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La inconveniencia recayó en los frágiles hombros de Guillem y lo cierto fue que el muchacho se las manejó con desacostumbrada celeridad y eficacia. Tono recordaba que Guillem se había enorgullecido de esta muestra de confianza de Beth, sobre todo porque el encargo había sido hecho a él y no a Vicentín Cañellas (Tono creía recordar que Vicentín Cañellas había sustituido por entonces a Guillem en las preferencias sentimentales de Lavinia, porque era un poco mayor, tenía menos cara de niño y conducía un 600). La memoria juega algunas malas pasadas a los cronistas si sólo se fían de lo que les queda en el recuerdo: porque lo cierto es que Vicentín Cañellas aún no había entrado en escena en el momento de la muerte de Jim Trevor.

En fin. Beth no tenía intención alguna de gastarse los ahorros en un funeral para Jim o en nada que tuviera que ver con su entierro o la repatriación de sus restos a Estados Unidos. Tan saludable aproximación al mundo de los muertos, tan sensata indiferencia por su marido ahora que su existencia ya no discurría por este valle de lágrimas («si no me he preocupado por él cuando vivía -se dijo-, no voy a empezar ahora cuando ha muerto»), chocaba sin embargo con la necesidad de quedar bien con su suegro y de presentarse como una viuda doliente dispuesta, si fuere preciso, a empeñar sus escasos medios de fortuna en un cadáver.

Pero Beth para estas cosas era muy despachada y resolutiva.

Lo primero que hizo fue llamar a su suegro a Filadelfia. Topó, claro está, con la barrera de la formidable celadora, Helen Saints, su asistente personal, a la que informó con la voz quebrada de la muerte de Jim y de su deseo de hablar con el viejo Trevor.

Louis Trevor acudió al teléfono inmediatamente.

– Sí -dijo, tras un titubeo y una inspiración profunda.

– Soy Beth, señor Trevor -esto, dicho con el tono monótono de lo verdaderamente triste.

– Me temo que debo darle una mala noticia.

– Ya me lo ha dicho la señora Saints -contestó Trevor con frialdad-. Lamento la muerte de mi hijo, claro está -añadió, puesto a la defensiva, como si esperara ser insultado por su indiferencia de tantos años-, pero así son las cosas.

Hubo un silencio. Después, Beth dijo:

– Lo siento por la señora Trevor.

– Mi mujer murió hace años… Nunca se recuperó del abandono de Jim… de las tonterías que llegó a hacer, de haber tirado su vida por la borda -precisó, habiendo recuperado el talante acusatorio.

Beth sonrió.

– Lo siento.

– Bien. ¿Cómo está usted?

– Bien… bien.

– Creo que usted y yo nos entendemos bien, Beth. No quiero saber en qué circunstancias murió Jim aunque las sospecho… No quiero saberlo… Pero me parece inevitable y conveniente que traigamos a Jim aquí y lo enterremos en el panteón familiar.

– Eso creo yo también.

– Debo ser muy claro, Beth. No deseo la presencia de usted en Filadelfia… Puede parecerle duro, pero no estoy en el negocio de andarme con demasiados miramientos en el tema de los sentimientos de la gente. Se me agotaron hace muchos años… -y añadió en voz casi inaudible-:… la ternura, supongo.

– Le entiendo -contestó Beth con suavidad-. Nunca he pretendido importunarle.

– Muy bien -alzando el tono de voz para darle la firmeza de una discusión de negocios-. Así están claras las cosas. Quiero que usted organice la repatriación de los restos mortales -dijo mortal remains, no dijo del pobre Jim o de mi hijo, dijo restos mortales-. Deseo que sea incinerado. Correré con los gastos desde aquí. Llamaré al embajador americano en Madrid para que alguien de su staff se ocupe de todo. Usted debe hacer frente…

– No se preocupe -dijo Beth secamente-, que me encargo de los gastos que se produzcan aquí.

– Muy bien. Ah, y, Beth, quiero a mi nieta aquí en el funeral de su padre.

Beth cerró el puño y con el brazo hizo un gesto triunfal de bombeo.

– Se ha marchado a Suiza esta mañana -dijo, esperando que no se le notara el temblor de la voz-, minutos antes de que muriera su padre. Señor Trevor, mandaré a mi hija a Filadelfia pero para que esté muy pocos días, dos o tres, ni uno más. La muerte de su padre es un acontecimiento triste, pero Lavinia tiene toda la vida por delante y no aceptaré que tire por la borda este curso en la Rosemie.

Hubo un largo silencio al otro lado de la línea y, por fin, Louis Trevor dijo «muy bien, dos días solamente, estoy de acuerdo. Debemos pensar en el futuro de Lavinia». Beth amagó un paso de baile y colgó el auricular.

Al final, el funcionario de la embajada americana de Madrid no llegó a tiempo de hacer gestión alguna (sólo pudo presentarse en el aeropuerto de Palma en el momento del embarque de la urna, cuando todo estaba pagado y resuelto) y el asunto recayó, como queda dicho, en los frágiles hombros de Guillem, apoyado en los muy sólidos del bufete del viejo Fuster y de un par de sus pasantes. El padre de Guillem, que era quien se había ocupado de solicitar y conseguir la ayuda desinteresada del bufete Fuster, se hizo cargo de los gastos del coche mortuorio, un viejísimo Cadillac que, por cierto, había visto tiempos mejores, y Liam Hawthorne corrió con los de la compra de la urna.

En el aeropuerto Beth lloró un poco, lo justo, pero de forma convincente. Nadie pareció sorprenderse a posteriori de la ausencia de Lavinia. Aunque, por supuesto, nadie podía sorprenderse de nada, porque a priori nadie estuvo al tanto de nada.

– Claro -dijo Tono-, la situación no era cómoda. Love nunca había sabido nada de su padre. Traerla así de pronto de Suiza, ponerla de negro y pedirle que pusiera cara de circunstancias era pasarse un poco, ¿no?

– Hombre, sí, un peu tropfort.

Sin embargo, las cosas sucedieron exactamente al revés: fue Beth la que viajó a Suiza para explicarle a Lavinia lo que había pasado.

La conversación no resultó fácil.

Bajaron al lago, madre e hija. Beth había tenido que rechazar la presencia de Luisa porque «Lav y yo tenemos que hablar de tú a tú; espero que no te importe».

Llegaron en taxi a Vevey, centro neurálgico de millonarios y chocolate, y buscaron algún salón de té por una vereda que descendiera hasta la orilla. Así podrían instalarse de espaldas a la ciudad. Hacía una tarde espléndida de temprano otoño, de las que, por su colorido, por sus flores, por la luz suavemente brillante, sólo son posibles en el marco de una postal suiza o en la tapa de una caja de bombones. El agua estaba azul, la surcaban balandros de vela blanquísima y, al fondo, al otro lado del horizonte, se veían los Alpes con los picos nevados. A la derecha del pequeño restaurante, un viejo castillo medieval de piedra oscura se proyectaba sobre el lago, reflejándose en el agua desde su promontorio.

– Ha pasado algo muy malo -dijo Lavinia, tragando saliva.

– Pues sí y no.

– ¿Sí porque es muy malo muy malo y no porque no nos afecta?

– Algo así. Hace mucho tiempo que no me preguntas por tu padre… -Beth titubeó sin decidirse a continuar.

– ¡Mamá! iHa muerto mi padre!

No fue una exclamación dolorida. Si hubiera que buscarle un adjetivo, acaso el más idóneo sería «sorprendida»: la comprobación de un hecho infausto y lejano y la aparición de un fantasma que el tiempo hubiera volatilizado, relegado tan lejos de la memoria como para hacerlo irreconocible.