Las gentes del pueblo sonrieron con condescendencia. Las dueñas de El Mirador se sorprendieron de su repentino parentesco con Lavinia (y sobre todo con Beth) y, cuando preguntaron a Beth acerca del origen de toda la historia, por toda respuesta recibieron una mueca de indiferencia (dirigida al mundo y no a ellas, por supuesto) y un «ah, no tiene importancia: no hagan ustedes caso. Son cosas que inventan los periodistas, que no saben qué contar. ¿Les apetece una taza de té?».
– ¿Pero se casa Lav con Buonarroti? -preguntaron ambas.
– Ah, sí -dijo Beth, sonriendo y poniendo los ojos en blanco-. Eso es lo único que importa… bueno, lo único que es verdad. Lavinia se casa con Gaddo el próximo otoño, sí.
– ¡Qué contentas estamos! ¡Qué maravilla! Tendremos que hacerle un regalo… en fin, pensamos, ¿no? ¿Y dónde será la boda?
– No lo hemos decidido aún, pero Gaddo se inclina por Venecia.
Gaddo, por supuesto, no se inclinaba por nada y además, aun cuando sus preferencias fueran en alguna dirección concreta, no sería Beth la depositaria de sus confidencias.
Gaddo, en el fondo, haría lo que Lavinia quisiera.
Augustus había mandado a Beth un telegrama, well done, my love, bien hecho, mi amor, que lo resumía todo con extrema precisión. Pero en su ausencia, Dan el sueco tuvo, como siempre, la última palabra.
– Lo ha jodido vivo -dijo y, con un gesto circular, se enroscó la cadena del Roskoff en el dedo corazón de la mano derecha.
XXIII
La llegada de Gaddo Buonarroti al pueblo fue un acontecimiento en verdad memorable. Hasta por un instante dio la impresión de que nunca nadie tan famoso o tan importante se había acercado a aquel lugar. No era cierto, claro está, puesto que entre los habitantes permanentes u ocasionales, más de uno podía equipararse en celebridad al famoso tenor e incluso un personaje como Liam había sido proclamado y reconocido tiempo atrás como una leyenda viva de la literatura, un escritor que seguramente sería galardonado con el Nobel en cualquier momento, si la gente de la academia sueca hacía gala de un mínimo de sensibilidad cuando tocara otorgarlo de nuevo a un poeta de lengua inglesa. (De hecho, la humorada final en la vida de Liam Hawthorne fue recibir el premio Nobel cuando ya le resultaba por completo indiferente: para entonces el mal de Alzheimer había acabado con cualquier contacto suyo, por tenue que fuese, con la realidad.)
La expectación que creó la llegada de Gaddo Buonarroti se debió en sustancia a su fama mediática. La foto de Buonarroti salía en los periódicos continuamente, cualquier concierto suyo era noticia en la televisión, su presencia en cualquier fiesta de la alta sociedad era recogida en revistas e imágenes, el físico y los atuendos de sus acompañantes femeninas eran analizados y desmenuzados para gran contento de las propias protagonistas que veían que su cotización en el mercado de la carne se decuplicaba. Gaddo era un monstruo, todo un personaje de vivo carácter, adorado por las masas de sus innumerables admiradores, seguido por fans incondicionales y por aficionados a la ópera, incluso por aquellos que consideraban que la tonalidad de su voz era demasiado melosa.
Pero, más que nada, el entusiasmo suscitado en el pueblo por su visita tenía que ver muy principalmente con la propia Lavinia.
Era Lavinia la que se casaba con este cantante de fama universal y no al revés; era ella la que le estaba haciendo el favor y no al revés. Para el pueblo, Lavinia se había convertido en la heroína. Como había dicho Carmen, a través de ella, todos lograrían hacer realidad el sueño de convertirse en protagonistas de un cuento de hadas. Y era con íntima satisfacción que los más ancianos del lugar manifestaban sus opiniones sobre el acontecimiento. «Lo conoció en la Casa Blanca.» «No, dicen que los presentó el presidente de Estados Unidos.» «Fue el Rey.» «Ni hablar: ella estaba de sirvienta en casa de Ava Gardner y él se enamoró de ella una mañana que les pasó el desayuno a la cama.» «¿El desayuno a la cama?» «No sabéis nada: ella es azafata de Iberia…» «Ni hablar; fue en el conservatorio…»
De no haber sido por Lavinia, los habitantes del villorrio, tanto los autóctonos como, por pura mimesis, los importados, se habrían aplicado a la tarea de ignorar olímpicamente a Gaddo. Era célebre la anécdota de uno de los más viejos pescadores del lugar que, a las reiteradas preguntas de un periodista extranjero inquiriendo acerca del paradero de Augustus, declaró no saber de quién se trataba. Y observando, después, al periodista que se alejaba confuso, rezongó «y porque el Lórgus sea un tipo famoso voy a tener que conocerlo. Vamos, hombre».
– Era lo que tocaba -dijo Tono-. Los pueblos en Mallorca son así: desconfiados, recelosos, poco dados a abrirse en presencia de extranjeros, menos dados aún al papanatismo frente a la fama. Sólo que, en este caso, pudo más la curiosidad. La curiosidad y la conciencia del protagonismo de Love. Love era cosa nuestra.
Buonarroti llegó al pueblo de la mano de Lavinia, que había ido a buscarlo al aeropuerto.
Venían, es cierto, literalmente cogidos de la mano como dos tórtolos, indiferentes a todo. Seguían a ambos una batería de personajes, cinco o seis, de decidida catadura urbana. Todos vestían traje de calle. Todos llevaban corbatas de Hermés y todos traían en la mano izquierda voluminosas carteras de cuero en las que sin duda custodiaban importantes documentos. Cerraban la procesión dos severas señoritas con aspecto de secretarias; las dos llevaban gafas de montura de concha y el pelo recogido en sobrios moños. Resultaba cómico observar la indiferencia de los enamorados ante semejante procesión de incongruentes acompañantes.
Por más que algunos lo intentaran, por mucho que algunos quisieran adoptar lo que Juan Carlos describió como poses blasées («ay, hijo -le había dicho la Pepi en una ocasión-, que parece que por las mañanas, antes de salir de casa, te aprendes cuatro o cinco frases en inglés para soltarlas después a lo largo del día; ¿desde cuándo hablas tantos idiomas?», había inquirido con sorna), la curiosidad pudo con ellos.
Lavinia se paseó por casi todo el pueblo en lo que podría describirse como loor de multitudes, hasta llegar a La Fonda y sentarse con Gaddo a tomar un refresco. Los coches los habían dejado sin necesidad al comienzo de la calle principal (carretera, en realidad) y tan largo recorrido a pie fue lo único que puso de manifiesto la excitación de Lavinia y su convencimiento íntimo de ser ella la protagonista innegable de la ocasión» La gente se hacía la encontradiza y saludaba a los novios; los más ancianos del lugar, sobre todo las más viejitas, levantaban la barbilla sin decir nada o todo lo más «hola»; otros se detenían a dirigirles unas palabras de bienvenida o de felicitación; otros, por fin, miraban mudos, como si hubiera llegado el santo advenimiento. Todos estaban pendientes de los protagonistas de la jornada. En cuanto a Lavinia, se paseó de la mano de Gaddo con aquella indiferencia aparente tan suya, como una reina, con una sonrisa discreta, un poco alelada. Iba guapísima, con la tez muy blanca, estirada, bien entallada, «se hubiera dicho, oye, que le habían crecido las piernas», dijo Tono; «y las tetas», añadió Guillem.
En La Fonda, en seguida se les unieron Luisa, Max, David y Augustus. Con excepción de Luisa, Gaddo los conocía a todos, ya fuera por su celebridad como artistas, en el caso de David, o por habérselos encontrado antes en alguna capital del mundo civilizado. De hecho, Max lo había retratado en más de una ocasión y Augustus era directamente responsable de todo el asunto: él había presentado a los novios en una recepción celebrada en el hotel Pierre de Nueva York con motivo del estreno de su última obra de teatro. Lavinia trabajaba de meritoria en una agencia de relaciones públicas gracias a la recomendación de Max y por pura casualidad había sido enviada al Pierre para realizar tareas pomposamente descritas como de «asistencia a los participantes». Muy pocas personas estaban en el secreto, Beth, Luisa, Max y Dan el sueco, y su instinto de conspiradores les hizo mantener la boca cerrada. Hasta para el viejo Louis Trevor, Lav estaba realizando un curso de posgrado en la Sorbona.