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– ¿Me acompañas, Gaddo, mi amor? Quiero enseñarte mi rincón preferido del jardín… Allí, donde están las buganvillas, al pie de aquellas fuentes tan estropeadas.

– Bueno, hay poco más -dijo Augustus-. Beth comparte con su antepasado el horror por las cosas excesivas, los uniformes -miró el traje marrón de Buitre Primero, que se tiró de la solapa como si una chaqueta resultara demasiado solemne para la ocasión-, los bailes de la corte y la vida de la jet society…

Por primera y única vez, Beth intervino.

– Todo esto me parece una exageración. -Sonrió-. El color de mi sangre es de escaso interés para nadie y no digamos para mí. Hace muchos años que decidí apartarme de todo aquello… Por eso vine aquí, huyendo de todo, buscando la vida sencilla que me resultaba tan difícil con mi marido… -Hizo un gesto vago con la mano-. Las embajadas, la corte… Oropeles. -Se mordió los labios con un encantador gesto de modestia que en el fondo escondía la angustia por haber usado, ignorando si de forma correcta, una palabra que desconocía hasta que acababa de oírsela a Augustus.

– Casi podría decirse que, en el fondo, Beth vino a este pueblo en busca de sus raíces -añadió Augustus. Beth asintió. Luego añadió en voz baja-: El filo de la navaja.

– ¿Cómo dice? -preguntó Buitre Primero.

– Nada, pensaba en Somerset Maugham… En fin, así es esta historia.

– Pero -insistió el abogado, y Augustus levantó una ceja con incredulidad-, ¿cómo decidió la señora Meckel venir aquí? Por cierto, tengo una curiosidad, si me permite que sea maleducado.

– Claro que se lo permito -dijo Beth.

– ¿Por qué se cambió usted el nombre?

– ¿El nombre?

– Sí: Meckel.

– ¿Meckel? ¿Se refiere usted a por qué mi apellido es Meckel? -repitió Beth, intentando disimular el horror que le producía la pregunta.

– Sí, de Meckelburg a Meckel.

– Ah, ya.

– El Von Meckelburg era demasiado complicado para Australia -intervino nuevamente Augustus, riendo de buena gana-. Los australianos son muy poco sofisticados, ¿qué le parece?

El abogado se rió como si encontrara que la salida de Augustus había tenido verdadera gracia.

– Claro, claro. Siempre hay que contar con lo primitivos que son los australianos, ¿verdad? ¿Y Lorena? ¿De dónde sale el nombre de Lorena? -Rió-. ¿De la Lorena francesa?

– No exactamente. Lorena es la versión española de Lothringen, pero en realidad ya en origen era una perversión del nombre, es decir, que había sido traducido al alemán antes de volver a ser vertido al español. Porque el primer Lorena fue Francisco de Lorena, duque de Lorena y de Toscana… En realidad -concluyó, pensativo-, la Toscana, quiero decir el ducado de Toscana, es lo que siempre ha atraído más a Beth, lo que tiene más cerca del corazón.

– Ya sabe usted -dijo Luisa- que, además, en las familias reales de Europa todos nos consideramos primos. Una tontería en realidad porque Lavinia y yo no podemos ser menos primas de lo que somos… pero… -levantó las manos con las palmas hacia arriba-, ya ve… ella es mi prima Lavinia.

– Claro -confirmó Augustus.

Beth alargó la mano por encima de la mesa y la puso encima de su muñeca.

– No me gusta que sigamos hablando de esto, Lórgus -dijo con voz suave-. Dejémoslo ya, que no tiene importancia. Sólo importa la felicidad de mi Lavinia. -Justo lo indispensable para tocar el corazón del esnobismo de un abogado americano.

(Años después, Carmen recordaría que todo aquello le había parecido tan empalagoso que le habían entrado ganas de lavarse los dientes.)

Desde el fondo del jardín pudo oírse la carcajada de Gaddo. Todos se volvieron hacia allá y pudieron ver cómo abrazaba a Lavinia y la levantaba del suelo.

– La casa de tus ancestros -dijo Buonarroti con un susurro teatral-. Es la casa de tus antepasados. ¿La quieres para ti, mi preciosa joya?

Lav asintió tímidamente.

Gaddo Buonarroti rió alegremente, con verdadera exuberancia.

– Pues será mi regalo de boda.

Aquella noche Beth hizo el amor con Dan el sueco como no lo había hecho en años: de la manera más salvaje y cochina que pudo apetecer, con un sentimiento a la vez de venganza y de celebración. Fue como si se hubiera quitado la máscara para regresar sin trabas a la vida desenfadada de siempre. Beth había engañado todo lo que tenía que engañar en la vida.

– Si esto fuera Australia hace veinticinco años -dijo riendo con la voz bronca y llena de sexo-, hoy me pasaría por entre las piernas a toda mi agenda, incluido Merrit, que era un amante lamentable.

Dan dio un silbido largo. Después la agarró con rudeza por la cintura, le dio la vuelta sobre la cama y se puso encima de ella.

Para Beth, los orgasmos de aquella noche no fueron, sin embargo, un premio a lo que Dan describió como el mejor timo de todos los tiempos, sino, aunque ella no lo supiera, una celebración final, la consagración de su última primavera, su gran canto a la vida libre, tal vez su último canto verdaderamente libre y consciente.

Oh, sí: ella no se dio cuenta al principio y lo achacó a despistes y distracciones, incluso a la menopausia inminente. «Empiezo a chochear», decía. Pero no, no. El mal estaba ahí.

Poco después -algunos meses quizá, o un año o dos- del día en que se formalizó la boda de Lavinia en el jardín de El Mirador, empezaron las rarezas de Beth, sus extraños olvidos, sus ensimismamientos, sus ausencias. Raras ocurrencias al principio, que fueron volviéndose más y más frecuentes.

Fue Augustus quien reconoció los síntomas inmediatamente. Había tenido infinitas ocasiones de angustiarse observándolos en su padre y, más tarde, en Liam, y supo de qué se trataba en el mismo momento en que, sorprendido por una incongruencia de Beth, se volvió hacia ella y, frunciendo el ceño, dijo «¿Beth?».

Y ella contestó «¿Qué?» sin comprender y con la mirada perdida durante un segundo.

¡Pobre Augustus!

Pobre Beth.

TERCERA PARTE

2000

XXIV

– ¿Vosotros sabíais del engaño? -preguntó Buonarroti.

Tono se encogió de hombros.

– Depende de cuál engaño, Gaddo.

– Depende del engaño del que estemos hablando -repitió Carmen con ironía-. Del del origen familiar de Beth, de la enfermedad que acabó con su marido, de los títulos universitarios. De los principados de Prusia, de los ducados de Toscana o del dinero que le iba a caer a Lavinia cuando muriera un hipotético abuelo americano… Ya ves, del único engaño del que no podemos hablar, porque nunca supimos, fue del amor que te tenía o no te tenía… Bien pensado, ni siquiera somos capaces de afirmar (nosotros, que en este pueblo tenemos un ojo maligno para adivinar estas cosas) que Lavinia llegara virgen al matrimonio…

Gaddo hizo un triste gesto negativo.

– … Por no ser -dijo Juan Carlos-, no somos siquiera capaces de afirmar que Lavinia sea el verdadero nombre de Lavinia…

– ¿Por qué nunca me dijisteis nada? -preguntó Gaddo, alzando repentinamente el tono de voz con una excitación muy visible que, acentuada por el deje italiano con que hablaba castellano, resaltaba sus equivocaciones constantes y sus giros gramaticales, tan equivocados que hasta resultaban cómicos-. Si no queríais decírmelo de un golpe, al menos me lo podríais haber dicho de forma escayolada.

– Escalonada -murmuró Juan Carlos.

– ¿Y quiénes éramos nosotros para decir nada? Eso era cosa vuestra, tuya y de Lav -contestó la Pepi con irritación-. Además, nunca supimos nada con certeza. Si Lavinia volvía de una temporada en América y nos contaba que había terminado un doctorado en Historia, ¿íbamos a exigirle que nos enseñara el título?