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– Y tú, ¿por qué lo permites?

– ¿Qué quieres que haga? ¿Que vaya allá y les diga a todos ellos cómo era su hijo? ¿Lo que hizo con nosotras? ¿Cómo se portó? No tengo corazón para hacer eso. -Volvió a levantar los hombros-. No es mi estilo. ¿Qué ganaríamos nosotras con arruinar el recuerdo que ellos tienen de Jim? Nada, no ganaríamos nada, Lav. Pues que no me vean y que lloren al hijo que nunca fue lo que ellos creen. Qué más da.

– ¡Mami! ¿Y aquellas historias que me contabas de que mi padre estaba enfermo y lo cuidaban en Austria en un palacio y todo eso?

– ¿Hubieras preferido saber cómo era y lo que dijo de ti la última vez que le viste?

Lavinia sacudió la cabeza.

– No, creo que no -murmuró-. ¿Y mis apellidos? ¿Por qué llevo tus apellidos y no los de mi padre?

Beth puso una mueca de indiferencia.

– Porque, francamente, Lav, siempre pensé que mi nombre te abriría más puertas que… ¿y si detenían a tu padre en un escándalo entre borrachos y salía en la prensa? La verdad, Lav, yo había dejado de luchar por su buen nombre desde hacía años y, puesto que tu padre nos había echado de su lado, quise evitarte que también sus miserias cayeran sobre tu cabeza.

De forma casi inaudible, Lavinía dijo:

– Ya… claro, supongo que tuvo que ser así…

– Pero, mi amor, vas a tener que ir tú sola a Filadelfia al funeral…

– ¿Yo? -exclamó-. ¡Pero si no quieren que vaya! ¿No has dicho que nos odian?

– A ti no. Sí quieren que vayas tú… Tu abuelo quiere que vayas. Y yo le he dicho que te lo consultaría y que, en todo caso, no estarías allá más de dos días, -Lavinia bajó la cabeza y Beth añadió muy de prisa-: Creo que debes ir y creo, mi amor, que debes representar un papel, el primer papel de tu vida: debes estar allá aparentando un dolor que no sientes, recordando a un padre bueno que nunca tuviste, hablando de un hombre que nunca cuidó de ti… Eres una niña generosa. Debes hacerlo por ellos, por tu abuelo, por los hermanos de tu padre. Es lo único que puedes hacer por ellos: construirles un recuerdo amable de Jim. Ellos no saben lo que hizo, de modo que cualquier fábula que inventes será buena… más que buena. ¿Eh? ¿Qué me dices?

Lavinia se puso de pie.

– Voy al baño.

Y cuando volvió, había recuperado el aire lánguido y melancólico que era el suyo, casi no quedaban trazas de su llanto y en sus labios flotaba una discreta sonrisa, su media sonrisa de siempre.

– ¿Cuándo tengo que ir a Filadelfia?

Beth suspiró.

– En seguida… pero no te preocupes: si te hace falta algo, cualquier cosa, lo que necesites, en Nueva York está el tíoAugustus.

Lavinia hizo un gesto negativo.

– Sólo quiero que me acompañe Luisa.

– Está bien.

Aquél fue el día en que Lavinia se transformó en Lavinia con mayúsculas. El día en que, sin que nadie se diera cuenta de ello, su naturaleza amable, distante y algo alelada se convirtió en una fachada para siempre.

XIX

Lavinia nunca contó en el pueblo que había ido a Filadelfia o cómo le había ido allá. Luisa y ella establecieron un pacto de silencio, igual que Beth con ambas y nadie habló más de aquel episodio, ni siquiera Augustus, que había acabado recogiendo a las dos niñas antes de que embarcaran rumbo a Europa para darles un paseo por Nueva York y alegrarles la existencia. Ni siquiera Dan el sueco, que rió a mandíbula batiente cuando Beth le relató los pormenores de la historia y los detalles de mayor histrionismo.

– Sólo la vimos volver de Suiza al cabo de nueve meses, terminado el colegio -dijo Tono-, y nada más. ¡Cómo venían de guapas las dos!

– Bueno -dijo Carmen-, fue más o menos por entonces cuando empezaron a circular rumores de que Love era heredera de una fortuna colosal, que descendía de una familia de banqueros americanos de la costa este y que no la descolgarían por menos de doscientos millones de dólares.

– Ya lo creo -dijo la Pepi-. Para entonces teníamos todos dieciocho años cumplidos y sólo pensábamos en fiestas…

– ¿De dónde salieron estos rumores de la herencia de Lavinia?

– Nunca lo supimos -contestó Tono-. Circularon por ahí como otros muchos… Todo el mundo se los creía a pies juntillas. De repente se decía que una nueva pareja que acababa de instalarse en el pueblo había llegado huyendo de una persecución en Rusia y todos lo dábamos por bueno… O que este fulano era un pintor cotizadísimo en San Francisco o que aquel otro era un contrabandista de armas libanés que tenía puesto precio a su cabeza por las mafias de Hong Kong… Había para todos los gustos.

– Bueno -dijo Juan Carlos-, yo creo que eso se debía a que a la gente de aquí le encantaba la fantasía pero que como ésta es una sociedad cerrada, los cuentos de hadas no tenían consecuencias fuera de aquí… ni dentro, claro. Quiero decir que nadie iba al contrabandista libanés a comprarle un carro de combate… bueno, puede que a Dan el sueco no le hubiera importado… -Todos rieron-. Aquí la gente estaba acostumbrada a vivir del cuento. Hombre, recordad que Jim Murray, ese que es actor de películas de serie B, ha conseguido convencer a la seguridad social americana de que se ha vuelto ciego y así le pagan una espléndida pensión todos los meses… Pues los doscientos millones de dólares de Lavinia, lo mismo.

– Ya -terció Guillem-, sólo que el rumor de los millones de Love empezó a circular más allá del pueblo y llegó hasta Palma. Y entonces empezaron los moscones cazafortunas, los niñatos de buena familia, a subir al pueblo, primero los sábados por la noche, luego, los domingos a bañarse, luego, los días entre semana… En fin, que teníamos verdaderas colmenas, enjambres de abejorros persiguiendo a Love… Uno que tenía un 600 y con el que nadie podía competir…

– Vicentín Cañellas -dijo la Pepi.

– Justo. Ése. Se creía un chulito, ya veis. Bueno -hizo una mueca cómica-, le duré dos minutos, que fue lo que tardó Love en subirse al 600 y salir zumbando para ir a bailar al Tito's. Vaya complejo. Love no me volvió a mirar a la cara. ¡Y yo que me había hecho ilusiones desde el jardín de infancia! -Puso una cara cómica y todos rieron, menos Francisca.

– Qué tonto eres -dijo.

Hans musculillos nunca volvió a El Mirador. Anduvo unos cuantos días emborrachándose por los bares del pueblo y una noche, plantado en medio de la plaza del Ayuntamiento, se puso a dar verdaderos berridos llamando a Beth con su horroroso acento centroeuropeo o turco o lo que fuere y gritando que se iba a suicidar y que lo perdonara y que le dejara volver porque ella era la única mujer a la que había amado y desvaríos de similar naturaleza. Un concierto estrepitoso e insoportable. Pero fue el último. Nadie lo volvió a ver después de aquella noche.

– ¿Qué le has hecho? -preguntó Beth al día siguiente.

– ¿Yo? Nada -dijo Dan el sueco-. Nada. De verdad. Sólo le he dicho que se vaya y que no vuelva por aquí. -Sacudió la cabeza con irritación-. Debí haberlo hecho hace años. Te habrías ahorrado muchos disgustos, muchos moratones y mucha tontería.

– Sí, pues te vas a fastidiar porque ya no quedas más que tú.

Dan el sueco soltó una carcajada.

– Pues tendré que redoblar los esfuerzos que hago por cumplir en tu cama… Comeré carne roja, ostras y mucho queso de cabra. Éah, de todos modos, aún te queda Augustus…

– No -dijo ella, arrugando los labios en un mohín irónico-. Augustus pasa cada día más tiempo en sus teatros y, además, he leído en una de esas revistas que tiene una acompañante… una actriz de esas despampanantes de Hollywood… Sólo somos amigos, ha dicho. -Sonrió de costado-. Ya.