Hablaban de las claves por las que se gobernaba la vida en el pueblo, de cuáles eran los resortes de esta sociedad española recién salida de la barbarie (por más que en Mallorca la tiranía se hubiera notado menos que en otras partes del país), de quién era quién en el orden jerárquico, Liam, Pamela Gilchrist, Augustus, el padre de Augustus, la madre de Augustus, la mujer de Liam, Dan el sueco y sus francesas, la nieta del zar, Lavinia (o Lav o Love), Beth…
– ¿Por qué os vinisteis a vivir aquí?
– Porque estábamos hartos de Australia y de sus hipocresías de país joven y pujante, todos deportistas, nadando o jugando al tenis, por Dios santo…
Tono, riendo, se corrigió:
– No. Digo que por qué decidisteis venir a Mallorca sin saber nada de la isla, de España, de este pueblo…
– No sé. Alguien nos habló de todo esto, lo leímos en la prensa, me parece que hubo una serie de artículos sobre Liam Hawthorne…
– ¡Todo empieza siempre por una serie de artículos sobre Liam! Sin que él hable nunca del pueblo, porque nunca habla del pueblo… se limita a ser su leyenda viva… este hombre ha hecho más porque seamos conocidos en el mundo entero que todas las oficinas españolas de turismo repartidas por ahí.
– Bueno -dijo James-, se diría que entre unas cosas y otras, aquí ha acabado juntándose una heterogénea colonia de gentes de todos los colores y pelajes. -Y en un tono de total inocencia, añadió-: Porque, por ejemplo, ¿cómo llegó hasta aquí una persona como Beth?
– Ésa es una larga historia.
XXII
– La noticia de que Love se casaba fue un auténtico bombazo -dijo Tono-. Un día, así, de pronto, de ese modo tan especial e inexplicable como sucedían las cosas en el pueblo, empezó a circular: ¡Que se casa Love! ¿Habéis oído? ¡Que se casa Love!
– ¿Que se casa Love? -había exclamado Carmen-. Vaya con la mosquita muerta. ¿Y con quién, si puede saberse?
– ¿Con quién? -había insistido la Pepi.
– No sé -había contestado la madre de ambas-. Con alguien muy importante, pero no sé… Lo he oído en la panadería hace un momento.
– Creo que la que lo tiene que saber es la Luisa Genovés -había dicho Francisca.
– ¿Pero está aquí? Porque hace días que no la veo.
– No va a estar… Claro que está. Hace un par de noches andaba por La Fonda… sin Max -añadió no sin malicia-… que está de viaje.
– Sí, pues ella lo sabrá. De modo que alguien importante, ¿eh? -había insistido Carmen, rezongando-. Vaya con la mosquita muerta.
– Tampoco fue tanto bombazo -dijo Carmen-. Nos enteramos y nos enteramos y basta. Hombre, no era para menos y no hubiera sido de extrañar que la gente se asombrara de la noticia. Pero no pasó nada de particular. Lavinia se casaba, bueno, pues se casaba. Se había marchado del pueblo un buen tiempo atrás, un par de años antes o así, y salvo estancias esporádicas para visitar a su madre y a Luisa, no había vuelto. Se decía que estaba en Estados Unidos estudiando, que vivía en casa de los abuelos o en un apartamento en Nueva York, vete tú a saber, que hacía la temporada de bailes en Londres o en Viena, que salía con un Kennedy, que se movía en el mundo del cine, que estaba acabando un doctorado en Harvard… había para todos los gustos.
– Sí -dijo Tono.
– ¿Un doctorado? ¿De qué?
– Nadie sabía -contestó Carmen-. Arqueología… relaciones internacionales, música medieval… nunca quedó muy claro -concluyó, sonriendo.
– Tonterías -dijo Juan Carlos-. Azafata de congresos, eso es lo que fue… a eso se dedicó. Nada más… todo lo demás fueron leyendas. Una mediopelo distin-guée…
– Caramba, cómo eres de apestoso, Juan Carlos.
– El que lo sabía de verdad era Augustus -interrumpió Tono con algo de nerviosismo, como queriendo desviar la conversación de los derroteros por donde iba-. Augustus fue el primero que nos dijo que Love se casaba. Así fue. Que yo sepa, él llamó a Beth para contárselo… bueno, para confirmarle que la noticia había salido en los periódicos americanos. Porque ella, os podéis imaginar, estaba al cabo de la calle. Había seguido el noviazgo de la niña como una gallina clueca aunque nosotros no supiéramos nada.
– Es verdad -dijo la Pepi-. Y creo que Beth se lo debió de contar a Luisa, que fue la que se lo contó a todo el mundo corriendo.
– Tú dirás. Pues no estaba ella poco ufana -dijo Carmen-. Menudo partido se enganchaba la niña. El Buonarroti nada menos.
– Claro. ¿Y quién no sabía quién era Gaddo Buonarroti? Ya para entonces Gaddo era el tenor más famoso del mundo… -añadió Juan Carlos-. Acordaos: fue más o menos por entonces cuando sacó el primer disco de música moderna, en fin, de canciones napolitanas, de boleros y luego de corridos mexicanos.
– Se vendieron como churros -asintió la Pepi.
– Hombre -añadió Guillem-, de ahí le vino la fama universal. Aficionados a la ópera hay muchos. Aficionados a la música melódica más facilona los hay a patadas.
– Todas las amas de casa de la burguesía media, media baja -dijo la Pepi.
Tono la miró y dio un silbido.
– Caramba -farfulló.
– Sobre todo si puedes demostrar una culturilla musical y decir a la gente que a ti el que de verdad te gusta es Buonarroti y no Plácido Domingo, por poner uno, o Pavarotti, da igual -añadió Juan Carlos-. Te basta con haber ido a un concierto de los tres tenores para convertirte en un experto.
– Claro -dijo Tono-, por aquel entonces Gaddo empezó a dar conciertos hasta en los estadios de fútbol…
– Y bien guapo que era -dijo Francisca, poniendo ojos soñadores.
– El caso -dijo Tono-, es que Augustus llegó a los pocos días con todos los periódicos…
– «Young Spanish aristocrat to wed Buonarroti» -dijo Juan Carlos, sonriendo-, lo recuerdo muy bien: «joven aristócrata española se casará con Buonarroti»… Todos nos quedamos sorprendidos, muertos de risa…
– Muerto de risa, tú, que eres más malo que la carne de pescuezo -le interrumpió Carmen-. Los demás estábamos encantados con la niña. Nos parecía que nos íbamos a casar todos con el cantante. Hale, todos en el cuento de hadas… Hasta estábamos dispuestos a pasar por alto la falsedad de sus principados y noblezas… ya ves…
– «Il Buonarroti si sposa la principela spagnola» -insistió Juan Carlos como si no hubiera oído. Y con habilidad más propia de un prestidigitador que de un cotilla (él hubiera preferido agitador social), sacó un cigarrillo del bolsillo interior de la chaqueta y lo hizo rodar por entre los dedos de una mano. No lo llegó a encender.
– Lo que quieras -dijo Francisca-, pero recuerdo bien, y me parece que aún tengo los recortes, que Love salía en unas fotos en todos aquellos periódicos como si fuera una reina. Guapísima…
– … Radiante, sí -añadió Carmen-. La verdad es que estaba como siempre, sólo que en los periódicos, aquella tez tan blanca que tenía y los párpados abultados, como una virgen del Renacimiento, resaltaban y le daban un aire exótico… Y ya sé por dónde vas, Juan Carlos, que quieres meter el dedo en la llaga y recordar que la pobre Lavinia no era una princesa de sangre real. Pues qué quieres que te diga: se había convertido en nuestra princesa. Además, ¿le había dicho ella nunca a nadie que era princesa o que era descendiente de Carolo de Meckelburgo? No, ¿no? ¿Pues entonces? -Sonrió. Una pausa de medio segundo, no más, y luego-: Sólo lo sugirió de tal modo que se pensara que lo era. En eso residía, bueno, reside, su formidable habilidad.