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– ¿Y ahora te vas a quedar aquí para siempre?

– Sí. Mi papá se murió cuando volvimos y decidimos quedarnos. Aquí tenemos a toda la familia, los Genovés por un lado y lo que queda de los Romanov, por otro. Ya sabes, mi bisabuela era sobrina del zar de todas las Rusias. Tuvo que salir huyendo -dijo hushendo- de San Petersburgo con mi abuela cuando la revolución bolchevique. Fue muy romántico: las ayudó un capitán de cosacos que estaba enamorado de mi bisabuela y que se jugó la vida por ellas, como la Pimpinela Escarlata. Por lo visto, en casa nunca se hablaba de aquel capitán Vassili Kornilov. Me parece que mi bisabuela también estuvo enamorada de él, pero mi mamá dice que nadie se atrevía a preguntarle por Vassili. Mi bisabuela, por lo visto, era muy estirada y sus enfados eran terribles, dice mami que eran como si cortaran el aire con un cuchillo de hielo. Me hubiera gustado conocerla.

Desde aquel día las dos niñas se hicieron inseparables. Casualmente con gran oportunidad. En efecto, a medida que iba creciendo, Lav empezaba a apartarse de su mundo del pueblo, de sus compañeros de juegos y de colegio: la doble vida («no la vida con doblez», aclaró Juan Carlos) se le iba haciendo más complicada por momentos. No se pueden pasar las vacaciones de verano con los Kennedy en Martha's Vineyard, póngase por caso, y regresar en setiembre para reemprender una vida sencilla con los pequeños amigos del pueblo, uno de los cuales resulta ser, por ejemplo, el hijo del panadero.

– De modo que la amistad con Luisa Genovés le vino a Love como anillo al dedo -dijo Tono-. Ojo, que no rompió con nosotros. Love era y es una chica estupenda y tiene un corazón de oro. No nos habría hecho una perrería así… no nos habría ninguneado, no. Pero Luisa Genovés le sirvió para subir en un mundo que no era el suyo. Y, en aquel momento justo, era aquello para lo que estaba preparada.

– En el fondo -dijo Juan Carlos-, Love tuvo suerte de que la bisabuela gran duquesa de todas las Rusias hubiera muerto. Porque estos príncipes sabrán de pocas cosas y van por la vida como si todo les fuera debido, sin necesitar saber de nada porque están rodeados de gentes que saben por ellos. Pero sí hay una cosa que conocen perfectamente: la historia de la familia. En cuanto a la gran duquesa le hubieran dicho que Love era descendiente de los Meckelburg-Premnitz, habría explicado que eso era imposible porque no había un hermano que hubiera ido a Australia, de modo que habría destruido todas las coartadas y habría hundido a Beth y sus sueños. Et voilá, fin de l'histoire.

– Ya, Juan Carlos, sólo que los Meckelburgo no tienen nada que ver con los Romanov -dijo Carmen.

– Eso es lo que tú te crees, querida. La realeza europea se considera emparentada toda. De modo que el rey de Inglaterra es primo del de aquí y éste del de Bélgica, incluso si entre ellos existe el mismo parentesco que entre una coliflor y un bogavante. ¡Pero si la guerra del 14-18 la lucharon entre primos hermanos, el rey de Inglaterra, el de Prusia y el zar!

– Tío Augustus -dijo Love-, ¿de qué revolución rusa pudo huir la bisabuela de Luisa antes de llegar aquí?

– Tienes que leer La importancia de llamarse Ernesto -contestó Augustus riendo alegremente-. Verás que en la obra la institutriz considera que hablarle a la niña del desmoronamiento de la rupia hindú es un escándalo que no deberían escuchar los castos oídos de una joven de buena familia. -Y ante la mirada de incomprensión de Lav, sacudió la cabeza y añadió-: Lo que quiero decir es que los horrores de la revolución bolchevique no son aptos para oídos castos como los tuyos. Era una broma. Cógete tus enciclopedias y léete los capítulos sobre la revolución de octubre de 1917 en la Rusia zarista. Toda la historia te va a parecer trágica y el final de la familia del zar Nicolás en Ekaterimburgo, aún más.

Y con la obstinación silenciosa y unidireccional que aplicaba a todas las cosas que consideraba importantes, Lavinia se puso a estudiar la historia rusa de los siglos XIX y XX hasta conocerla en sus más pequeños detalles.

– En realidad -dijo Juan Carlos-, hubiera sido una excelente doctora en Historia si se lo hubiera propuesto. Una lástima.

– No, una lástima, no -dijo Carmen-. Love se empecina sólo en lo que le resulta útil. Para el resto es una vaga perezosa. Su curiosidad científica es nula si no le sirve para un propósito egoísta personal. Y para escribir una tesis, la ciencia te tiene que apasionar en serio y no porque te resuelve dudas sobre la genealogía propia.

De hecho, estos años de transición en la vida de Lavinia fueron lo más parecido posible a una adolescencia normal. Para satisfacción de Beth, la niña desmentía así sus predicciones más pesimistas. («Bueno, mírala-decía Dan el sueco-, tiene sus menstruaciones regulares y le han crecido unas tetas espléndidas, qué más quieres.»)

Es interesante que la reserva de Lavinia, su carácter introvertido, su aspecto desangelado y silencioso, el aire transparente de sus movimientos, la sonrisa ausente, siendo los mismos, sufrieran una transformación radical sin que casi nadie lo notara. Sólo Dan, ante las angustias continuas de Beth, repetía con paciencia que la niña había cambiado, aunque sin cambiar, que la revolución le iba por dentro.

Todo coincidió con los meses de floración de esta nueva amistad de Lavinia y Luisa Genovés.

Luisa pasaba muchas tardes en El Mirador e incluso se quedaba a dormir en la casa más de un fin de semana de las primaveras y los veranos. Lavinia y ella hablaban sin parar, como cotorras encaramadas a los bancos del jardín. Se regalaban buganvillas en flor y bouquets de primavera arrancados de los matorrales salvajes, que retorcían en sus manos. Guardaban luego las flores más vivas entre las páginas de las novelas románticas que leían por las noches, y que se intercambiaban semana a semana. Se hacían confesiones, se mostraban unos diarios íntimos llenos de pensamientos pueriles y sentimientos rosados y pedantes, hablaban de las cosas más intrascendentes como si les fuera la vida en ello, con la pasión propia de chiquillas. Reían inconteniblemente con cualquier tontería. Lloraban abrazadas al reconciliarse tras las peleas definitivas y despiadadas que sólo ocurren en el fragor primario de la adolescencia. Dormían juntas la una en brazos de la otra, murmurándose ternuras al oído. En realidad, el primer beso fue sencillo: apenas un ensayo, una prueba casi carente de erotismo, que tuvo más que ver con la ternura de la amistad que con algún fuerte impulso de Lesbos. Pero para ambas fue la señal del repentino despertar de la sexualidad. Aun cuando siempre guardarían la intimidad de su recuerdo, no sintieron vergüenza alguna; antes al contrario, les intrigó la paulatina exploración de los cuerpos, les sorprendieron, no, les encantaron las respuestas de los sentidos todavía adormilados en el mínimo secreto de la masturbación (tan ocasional e inexperta en el caso de Lavinia). Se preguntaban, intrigadas, lo que sentirían en brazos de un chico, qué sensaciones les produciría un pene en erección, ese instrumento terrorífico de alguno de los dibujos entrevistos en los papeles del príncipe Carolo o analizados en las fotografías de dioses griegos recogidas en las enciclopedias; qué experimentarían ante un cuerpo lleno de pelos y de recovecos angulosos, ante unas mejillas mal afeitadas como las de Hans musculillos. Se pinchaban la cara y el estómago con el cepillo del pelo (e incluso en un par de ocasiones, con un resto de papel de lija abandonado) para ver qué se sentía: acababan por estallar en interminables carcajadas y, con el masoquismo propio del exceso sensorial, la cosa terminaba en cosquillas, derrengadas las dos sobre la cama, muertas de risa.

Los muchachos de su edad hubieran tenido poco que hacer frente a este torbellino de sensualidad a la busca de experiencias adultas si realmente las chicas lo hubieran exteriorizado. Pero eran demasiado jóvenes y las inhibiciones las atenazaban. Las aventuras libertarias, las imaginadas piruetas sexuales se quedaban en sueños misteriosos y secretos; en verdad, secretos de alcoba. El pobre Guillem, perrito faldero de tantos años, se libró in extremis de resultar elegido como víctima propiciatoria, pero fue por milagro puesto que, de todos modos, siempre estaba ahí, disponible para lo que ordenara Lavinia.