– Hace mucho…
– ¡Espera! Luego hablaremos de eso. Ahora dime qué pasó. -Lavinia hablaba con tono firme y decidido, sin languidez, con dureza por primera vez en su vida o, al menos, por primera vez que su madre supiera.
Beth suspiró.
– Murió en Palma. -Ante el gesto de sorpresa de Lavinia, levantó una mano para no ser interrumpida-. En Palma. En la plaza de Gomila. De madrugada, a la salida de un bar. -Fijó sus ojos en los de Lavinia-. Estaba completamente borracho… Siempre estaba completamente borracho.
– ¿Me estás diciendo que mi padre murió en la misma plaza por la que yo me paseaba a lo mejor el día antes con mi pandilla? ¿Sin yo saber que estaba allí mismo? ¿Todos estos años vivió a veinte kilómetros de nosotras y nunca hicimos nada por verle?
Beth asintió.
– En realidad, Lav -dijo-, no es exactamente así, sino más bien al revés…
– ¿Al revés?
Dos ancianas que tomaban el té sentadas unas mesas más allá levantaron la cabeza frunciendo el ceño y mirando hacia donde madre e hija se habían quedado en tensión la una frente a la otra, como si se dispusieran a darse zarpazos. Beth tuvo miedo y se inclinó un poco hacia atrás, de forma imperceptible para quien no estuviera muy cerca de las dos.
– ¿Al revés? -repitió Lavinia en voz baja.
Su madre asintió lentamente.
– Al revés.
– Espera -dijo de nuevo Lavinia-. ¿Cuándo?
– El día en que te viniste para acá.
– No me lo creo. ¿Y no me llamaste en seguida?
– No. No era necesario. -Y como Lavinia levantara el mentón (a Beth le dio la sensación de que bien podría ese gesto incipiente y apenas amenazador ser de preparación para abalanzarse sobre ella), añadió con firmeza-: ¡Ahora espera tú! ¡Déjame que hable y te explique las cosas como fueron! No era necesario llamarte, como antes no había sido necesario hablarte de él porque durante quince años él no nos quiso ver, no te quiso ver. No le importaste nunca, no se preocupó por ti. Nada… Lo único que le interesaba era la ginebra. ¿Sabes cómo lo llamaban en el barrio?. Medio Jim, que era su nombre, medio ginebra, que era su bebida, su alimento, su amante…
– Pero ¿por qué? -A Lavinia de pronto se le habían llenado los ojos de lágrimas. Dos gruesos lagrimones le rodaron por las mejillas y se los apartó con violencia. Sorbió como una niña pequeña-. O sea, que adquiero un padre y al mismo tiempo ya lo he perdido -añadió con voz de niña, tapándose un sollozo. Beth intentó acariciarle la mejilla, pero Lavinia apartó la carta con un sobresalto.
– Empezó a beber muy pronto… cuando tú apenas tenías un año. En la Universidad de Berkeley. Allá estudiábamos los dos. Un día era un chico alegre y divertido y, de golpe, al otro día se había convertido en un borracho. Ya nunca fue el mismo… nunca. Yo le preguntaba qué podía hacer y él sólo se encogía de hombros y se emborrachaba más fuerte. Me engañaba cuando le reprochaba lo que estaba haciendo con su familia… en fin, con su hija pequeña, y decía que lo iba a dejar y que volvería a estudiar y que tendríamos otro hijo. Tonta de mí que me lo creía… al principio. Después… durante un tiempo asistió a las reuniones de alcohólicos anónimos, o al menos me dijo que asistía. Pero era sólo para que no le diera la lata. Por fin, cuando las cosas estaban verdaderamente fatal, pude convencerlo de que nos fuéramos de California… a la costa este… a Europa, a donde fuera. Al principio se resistió, pero después, un día se encontró mal y prometió reformarse de verdad… Bueno, nos vinimos a Europa, ¿no?… Y aquí fue todavía peor.
– ¿Peor? -dijo Lavinia, tapándose la boca con una mano.
– Oh, sí. Estuvimos primero en Londres. Y nada más llegar, tu padre desapareció durante dos semanas sin dejar rastro ni dar noticia… Un día reapareció como se había ido… más sucio, más delgado, borracho, enfermo… como un vagabundo, que es en lo que se había convertido. Llegó hablando de una isla del Mediterráneo en la que se vivía bien y a la que quería ir a instalarse. Yo podía hacer lo que quisiera… él se iba a Mallorca. ¿Cómo iba a dejarlo, cómo iba yo a abandonar a su suerte a un náufrago así, Lav? Nos fuimos con él, tú y yo, dos pobres chicas que no conocían Europa, ni el idioma que se hablaba en este nuevo sitio ni las costumbres… nada. -Beth alargó la mano y agarró la muñeca de Lav, como si se hubiera tratado de un clavo ardiendo. Esta vez Lavinia no se movió-. Pobre amor mío, estaba angustiada sin nadie a quien acudir, sin dinero. Dos noches duró la armonía… Al tercer día, tu padre me montó una escena horrible y nos echó de la casa que acabábamos de alquilar… la casa… bueno, el pisito en el que vivió hasta su muerte, ya ves… -añadió, pensativa. Dio un largo suspiro-. Ah, cuánto dolor para nada. Aquella misma noche, sin tiempo para reflexionar, aterrada, asustada, casi sin dinero, te cogí y cuando íbamos por la escalera, Jim se asomó al descansillo… estaba descompuesto, le caía la baba sobre la camisa, gritaba como un energúmeno, ¡fuera de aquí, largo! ¡no os quiero volver a ver! ¡a ver si me dejáis en paz de una vez! Y luego se agarró a la barandilla para no caerse y dijo ¡te maldigo, os maldigo a las dos! ¡Si os vuelvo a ver os haré expulsar de España, iré a la policía y te acusaré de robo, de puterío, de lo que se me ocurra! ¡Fuera! ¡Y si te atreves a venir con tu cara ñoña y tus buenos deseos de mierda, te romperé todos los huesos y a ese engendro de niña, también! ¿Me oyes? Hizo como si quisiera bajar la escalera para darnos alcance… No pudo y entonces… Dios mío… entonces, levantó la botella de ginebra que tenía en la mano y nos la tiró. Hubiera podido matarnos, pero falló porque no tenía ya ni fuerzas para apuntar. Fue horrible…
– Dios mío, mami.
– Volví muchas veces a la casa -dijo en tono suave y con la vista puesta en los Alpes lejanos-. Nunca conseguí pasar del umbral. Lo intenté de cualquier modo, pero nunca fue posible volver a hablar con él. Lo llamaba por teléfono y antes de poder decir nada, ya me insultaba… buf, qué cosas me decía… y me colgaba. Años así, años y años. -Miró a Lavinia-. ¿Qué querías que hiciera? ¡Todo ese peso sobre mí! ¡Tanta responsabilidad! ¿Te imaginas las piruetas que tuve que hacer durante años para explicar a mis suegros…
– ¿Tus suegros?
– Claro, hija, los padres de Jim… tenía que explicarles en las cartas que les escribía regularmente que su hijo estaba bien, un poco delicado de salud, pero que me mandaba recuerdos, que estaba de viaje, que estaba escribiendo y no se lo podía molestar… qué sé yo…
– Pero ¿quiénes son?
– ¿Tu abuelo? Porque tu abuela murió, ¿sabes? Tu abuelo es un banquero de Filadelfia. El también me acusa de haberme llevado a Jim… nunca le gusté, qué le vamos a hacer. ¿Pero comprendes ahora? ¿Para qué iba a echarte encima este problema?
– Oh, mamá. -Lavinia se incorporó e, inclinándose por encima del pequeño velador, dio a Beth un largo beso en la mejilla. Tenía los ojos arrasados en lágrimas.
Las dos ancianas llevaban un rato sin pestañear para no perderse ni un segundo de esta obvia tragedia de la que no comprendían los términos pero sí percibían el drama. Ni Beth ni Lavinia, inmersas en su drama, se daban cuenta de ello, pero aquellas dos espectadoras inclinaban las cabezas, chasqueaban las lenguas para hacer ver su comprensión por lo que estaba pasando y poco faltó para que se levantaran a ofrecer un pañuelo con el que madre o hija pudieran enjugar el llanto. Eso sí, en ningún momento dejaron de tomar el té y comer pastelillos y sandwiches.
Quedaba por hacer lo más difícil.
– ¿Y ahora, qué? -dijo Lavinia.
Beth tragó saliva.
– Ahora… me temo que hay que acompañar a tu padre a América… Ha sido incinerado en Palma y la urna salió ayer hacia Filadelfia.
– ¿Solo? ¡Mami!
– Yo no puedo ir. Tu abuelo me ha prohibido… bueno, prohibido… en fin, me ha dicho que no quiere que yo asista al funeral allá… no me quiere ver. -Se encogió de hombros-. Aquella familia es muy rencorosa. Bah, son como son. Millonarios del este, wasps.