– Carmen se ha vuelto monárquica -afirmó Juan Carlos-. Quién te ha visto y quién te ve.
Con tono de fastidio, la Pepi dijo:
– No sé qué manía tenéis con esto de la sangre azul de Love… si me apuráis, vaya, la sangre azul de Luisa la emperatriz de todas las Rusias, todavía. Pero ¿Lavinia?
– ¿Y qué más te da?
– No me da nada, pero es que parecéis guionistas de un remalle de Sissí emperatriz, venga.
Rieron.
– Un poco de aristo… -Tono titubeó-… aristocratización, eso es, no le viene mal a nadie.
La Pepi se encogió de hombros.
– Sois idiotas.
Pues ni unos ni otros.
La noticia del noviazgo la había dado por teléfono la propia Lavinia a Luisa Genovés, en un día radiante de abril, de los que en Mallorca aparecen esponjados de verdor, con la luz cristalina, sin intermediarios cromáticos, sin tamiz, como si el sol le hubiera robado la atmósfera a los olivares, dejándolos con sus colores despojados de matices y claroscuros. Así, al menos, con esta simbología de primavera lo recordaba Luisa, asociando la memoria de aquella mañana a la confidencia alegre de su amiga. (Puede que alegre no sea la palabra correcta para describir un sentimiento cuando se habla de Lavinia; nunca estaba alegre; antes al contrario, el estado de ánimo de Lavinia el día de su noviazgo era de contento, lo que resulta menos exuberante pero más apropiado.) Luisa era la única persona que había estado siempre en el secreto de todos los secretos de Lavinia, de todas sus ambiciones, de todas sus inseguridades y aprensiones. Lo habían compartido todo. No había misterios entre ellas, no existían las reservas mentales, las inhibiciones que, por ejemplo, estaban presentes en las relaciones entre la madre y la hija. Por eso era normal que la confidencia del noviazgo fuera hecha antes a la amiga que a la madre.
– ¿Luisía?
– ¡Vinie! ¡Mi amor! ¿Pero dónde estás? ¿De dónde me llamas?
– Estoy en Nueva York…
– ¿Cuándo vienes?
– En seguida…
– ¿Cuándo?
– En seguida… pero déjame hablar, que te tengo que contar algo alucinante… Bueno, no. No te voy a contar nada. Adivina. Te voy a permitir una sola respuesta… -Y se rió.
Inmediatamente, sin pensarlo dos veces, con gran seriedad, Luisa dijo:
– Que te casas. -Y después dio un grito-. Es que te casas. ¿A que sí? -Se dejó caer en la cama, riendo, con el teléfono pegado a la oreja. Lanzó las piernas hacia arriba y las agitó dando patadas al aire.
– ¡Sí! ¡Me caso! -gritó Lavinia. ¿Gritar? Eso sí que resultaba atípico. Las personas que la hubieran oído gritar ciertamente no eran muchas-. Me caso, me caso, me caso.
– ¡Por fin! Tengo unas ganas que me muero de conocer a tu tenor, Vinie… Pero, dime, dime, dime, ¿cómo se te declaró? -Su tono de voz estaba en el borde mismo de la histeria.
– Bueno… me llevó a cenar a la Cote Basque anoche, ya sabes lo que a él le gusta comer bien aunque se tiene que aguantar por el régimen. Me dijo que por una vez iba a comer y brindar como le diera la gana… Pidió una botella de vino blanco francés que estaba buenísimo, hizo que nos sirvieran y luego levantó la copa y se puso todo dramático, ya sabes, como de ópera, y me miró a los ojos. Por nosotros, dijo. -Lavinia se rió nuevamente-. Por nosotros, ¿te das cuenta Luisa?…
– ¡Sigue!
– Bueno, eso… que me pidió que me casara con él.
– Ni hablar. Cuéntamelo, cuéntame todo cómo pasó, de pe a pa. ¿Qué llevabas puesto?
– El traje blanco con puntillas, ¿sabes cuál es?
– Sí, sí, sigue.
– Bueno, el traje blanco con puntillas y el escote un poco escandaloso que tanto le gusta a mi madre… Bah, tengo unas tetas tan pequeñas que qué más da. Me tuve que poner un sujetador para empujármelas hacia arriba. Bueno, pues eso. Entonces Gaddo sacó un estuche como de terciopelo azul del bolsillo de la chaqueta, era alargado, o sea, que tenía que ser una pulsera, y me lo puso delante sobre el mantel… lo empujó hacia mí con ese dedazo… y me pareció que todo el restaurante nos estaba mirando… pero no me dio ninguna vergüenza… al revés: estaba deseando abrir el estuche. -Se rió.
– ¿Y entonces?
– Bueno, pues Gaddo lo abrió y ¡no era una pulsera! Era el collar de brillantes y esmeraldas más maravilloso que jamás has visto. Estoy deseando enseñártelo…
Guardaron silencio, pero al momento profirieron al unísono sendos grititos de entusiasmo.
– Y qué más.
– Nada, que he dormido con él puesto aunque pincha mucho, y ahora lo llevo y me lo estoy viendo en el espejo. Es maravilloso.
– ¿Y Gaddo?
– Se ha tenido que ir a Washington. Canta allí esta noche… pero vuelve nada más terminar para que cenemos juntos.
– Pero, ¡Vinie!, cómo te lo dijo, qué te dijo, qué le dijiste tú, cuéntamelo todo ahora mismo.
– Me quedé muda con el collar, como una tonta, ¿sabes? Bajé la vista, ¿sabes?, bajé la vista como si me diera vergüenza, pero en realidad era porque… porque… no sé. Y entonces, Gaddo me dijo con ese vozarrón que tiene, ya sabes que estos collares sólo se regalan para que pesen mucho en el cuello de una mujer y nunca pueda escaparse. Se rió y me dio la sensación de que temblaban las lámparas del restaurante. Y luego me dijo, Lavinia, no creas que esto es un soborno. Esto es sólo para que veas cuánto te quiero: tantos brillantes lucen menos que lo que yo quiero darte en la vida. Cásate conmigo, por favor. Me pareció que estaba al borde de las lágrimas. Y entonces qué le voy a decir… llevaba tanto tiempo esperando a que me lo pidiera… claro, dije que sí, que me casaría con él y él levantó la cabeza y se puso a reír… -Se interrumpió bruscamente-. Pues así fue.
– ¿Pero cuándo es?
– ¿El qué?
– Eí matrimonio, mujer.
– Todavía no lo hemos decidido, pero más o menos en el otoño… Te tengo que dejar que tengo que llamar a mamá y luego me voy a almorzar con el tío Augustus.
– Pero ¿cuándo vienes?
– Ah, dentro de un par de semanas.
– ¿Y tu abuelo?
– Bah -casi pudo oírsele el encogimiento de hombros-. Ya se enterará por los periódicos. Hace meses que no le veo.
– Ya lo sé. Es tonto.
– Vaya, no se le ocurre más que a un viejo estirado como él meterse con mi madre… Menudo imbécil. Mira, Luisía, mi abuelo, que pague. Que pague todo hasta la boda y luego, que me deje en paz. Total… hasta voy a tener más dinero que él…
– Todos en el pueblo -dijo Tono-, fuimos corriendo a visitar a la Beth en cuanto oímos la noticia. Ella, con esa solemnidad de teatro que le venía de instinto, ya sabes, ese estar digno como si no pasara nada sólo que en realidad estás a punto de inflarte como un globo, nos iba recibiendo en el jardín de El Mirador…
– Sí -apostilló Carmen-, se había puesto un vestido más o menos serio, discreto, como azulón, y estaba sentada en una butaquita de jardín al lado de la mesa de mármol aquella que había allí con las patas de hierro negro forjado… bueno, negro, no; bastante oxidado…, y recuerdo que, para aparentar, hacía petit point -lo pronunció exageradamente a la española, peti-puán-. Tal parecía que no hubiera hecho otra cosa en la vida.
– Ya -dijo la Pepi-. Y encima de la mesa había una jarra grande de limonada y unos vasos. Y la Beth nos miraba y hacía gestos lánguidos hacia la jarra para que nos sirviéramos.
– Fue increíble -dijo Juan Carlos-. De todo el episodio, de todo lo que ha sido la vida de Beth y de Lavinia, su matrimonio, su divorcio, el lío o los líos, el pueblo, los expatriados, Liam, la biblia en pasta…, lo que recuerdo, no sólo mejor sino como más espectacular, es aquella tarde en El Mirador.