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– No pretendo que este pueblo, como condición para establecerme en él, permanezca inalterado con su estructura medieval intacta -dijo en seguida-. Si yo buscara darme un baño de Edad Media, primitivo e incómodo, me habría ido al Amazonas o a Nueva Caledonia.

James Hewitt, el arquitecto guitarrista, llegó con su mujer por aquellas fechas. Era un tipo simpático y generoso, muy rubio de complexión. Siempre estaba colorado y parecía que le iba a dar una apoplejía; pero era el sol, que estaba permanentemente reñido con su epidermis. Se hubiera dicho que su mujer, Jaimie, era más bien su hermana gemela: el mismo tono de piel, la misma cabellera rubia, los mismos ojos azules, idéntica sonrisa calurosa.

– Alquilaron la casita de los Bellver a mitad de cuesta -dijo la Pepi, que siempre les había tenido gran simpatía-, y se instalaron en ella con sus pocas pertenencias. Era gente sencilla, sin excesivas pretensiones, de esa a la que Dan el sueco aludía cuando se refería a los urbanitas que huyen de las metrópolis para reencontrarse con la vida simple. Sólo que los Hewitt tampoco no eran pretenciosos ni venían hastiados por la vida estresada del millonario. Venían hartos de una vida profesional llena de trampas y traiciones y buscaban a personas a las que sonreír y de las que recibir sonrisas. No pedían casi nada, la verdad sea dicha. Pero con su modestia y todo, James era un célebre arquitecto en Australia.

– James se había cansado de diseñar edificios en Sydney -asintió Tono-, pero lo único que quería hacer era dar clases de dibujo si alguien se lo pedía y componer canciones country. Nada más. No pretendía nada más.

– Lo cierto es que encajaron perfectamente con todos nosotros -dijo Carmen-. Hasta con Liam que, para entonces, ya trataba a muy poca gente.

– También llegó Max Gandahar más o menos en la misma época… -dijo Guillem, como si el hecho le hubiera vuelto de golpe a la memoria.

– ¿El fotógrafo?

– Sí, el fotógrafo. Creo recordar que eran amigos, los Hewitt y él… y que por eso Max decidió alquilar una casa aquí para pasar en ella el tiempo que no estuviera trabajando dando tumbos por el mundo. Sí, vino por consejo de los Hewitt… eran amigos. Vamos, yo al menos lo vi a él por primera vez en la casa Bellver y me parece que alguien dijo que se habían conocido en Australia, adonde Max había ido a retratar a alguien o a fotografiar escenas de calle o edificios. Supongo que sacó alguna foto de una de las casas de James o algo así…

– Max era un tipo estupendo -dijo Guillem.

– Y guapísimo -dijo la Pepi-, con sus ojos negros y la piel tan oscura. Parecía un principe hindú…

– Y tanto-dijo Guillem-, como que era de Calcuta.

– Eso. Bueno… pero de madre inglesa. Es cierto que no le faltaba más que el turbante y el puntito rojo en medio de la frente.

– El puntito sólo se lo ponen las mujeres, burra -la corrigió Carmen.

– Bueno, lo que sea. Estaba como un queso…

– Sí -dijo Tono-, y además, era un hombre simpatiquísimo. Por eso ligó con Luisa, naturalmente.

Luisa Genovés Romanovna lo estaba pidiendo a gritos. Su belleza morena y descarada, su actitud provocativa y su simpatía alegre y graciosa, su forma de ser coqueta, por Dios, a los dieciocho años de edad, hacían de ella un explosivo andante. «La bomba di sesso», la llamaban los italianos del pueblo.

Max Gandahar la conoció una tarde en La Fonda. Los presentó Guillem. En seguida, Max, preso de un indisimulable ataque de lujuria, quiso hacerle una serie de retratos y le propuso posar para él. Luisa levantó una ceja y sonrió.

– No, no -dijo Max-. Nada de triquiñuelas, nada de trucos. Le estoy pidiendo que pose para mí. Nada más, se lo juro. Es usted un descubrimiento de los que se cruzan en la vida de un fotógrafo sólo una o dos veces: no la puedo dejar escapar.

– Te advierto -le explicó Guillem a Luisa- que Max es un fotógrafo famosísimo. Es uno de los fotógrafos oficiales de la familia real inglesa… entre otras muchas cosas. Portadas de Vague, de Harper's Bazaar…

– Ya -dijo Luisa con incredulidad pilla-. Familia real inglesa. Ya…

Riendo, Max contestó:

– Familia real inglesa, sí. Pero le juro que son bastante más feos que algunas de las chicas que he retratado para Playboy.

Luisa lo miró inclinando la cara, como si especulara con la probabilidad de que este guaperas de piel morena la estuviera engañando o tuviera aviesas intenciones. Pero evidentemente decidió que no era así y que le parecía un tipo de fiar.

– Puso las manos en jarras -recordó Guillem-, y chiquitita como era, lo miró de abajo arriba, y dijo, bueno, ¿cuándo?

– Mañana por la mañana -contestó Max para sugerir que no tenía prisa; las mañanas fomentan la falsa sensación de seguridad. A las niñas incautas les parece que las horas previas a la de almorzar no encierran peligro para su virtud y olvidan con ello que la virtud no reconoce cuadrantes horarios. Con la sola diferencia de que en este caso Luisa no percibió ninguna falsa sensación de seguridad sino una muy real y muy deliciosa anticipación de lo que le iba a pasar. Lo supo con la misma certeza con que, años antes, Beth había sabido que se iba a acostar con Dan el sueco en el mismo momento en que le había echado la vista encima. Puede que reconociera la sensación con menos claridad que Beth, puesto que Luisa seguía siendo virgen. Beth la había sentido en el bullir de su sexo; Luisa apenas notó un cosquilleo difuso por sus extremidades, en torno a los pechos, por el vientre. Algo muy placentero, sí.

– Muy bien -dijo, intentando discurrir cómo se las ingeniaría para hacer novillos en casa. Se encogió de hombros. Pues sí que la iba a preocupar eso ahora-. ¿Me recoges aquí? ¿A las once?

– Por supuesto -dijo Max con una gran sonrisa.

Luisa lo miró una vez más con fijeza, con una provocación que debía de nacerle de instinto. Después se dio la vuelta y salió a la calzada.

Allí Lavinia la esperaba, presa de verdadera excitación. Acababa de llegar de El Mirador y ya le habían contado el encuentro de su amiga con el fotógrafo.

– ¿Qué te ha dicho? -preguntó-. ¡Dime qué te ha dicho!

– Mañana. Por la mañana. Una sesión de fotos -dijo Luisa con el aliento entrecortado-. ¿Si te pregunta, le dirás a mamá que hemos comido juntas y que me quedo a dormir contigo?

Lavinia dio un gritito y ambas se abrazaron y giraron en redondo a pequeños saltos.

La apasionada aventura que desde el día siguiente vivieron Luisa y Max el fotógrafo fue piedra de escándalo, no ya en el pueblo, sino en toda la isla. La condesita de Alfayar, Dios mío, prácticamente biznieta del zar Nicolás, ¡una Genovés!, liada con un fotógrafo indio. Poco más que una adolescente, una virgen, ¡hollada por un negro! ¡Amancebada!

En realidad, las cosas podrían haber discurrido por cauces más tranquilos si Luisa se hubiera limitado a tener una aventura, intensa o esporádica, qué más daba, con Max.

– Pero -dijo Juan Carlos-, Luisa decidió liarse la manta a la cabeza y se fue a vivir con él. ¡A vivir con él! L'amour fou, el amor loco que todo lo puede… Se fueron a la casita de la montaña que Max había alquilado…

– … y transformado. La redecoró por dentro, le puso un estudio, un cuarto de revelado, una caja fuerte para guardar las cámaras y los accesorios, cuartos de baño, bueno, de todo -dijo la Pepi-. Les quedó precioso. Por tener, tenían hasta piscina y un pequeño picadero y unas cuadras muy bonitas en las que guardaban tres o cuatro caballos pura sangre. Los dos eran apasionados de los caballos, ella por la Pampa y él, claro, por el polo, que se juega mucho en la India.

– De casta le viene al galgo… -dijo Tono con cierta solemnidad.

– Bueno, pues se fueron a la casa de la montaña y vivieron felices comiendo perdices -concluyó Juan Carlos, un poco impaciente-. Qué queréis que os diga. Luisa acompañaba a Max en la mayoría de sus viajes y cuando se quedaba, muchas noches subía Lavinia a dormir.