– Qué tontería -dijo la Pepi-. Además, no estuviste ni en la mitad de las cosas…
– No, no -respondió Juan Carlos con vehemencia-, atiéndeme. No es que en esta maravillosa historia no ocurrieran cosas más vistosas o más dramáticas, il dramma, cara mia, ante todo il dramma. Las hubo, sin duda. Cómo no va a haberlas. Lo único que estoy diciendo es que yo… yo, al menos…, recuerdo aquella tarde del día en que nos enteramos de que Love, nuestra Love, se casaba como el momento cumbre de todo…
– Bah.
– No. Bah, no. Ver a Beth sentada, tan guapa…
– ¡Huy, tan guapa! Te falla la memoria, Juan Carlos.
– ¡Te falla a ti! La estoy viendo, con aquella serenidad fingida, aceptando discretamente las enhorabuenas… Guapísima. ¿No os dais cuenta? Visto hoy con suficiente perspectiva histórica…
– … perspectiva histórica te iba yo a dar. Eres un cursi, Juan Carlos.
– … para Beth aquel momento era la culminación de toda su vida, de todo aquello por lo que había luchado, la superación de los instantes malos (los que conocemos y los muchos que desconocemos) y los buenos, de las ansiedades y angustias, las alegrías… Bueno. Me imagino lo mal que se debió de sentir el día en que su marido, como se llamara, apareció muerto en Gomila.
– Jim Trevor -dijo Guillem, para que no se olvidara que había sido el único de todos ellos que había tenido una relación con el padre de Lavinia. Una relación digamos funeraria, pero una relación al fin y al cabo.
– Equivalía -continuó Juan Carlos como si no lo hubieran interrumpido- a desvelar la gigantesca mentira que era toda la existencia de Beth…
– ¿Tú lo sabes esto de la gigantesca mentira? -preguntó Carmen.
Juan Carlos sacudió la cabeza.
– En el fondo, se conseguía arruinar toda una vida, toda su vida. ¿Os imagináis lo que tuvo que ser para ella? No había marido diplomático destinado en un romántico y peligroso reino del Lejano Oriente, no había suegro millonario, no había sangre de príncipes corriendo a chorros por las venas de madre e hija, no había una vida trepidante vivida antes de que a Beth le sobreviniera el hastío y decidiera retirarse a esta isla… ¡nada! No quedaba nada. ¿Comprendéis? Una verdadera tragedia: cuando murió su marido de una vulgar borrachera, Beth tuvo que volver a empezar de cero. Vaya historia la de la muerte del marido…
– Jim Trevor-recordó Guillem.
Juan Carlos lo miró y respiró lentamente por la nariz. Se reclinó en el asiento y encendió con fastidio el cigarrillo que tenía entre los dedos desde un rato antes. Nadie se atrevió a interrumpirlo más. Y de golpe Juan Carlos hizo una pausa para subrayar el efecto dramático:
– … se casa Lavinia… Nada menos. Y se casa Lavinia con Gaddo Buonarroti… ¿Me hacéis el favor de comprender lo que eso pudo significar en aquel momento para Beth?
– Hombre, visto así…
– No… perdona. No hay modo de verlo de otra manera. Beth era la reina de corazones y nosotros habíamos acudido allí a tomar el té de las cinco, a rendirle pleitesía…
– Hasta acudió el sombrerero loco -dijo Carmen, riendo-. Vino Bertil con su bombín en la cabeza…
– Llegó todo el mundo -dijo Tono-. Todo el mundo. Hasta Liam, que ya no iba a ningún sitio, y su mujer y los chicos y Dan con las francesas, y el médico Rafael Rodríguez, que ya venía colocado y apestando a anís, y David con su niña pequeña…
– La mujer de David era una coneja… ¿cuántos niños tenía ya?
– ¿Entonces? Cinco-dijo Francisca.
– … Los pescadores de la cala… el párroco… los dos guardias urbanos, de los que uno era analfabeto y no podía poner multas… ¡Y el cabo de la Guardia Civil! -Sacudió la cabeza-. Caramba. Y allí estaba la Beth, sentada en su trono, sonriendo no sin condescendencia y señalando la jarra de limonada para que la gente se sirviera.
– ¿Y Lavinia?
– Ah, Lavinia, sí. Lavinia llegó días más tarde -dijo Tono.
– Y ésa sí que venía como una princesa -dijo Francisca.
– Pues no estoy de acuerdo, mira -dijo Carmen-. Llegó como siempre. Callada, paliducha…
– … guapísima-dijo Guillem.
– … paliducha, con su media sonrisa de lela, pero no como una princesa, sino normal. Eso hay que agradecerle, ya veis.
Lavinia llegó, en efecto, dos semanas después de que en el pueblo se enteraran de su inminente boda y lo único destacable de su presencia (es cierto que hubo una fiesta en La Fonda para celebrarlo, pero era obligada; Lav estuvo amable como siempre, distante, algo fría, imperturbable), aunque pocos fueron los que se enteraron entonces, fue que le pidió a Luisa su yegua blanca para dar un paseo.
– ¡Pero si no sabes montar, mi amor! -le dijo Luisa, riendo.
– Siempre has dicho que la yegua blanca es muy pacífica.
– Bueno, sí, pero tanto como para montarla el día en que lo haces por primera vez me parece algo exagerado. Además, imagina lo que te puede pasar entre las piernas si no estás acostumbrada -rió-. Piensa en tu novio.
– No, verás, tonta… No me voy a ir al galope por los montes. Me mataría. Sólo quiero que Max me saque una foto montada en la yegua delante de El Mirador.
Luisa frunció el ceño con cómica seriedad.
– ¿Max? ¿Mi Max?
– Max Gandahar, el famoso fotógrafo de la aristocracia de toda Europa. ¿Te acuerdas de él?
Luisa levantó un dedo admonitorio y lo sacudió varias veces, como una maestra de escuela.
– ¿Qué estás planeando, eh? Ya sé yo… Conque Max, ¿eh?
Lavinia sonrió la sonrisa que nadie más veía, sólo Luisa, y luego se encogió de hombros.
– Unas fotos… Unas cuantas fotos… es poca cosa. -Y en mallorquín añadió-: Tampoco no es tanto, verdad.
Las revistas del corazón de un mes más tarde traían en su portada una bellísima fotografía de Lavinia a caballo frente a El Mirador. La más importante de todas ellas publicaba un reportaje muy parecido al que ocuparía las páginas centrales de Harper's Bazaar en su número de julio: «La joven aristócrata española Lavinia de Meckel Lorena retratada por Max Gandahar. Pronto contraerá matrimonio con el famoso tenor Gaddo Buonarroti. En la foto Lavinia monta su yegua frente a la casa-palacio de sus ancestros en Mallorca. Texto de la princesa Luisa Genovés Romanovna.»
En realidad, el texto, como suele suceder en los servicios fotográficos que aparecen en las revistas de la buena sociedad, añadía muy poco más a la información de la portada. Se sospecha que la razón estriba en que los clientes de tales publicaciones leen poco o tienen escasa capacidad de concentración y menos afición a las labores del intelecto.
Lavinia era retratada con diversos atuendos y en diferentes poses en el jardín de El Mirador, sujetando (aterrada) a la yegua por la brida, paseando por entre las flores, apoyada contra una de las columnas del claustro, olisqueando una ramita de plumbago recién arrancada, pero nada se aclaraba sobre sus antepasados, la línea sucesoria, su sangre azul, la propiedad de El Mirador o el noviazgo con Gaddo. El artículo era una obra maestra de la confusión y la sugerencia. No, contestó una portavoz de la futura señora de Buonarroti a la miríada de periodistas que llamaron, la señorita (condesa, en realidad) de Meckel Lorena no concederá entrevistas por el momento: ella no es proclive a desvelar detalles de su vida o a hacer comentarios sobre sus planes; es una persona muy reservada y muy celosa de su intimidad, sí; por el momento, está muy ocupada en la preparación de los detalles de la boda y en terminar su licenciatura en Arqueología. A su debido momento se comunicarán la fecha y lugar del matrimonio. ¿Y la licenciatura, dónde la cursa? En una universidad americana. Buenos días.
Y como esta historia es verdadera, no cabe sino asombrarse de la credulidad de las gentes en general y de los profesionales de la prensa en particular.