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– Pero ¿cómo te atreviste, Guillem? Dinos de verdad lo que pasó -le animó la Pepi.

Con franqueza encantadora, Guillem dijo:

– Y yo que sé. Siempre andaba detrás de ella… desde que éramos chiquillos en el convento del pueblo. Supongo que estaba embobado con Love. Y cuanto peor me trataba, más porfiaba yo porque me hiciera caso. En fin, que al final cuando los dos teníamos quince años, un día me miró muy seria y me dijo qué haces que siempre me sigues. Y yo no contesté nada. Supongo que me encogí de hombros porque no tenía nada que contestar. Luego, como sólo ponía cara de idiota y estaba haciendo el ridículo, dije algo así como si no quieres no te sigo. Me da igual, dijo ella. ¿Nos damos un paseo?, dije yo. Bueno. Yo entonces tenía una moto chiquitina, de 50 centímetros cúbicos, que andaba poco y hacía mucho ruido. En realidad, era de todos en casa, pero a mí me dejaban usarla. Invité a Love a subirse y nos fuimos por la carretera hacia El Mirador… por hacer algo, ¿no? Yo qué sé adonde había que ir o qué es lo que había que hacer en un caso como éste. Bueno, pues Love me pasó los brazos por la cintura para sujetarse y yo casi me desmayé. Y así fuimos todo el año aquel, que yo siempre la llevaba a todas partes, a donde ella quisiera, y por la noche, a casa. Siempre la dejaba en El Mirador a la anochecida.

– Ya -dijo Tono-, y entonces se te cayó un día…

– Calla, que era muy tarde y habíamos estado cantando con los demás y charlando. Había un grupo simpático de americanos de los que eran estudiantes y trabajaban para el museo de Bill Loden. Y Love y Luisa eran como las reinas del cotarro, manejándonos a todos como si fuéramos lelos. Yo casi siempre estaba callado porque no tenía nada que decir hasta que Love se volvía hacia mí y me preguntaba algo. El caso es que, cuando ya se había hecho tarde, Love me dijo vamonos. Nos subimos a la moto y a la primera curva, ella, que por una vez no se había agarrado bien, resbaló y se cayó. Bueno, no os cuento…

– Ya -dijo Tono, riendo-, que llegaste al bar despavorido gritando que Love se había matado…

– Hombre, tú dirás. Ella, que nunca decía nada, se había puesto a berrear sentada en la cuneta… lloraba sin parar y se sujetaba la muñeca. Menos mal que estaba allí mismo el doctor Rafael bebiendo anís. ¿Te acuerdas? Nos lo llevamos casi en volandas hasta donde estaba Love…

– También estaba Augustus, que era el único que tenía coche y la bajó a Palma para que le hicieran radiografías y le pusieran el yeso.

– Sí, y a ti y a mí nos tocó ir hasta El Mirador para despertar a Beth…

– … que fue cuando Hans musculillos casi nos arranca la cabeza -rió.

– ¡Pero si estaban fornicando! -exclamó Juan Carlos-. Y no sé qué se oía más, si vuestros gritos o los de ellos…

– Ya, a nosotros aporreando la puerta o a ellos aporreando el cabecero de la cama.

XVIII

Aunque no lo expresaba con tales y tan culturizadas palabras, en su carta a Louis Trevor enviada más o menos por aquel entonces, Beth le explicaba los cambios que había experimentado Lavinia con la adolescencia:

Estimado Sr. Trevor:

Aunque hace algún tiempo que no le escribo para contarle las novedades de nuestras vidas en Mallorca, le pongo estas líneas más que nada para mandarle la última foto de Lavinia. Verá usted cuánto ha crecido y cómo se ha puesto de guapa. Nosotros seguimos bien aunque Jim continúa delicado de salud, si sigue así tendré que internarlo en una clínica para que le podamos tratar adecuadamente.

Lavinia ha viajado mucho en el último año, sobre todo para asistir durante los veranos a dos colegios de señoritas, uno en Inglaterra, Our Lady of the Sacred Heart en el condado de Somerset, y otro en Suiza, la Roseraie. Este último nos gusta tanto que hemos decidido que repita este año durante todo el curso lectivo. Allí coincide con los hijos de Elisabeth Taylor (que la han invitado a navegar por aguas de Grecia) y con los hijos de los duques de Westminster. Creo que pronto también será invitada a Martha's Vineyard a pasar unos días con la familia Kennedy. Viajará con una gran amiga de su edad que es biznieta del zar Nicolás de Rusia, Luisa Genovés Romanovna.

Lavinia está deseando conocer a sus abuelos. Yo, por supuesto, no le digo nada, ni la animo a que se haga ilusiones de visitar Filadelfia y entrar en contacto con su familia paterna, porque comprendo que la vida que Jim y yo elegimos cuando hace años vinimos a vivir al Mediterráneo no es del agrado de ustedes. Sin embargo, comprobará usted que, dentro de lo limitado de mis medios de fortuna, me he esmerado en dar a Lavinia la educación que se merece por ser descendiente de quien es.

Reciba, como siempre, un cordial y respetuoso saludo.

Beth Trevor.

Una obra maestra de la literatura epistolar con la que Beth demostraba un profundo conocimiento no sólo de la naturaleza humana (sobre todo de la de los americanos) sino de las pulsiones desencadenadas por el esnobismo.

Por primera vez, en efecto, la respuesta del viejo Trevor, aun cuando casi tan fría como las anteriores, venía de su puño y letra en un tarjetón de color vainilla con sus iniciales grabadas en la parte superior izquierda.

Estimada B., gracias por sus líneas. He encontrado a Lavinia muy bonita. Me alegro de que esté creciendo bien y de que parezca recibir con provecho la formación que usted le da. Cordialmente,

L. T

En la soledad de su habitación, Beth hizo con el dedo medio de su mano derecha un gesto extremadamente vulgar frente al espejo.

Dos días después, el 2 de setiembre de 1979 para ser exactos, Lavinia y Luisa (Lavinia se encargó de convencer a la madre y a los abuelos de Luisa de la conveniencia de apostar por un futuro de su hija y nieta en la alta sociedad europea, y lo cierto es que no le costó gran trabajo conseguirlo) embarcaban en el avión que las llevaría a Ginebra y de ahí al colegio de la Roseraie en donde pasarían el curso lectivo perfeccionando las artes de la buena educación, la distinción, el disimulo y la pátina cultural tan necesarios para desenvolverse en la excitante vida de la jet set y las finanzas internacionales.

Fue también la fecha en que, fulminado por el delirium tremens, Jim Trevor murió en plena plaza de Gomila. Nadie sabe el momento exacto del fallecimiento, pero es costumbre que en estos casos en que el óbito ocurre en la vía pública, se fije la hora en torno a la madrugada para hacerla coincidir con la del cierre del último local de copas. Lamentablemente, la autopsia no resultó muy precisa desde el punto de vista del tiempo y no arrojó más datos fidedignos, si se exceptúa, como es natural, la descripción del estado en que había quedado el hígado del pobre Jim.

El casero de Jim Trevor encontró el número de teléfono de Beth en un papel fijado con una chincheta a la jamba de la puerta del dormitorio.

Cuanto siguió fue muy desagradable para Beth. Ni Augustus ni Dan el sueco estaban en España aquel día; es más, Augustus había tenido que viajar a Nueva York para preparar el estreno de su última obra de teatro, nada menos, y Dan realizaba una de sus esporádicas y misteriosas excursiones a Amsterdam. Hans musculitos, por su parte, acababa de extralimitarse una vez más, aunque en esta ocasión de forma exageradamente estúpida y más violenta que de costumbre. Tres días antes Beth lo había expulsado de El Mirador sin contemplaciones y para siempre jamás. Que aquella exclusión para siempre jamás fuera a ser definitiva o no quedaba por ver, pero por el momento así estaban las cosas y Beth se vio obligada a hacer frente a la situación sin ayuda de nadie y con un ojo a la funerala.