carmen. Juan Carlos sonrió y encendió un nuevo cigarrillo con su mechero de oro. Los fumaba poco, apenas tres o cuatro caladas y en seguida los apagaba. «Es por el enfisema», solía decir con una media risilla ladeada.

– El caso es que, mientras Beth iba tomando estos aires principescos que no engañaban a nadie pero que sin duda a ella le servían para lo que fuere, Love en verano, cada verano, desaparecía e iba a pasar temporadas a América, a Inglaterra, a Suiza…

– Ya lo creo -dijo la Pepi-. Volvía en setiembre y nos contaba unas historias increíbles. Que había estado en casa del duque de Westminster, pasando unos días con sus hijos, o que había navegado con Richard Burton y Elisabeth Taylor y los hijos de ella en Grecia o había pasado unas semanas con los Kennedy en Martha's Vineyard… bueno, unas historias…

– Nos las tomábamos a risa -dijo Carmen.

– Te las tomarías tú… Yo -dijo la Pepi-, y ésta -por Francisca-, y éste -por Guillem-, nos las creíamos a pies juntillas.

– Y yo también -añadió Tono-. Eran tan verosímiles que no había más remedio que creérselas.

– A mí me encantaban -dijo Juan Carlos-. Alimentaban nuestro sentido del cuento de hadas. Y quién no quiere vivir cerca de un cuento de hadas, lleno de princesas y reyes y condes con palacios y carrozas y grandes bailes…

– Todo eso está muy bien -interrumpió Tono-, sólo que nunca vimos reyes y carrozas y grandes bailes…

– ¿Cómo que no? -dijo la Pepi-, ¿y la fiesta de inauguración de El Mirador?

– Bueno, sí, tal vez… -dijo Tono con aire dubitativo-, sí, no sé.

– No entendéis. -Juan Carlos apagó el cigarrillo con gestos parsimoniosos hasta que no quedó brasa encendida-. Para todos nosotros era como estar en las carrozas y en los grandes yates. Igual. Recibíamos los efluvios por delegación. Love era nuestra representante y eso nos bastaba. Y si luego nos contaba algo de todo ese mundo tan esnob, mejor que mejor, nos parecía que nosotros también lo estábamos viviendo.

– Bueno. -Tono se frotó las manos con impaciencia-. El caso es que, cuando Love tendría dieciséis o diecisiete años hizo amistad en el colegio de Palma con esta niña que era nieta o biznieta, más bien biznieta, de una princesa rusa, de una gran duquesa sobrina del último zar, que se llamaba Catalina Romanovna. Nunca se supo de quién era viuda esta gran duquesa pero era viuda. Llegó a Palma huyendo de la Rusia revolucionaria en el 18 o el 19 y aquí se instaló en un palacio del casco antiguo, al lado de la catedral. Con ella venía una hija de gran belleza…-… y llena de duros -dijo Carmen-, que tenían una colección de joyas maravillosa, llena de huevos de Fabergé y collares de diamantes y esmeraldas.

– Bueno, sí. Tenían mucho dinero, es verdad. Bien, pues la hija, que era guapísima, se acabó casando con uno de los nobles, de las grandes familias de aquí…

– … tenían una finca fantástica cerca de Muro, en el centro de la isla, con un palacio fabuloso en medio y mucha agua…

– No me interrumpas, Carmen. Tuvieron varios hijos. Todos andan aún por aquí, los Genovés, condes de no sé qué…

– … de Alfayar-aclaró Juan Carlos.

– … Vale. Condes de Alfayar. Pues estos Genovés han hecho mucho dinero con el turismo. Tienen hoteles y cosas así. Bueno, pues una de las hijas se lió con un tipo argentino que vivía aquí. Hasta ahí va bien. Lo malo es que este argentino estaba ya casado y tenía varios hijos, con lo que el escándalo en Palma fue mayúsculo. Imagínate lo que era esta sociedad isleña en los años cuarenta y tantos… Un escandalazo, sí.

– Tan escandalazo -dijo Carmen-, que tuvieron que escapar a Argentina… bueno, escapar, irse… y desaparecieron allá. Él tenía en la Pampa un campo con reses y caballos. Debió de irles bastante bien porque durante años no se supo nada de ellos…

– ¡Qué romántico! -exclamó Francisca.

– Sí, bueno, mucho, sí. En fin, que treinta años después, el argentino enfermó, me parece que era cáncer de próstata…

– … le está bien empleado, por adúltero -dijo la Pepi-. Estas cosas se pagan.

– … enfermó y la Genovés, María se llamaba, de pronto se encontró sola cuidando a este enfermo a mil leguas de su propia familia y decidió volver a Palma. Llegaron aquí, con el argentino moribundo y supongo que con ganas de ver a sus hijos y despedirse de ellos…

– Sí -dijo Tono-, y llegaron con una niña que tendría la misma edad que Love. Monísima era. Un cañón. Luisa Genovés. Llevaba el apellido de la madre porque entonces en España los hijos ilegítimos sólo podían llevar el nombre de la madre. Estando casado el padre, ni siquiera si reconocía al hijo ilegítimo podía darle el apellido. Con Franco no había hijos fuera del matrimonio, ilegítimos, vamos. De modo que esta niña, Luisa, trabó amistad con Love. Era la niña más mona que se ha podido ver en Mallorca. No me olvidaré nunca, cuando salía por la noche al Rodeíto, que era el sitio en el que nos reuníamos toda la juventud, y ella llevaba un vestidito mini plateado, ceñido, con tirantes, que nos tenía a todos bebiendo los vientos. Llegaban las dos, Love y ella, y arrasaban. Bueno, esto ocurría un poco más tarde de lo que estoy contando, pero os da idea: la una, rubia, casi transparente, delicada y ya guapísima; la otra, morena, sexy, tostada, enseñándolo todo. Vaya, eran un espectáculo cuando llegaban a bailar al Rodeíto. A mí me tocaba hacer de carabina, casi como un hermano mayor, y la verdad es que lo sentí más de una vez.

– Ya. Todos andábamos de cabeza -dijo Guillem.

– Todos andaban de cabeza -dijo la Pepi-, menos tú, que estabas al borde del suicidio, Guillem.

Guillem se encogió de hombros y dijo «bah».

– ¡No es verdad! -dijo Francisca, defendiéndolo-. ¿Verdad que no, Guillem? ¿Eh? A ti Love ya no te importaba.

Guillem volvió a levantar los hombros.

La primera vez que se vieron Love y Luisa Genovés en el colegio de Palma, se adivinaron mutuamente a la hermana gemela que ambas estaban necesitando desde siempre. En seguida congeniaron y al poco tiempo conocían los secretos la una de la otra como si fueran propios.

– ¿De dónde vienes? -preguntó Lavinia a guisa de saludo.

– Me llamo Luisa Genovés Romanovna, ¿y tú?

– Lavinia Meckelburgo-Premnitz de Lorena, aunque nos hemos acortado el apellido a Meckel porque a mi madre le sonaba demasiado pomposo y viviendo en un pueblo resultaba una pedantería. El bisabuelo de mi madre era un príncipe prusiano emigrado a Austria y luego a Australia; se había ido allá porque le aburría la vida de la corte y quería correr aventuras. -Afirmó dos veces con la cabeza-. Sí. Además se marchó de Viena porque se había enamorado de una bailarina y se quería casar con ella y no le dejaban, a pesar de que ella era una condesa arruinada. Bueno, pues mi tatarabuelo era hermano de Carolo von Meckelburg, que vino aquí y se compró El Mirador.

– ¡Se había enamorado de una bailarina! ¡Qué romántico! Fíjate -pronunciado a la argentina-, que a mi mamá le pasó lo mismo: se tuvo que ir a la Argentina porque se enamoró de mi papá y no la dejaban casarse con él. Bueno -añadió riendo y bajando la voz-, es que mi papá ya estaba casado y aquí no le reconocían el divorcio como en Buenos Aires.