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– Nunca se casaron -dijo Francisca.

– Entonces, no. Aprés… -dejó la respuesta teatralmente en el aire y luego la concluyó-,… me parece que sí, cuando se fueron a vivir a Londres. Pero eso fue años después.

– Max, igual que los Hewitt -dijo Tono-, fue un típico representante de ese grupo de expatriados que llegó al pueblo mucho más tarde, en la segunda etapa de su expansión… digamos en la etapa de la adulteración. En la década de los ochenta.

– Sí -dijo la Pepi-, hombre, Max no buscaba en el pueblo filosofar sobre nada, ni encontrarse el alma, ni buscar la verdad telúrica, sólo descansar, recargar las pilas, el mar, la montaña, los olivares… eso.

– Sí, y me imagino que a los Hewitt les pasaba tres cuartos de lo propio aunque, claro está, con mucho menos dinero que Max -añadió Guillem.

– ¿A ti cuándo te hicieron alcalde, Tono?

– Hmm… Eso fue más o menos por entonces, claro, en las municipales del 79… pues no era yo joven ni nada. El único problema que teníamos era el agua, que no daba para nada. -Rió-. El resto -hizo un gesto de indiferencia-, bah, el resto era escuchar las quejas de las viejas y soportar las sospechas de corrupción de todos. En cuanto daba permiso para que se construyera una casa en el término municipal, se armaba la de Dios. Se olvidaban de que los permisos de obras se daban en los plenos municipales y no los otorgaba yo a solas… Ahora las cosas han cambiado. Administrar el municipio se ha convertido en un trabajo complicado. -Sonrió con cierta tristeza-. Ahora las acusaciones de corrupción son más grandes… quiero decir, al revés… ahora las acusaciones son las mismas; es la corrupción la que se dice que es mayor. Tonterías.

– Pues fue en su propia casa donde James reconoció a Beth… -dijo Carmen.

– Calla -dijo la Pepi-. Calla, menuda…

– No os acordáis bien -interrumpió Tono-. No fue en casa de James Hewitt. Fue en el anfiteatrito de Liam. Me acuerdo como si fuera ahora.

– ¡Calla! Que tienes razón… No me acordaba: fue en el anfiteatro de Liam, el día en que se representaba la sátira de aquel verano.

– Exacto.

Quedaron todos en silencio tratando de recordar cuál había sido el tema de la obra.

– El caso -dijo Tono, recolocándose las gafas antes de levantar la mirada al cielo para concentrarse mejor-, es que no sé si fue el año en que aparecía Puig discutiendo con el ministro de Información y Tirismo sobre cómo llevar el estiércol del poeta a la planta de producción de electricidad que iba a instalar el gobierno de Madrid para todas las islas y Cataluña…

– … eso…

– … o si fue el año de Bertil, vestido con su cuello duro y su bombín, haciendo de un alemán que compraba el pueblo y pretendía colocarle una fábrica de armamento…

Volvieron a guardar silencio.

– Bueno, da igual -concluyó Carmen-. El caso es que James la reconoció.

– Sí -dijo Tono-, no me acordaré de la obra de teatro, pero del momento… porque yo estaba al lado de James. Jaimie estaba al otro lado de él. Recuerdo que nos habíamos sentado en la primera fila y charlábamos y tal, esperando a que empezara la función. James no había estado nunca antes en el anfiteatrito de Liam, era la primera vez, y se extasiaba. Me decía que seguro que ésta era la forma en que había empezado el teatro en Grecia… en un sitio natural, con gente reunida como aquí, mirando a una especie de explanada en la que declamaban los actores, así, entre olivos y con el mar al fondo. Miraba a todos lados y de pronto se quedó mudo. Se puso pálido y, luego, balbució no sé qué. Yo le pregunté ¿te pasa algo?, Jaimie también se lo preguntó con cara de preocupación instantánea, ¿sabes?, como asustada por su salud o algo así, y le cogió de la mano. Pero él hizo que no con la cabeza, que no le pausaba nada, pero sin hablar, como si se hubiera atragantado. ¿Pero qué te pasa?, insistí. Sí, dijo Jaimie, ¿qué es? Oh, my god, dijo él por fin, la reconocería en cualquier sitio. ¿A quién?, dije yo. A aquella mujer. ¿Cuál? ¿Beth? Sí. Beth Loring, sí, Dios mío. Me quedé de piedra, sin atreverme a preguntar nada más… por la cabeza me pasaron en un instante todas las posibilidades horribles; que Beth hubiera asesinado a alguien y fuera una fugitiva, que hubiera robado un banco y la estuviera buscando la Interpol… qué sé yo.

– Menuda broma -dijo Carmen.

– Calla, calla -dijo la Pepi.

– Jaimie también había mirado hacia donde estaba Beth y se había sobresaltado visiblemente. James bajó aún más la voz, de modo que tuve que aproximar mucho mi cabeza a la suya para oírle. Excuso deciros que estaba impaciente… impacientísimo porque me contara lo que sabía de la Beth que no sabíamos nosotros.

Imagínate que tuviéramos en el pueblo a una Mata Hari.

– Tú dirás -dijo Juan Carlos con una sonrisa-. Con lo porteras que somos en este pueblo…

– Pero a James se le había cambiado la cara. Bueno, si tuviera que decir cómo, diría que había apretado las mandíbulas como si se le hubiera cerrado la expresión, ¿entiendes lo que te quiero decir? Y me dijo, nada, no es nada, simplemente que la conocemos de Australia… ¿Y?, pregunté yo, muerto de curiosidad. Nada, que tal vez no le tengo demasiada simpatía. No tiene importancia. No es nada. No quiso decir más y se puso a atender a los preparativos de la función. Pero yo, que lo tenía al lado, durante todo el tiempo que estuvimos ahí lo noté ausente, nervioso, removiéndose en el asiento…

– Hombre -dijo la Pepi-, no me extraña porque las bancadas aquellas son lo más incómodo del mundo.

– Después, cuando acabó la obra, salí con los Hewitt a la carretera. Iban cabizbajos y en un momento James le dijo algo en voz baja a Jaimie y ella hizo que sí con la cabeza. Luego, casi me da la risa, me acerqué a ellos y les dije que yo era el alcalde y que no tenía más remedio que saber las cosas que ocurrían en el pueblo, porque, claro, no íbamos a albergar entre nosotros a una persona indeseable. Lo sentía mucho, pero tenía que saber lo que pasaba con la Beth. Un alcalde es un alcalde y tiene que servir para algo en su comunidad… en fin, que yo era la voz elegida del pueblo… un disparate. Por supuesto, los pobres Hewitt, que acababan de llegar, no tenían ni idea de las costumbres y las leyes en España. Como, además, los españoles salíamos de la dictadura de Franco, igual se temían que yo era capaz de hacerles cualquier cosa. De verdad, un disparate.

– Tú también, eres un exagerado -interrumpió Carmen-. Alcalde, hale, asustando a la gente extranjera con tu autoridad…

– No, mujer. Entonces me lo tomaba en serio y lo cierto es que la Beth me preocupaba bastante, no fuera a haber tenido algún problema allá en Australia y estuviera metida en un lío. Todos le teníamos mucha simpatía y estábamos dispuestos a echarle una mano. -Torció el gesto-. Hombre, ahora, con todos estos años transcurridos, me doy cuenta de que, más que preocupación, yo lo que sentía en serio era una curiosidad tremenda… Esta mujer que llevaba quince o dieciséis años en el pueblo y de la que no habíamos llegado a saber nada, nada a lo que nos pudiéramos agarrar… o sea, como me pasa a mí con vosotros: yo sé dónde y cuándo nacisteis, sé a qué escuela acudisteis, a quiénes quisisteis, sé de qué van vuestras vidas… De Beth no sabemos nada, ¿os dais cuenta? Nada. Llegó al pueblo, se instaló, se lió con David y con Augustus o con Dan o con Hans musculillos -rió-, o con todos al tiempo… De pronto le apareció un marido muerto de una borrachera en Gomila… no, hombre, es que la cosa era tremenda. No sabemos de qué vivía… Por no saber, no sabíamos quién era aquel americano banquero se supone que abuelo de Love… el de los doscientos millones de dólares. -Guardó silencio un momento, decidiendo qué más. Y se enderezó en la silla, se subió las gafas y dijo-: No tenemos ni idea de adonde iba Love durante los veranos tras los que volvía contando que había estado en Martha's Vineyard, caramba, o pasando las vacaciones con los hijos de la Taylor. ¡Es que no sabíamos nada! Y a mí, eso me tenía frito.