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– Y encima -recordó Tono-, te trajiste una batería de abogados…

– … razza di inutili -dijo Gaddo-, pandilla de inútiles.

– … Vaya, una batería de abogados para que se enteraran de todo, no creas que no nos dimos cuenta. ¿Y qué querías que hiciéramos? Incluso si hubiéramos sabido cualquier cosa, que no, ¿eh?, que no, ¿te la hubiéramos contado? ¿Nosotros, la parte contraria, los pueblerinos paletos frente al gran divo?

– Ebbé, me Vavete fatta bella -dijo Gaddo-, buena me la hicisteis.

– Bueno, Gaddo -dijo Carmen, abriendo seriamente las hostilidades-, de eso hace veinte años, ¿no?… ¿Cuánto hace que os casasteis? Veinte años, ¿no? Pues veinte años. Si quieres, puede que fuéramos culpables entonces, que estuviera mal que no le contáramos a… á… ¿cómo lo llamábamos, Tono?

– Buitre Primero.

– Eso, Buitre Primero… que no le contáramos a Buitre Primero toda la historia tal como la veíamos, que tampoco era mucho… oye, ¿y por qué no iba Love a embellecer su personalidad para conseguir casarse contigo? ¿Qué había de malo en ello? Bueno, puede que aquello estuviera mal, vale, de acuerdo, pero ¿y tú? ¿Y tú estos pasados veinte años? Y descuida, que no se te ocurre reunirnos hasta ahora para que te contemos toda la historia, hasta ahora, ¿eh?, cuando Lavinia se ha divorciado de ti, te ha sacado hasta la hijuela con El Mirador incluido… Porque hasta ahora estabas encantado.

Gaddo levantó las manos en un gesto teatral para suplicar que pararan el ataque. No parecía enfadado con ellos. Y es que contrariamente a lo que se sabía de él, a su fama de irritabilidad, a sus violentas explosiones de carácter, se hubiera dicho que hoy estaba dispuesto a aceptarlo todo, que se había impuesto la paciencia como recurso necesario en esta larga y esclarecedora conversación con el coro de cotillas.

– Levanta las manos, anda -dijo la Pepi-, que bien llegaste hace veinte años con un equipo de abogados a que te organizaran el divorcio futuro. Pues ahora lo pagas, qué quieres que te diga. Justo castigo.

– iNo! Scusatemi… Esto es demasiado, demasiado. Yo soy inocente. Sólo os he reunido para pediros consejo, a vosotros que conocéis a Lavinia mejor que nadie. No quiero acusaros de nada. Sólo busco explicaciones…

– ¡Si no las hay! ¿No ves que nunca hay explicación a un desastre matrimonial? ¿Dónde se estropearon las cosas? ¿Qué día dijo quién algo irremediable?

– … sólo quiero comprender por qué tutto questo me ha costado tanto dinero… y la felicidad…

– ¿Cuánto te ha costado? -preguntó Juan Carlos en voz baja, con aire inocente, como si no importara.

– ¿Qué? -Gaddo se volvió hacia él. Después frunció el ceño y dijo-: Una locura… un millón de dólares por año de matrimonio. ¡Ah! Diecinueve millones de dólares… y la felicita. Ése fue el acuerdo al que llegó mi flamante equipo de abogados carísimos. Derrotados por una piraña de ojos inocentes. Non é troppo?, ¿no es demasiado? Dímelo tú que eres escritor y escribes de sentimientos. Non es demasiado?

Juan Carlos bajó la mirada y sacudió la cabeza.

– No sé, Gaddo, no lo sé.

– Pues yo te digo que sí es demasiado. -Dio una fuerte palmada sobre la mesa. Francisca se sobresaltó y por un momento dio la impresión de que se pondría a llorar-. ¿No cuidé a Beth cuando enfermó de Alzheimer? ¿No le puse las mejores enfermeras?…

– Bueno -dijo Tono-, en realidad, el que la cuidó todo el tiempo fue Augustus…

– ¡Yo tenía que cantar! Tenía contratos, el mundo que me necesitaba… la ópera…

– Y Augustus tenía que escribir y estrenar -dijo Tono con severidad desconocida.

– Y Dan el sueco -añadió Carmen-, no olvidéis a Dan el sueco, que cuando Augustus no tenía más remedio que ausentarse, Dan el sueco se sentaba en el jardín al lado de Beth, la cogía de la mano y le hablaba sin parar.

– Es verdad -dijo la Pepi-. Que cuando se cansaba de decirle tonterías en inglés, se ponía a contarle historias en sueco. -Rió.

– ¡Pero ellos habían sido amantes! Tenían que ser leales. Era lo menos. Yo no tenía esa obligación. Era sólo mi suegra…

– Mira, en eso tiene razón -dijo Carmen-. Gaddo no tenía más obligación que ésa: asegurarse de que Beth tenía todas las comodidades. El amor y los cuidados tenían que ponerlos ellos y su hija.

– Hombre -dijo Guillem-, lo cierto es que Lavinia se portó bien también. Hasta que murió la pobre Beth, Love fue una buena hija. Estaba aquí al menos una vez al mes; venía desde donde estuvierais a pasar unos días con su madre… eso estaba muy bien.

– Qué menos -dijo Carmen-. Y durante el tiempo en que éste -señaló a Guillem con la barbilla- estuvo haciendo los trabajos de acondicionamiento de El Mirador, el ala nueva y la piscina, las habitaciones de huéspedes y la restauración de la capilla, menos mal que Love se vino a estar con su madre en la casita del pueblo…

– Y a echar un vistazo a las cuentas -dijo la Pepi.

– Huy -dijo Guillem.

– Venir a estar con su madre era lo menos, lo menos que podía hacer -apostilló la Pepi-. Pero vamos a ver, Gaddo, te lo hemos contado todo, desde el principio… de cómo llegó la Beth con esta niña que era chiquitina, tendría dos o tres años, todo te lo hemos contado. Y ahora resulta que hemos acabado hablando de cómo te portaste con tu suegra. Eso qué más da. ¿Pero y Lavinia? ¿Cómo te portaste tú con Lavinia?

– Claro -dijo Juan Carlos-, porque te hemos explicado todo lo que sabemos de la vida de Lavinia desde el principio, pero tú no nos has contado nada de tu vida con ella.

Gaddo volvió la cabeza para mirarlo y lo hizo con tanta fuerza y tanta seriedad que Juan Carlos bajó los ojos y tuvo un súbito ataque de tos.

– E a te, che te ne importa? Esa pregunta sobra, Juan Carlos. Esto no es una obra de teatro ni un juicio -dijo casi en voz baja pero con tanta pasión que se le hubiera podido oír desde el fondo del jardín. Hizo una pausa, se quedó como en suspenso, casi como si no supiera qué hacer y de pronto se levantó de golpe, tanto, que la silla cayó hacia atrás. Suspiró y los miró uno por uno como si pretendiera grabarse sus semblantes en la memoria y no volverlos a olvidar-. Llevamos horas hablando, os he dado mi confianza, me habéis contado lo que habéis querido pero nada de lo que me da satisfacción. ¿Y ahora me empezáis a pedir detalles de mi vida privada? ¿Quién os ha dado permiso? Basta. Se acabó. Adiós. No quiero volver a veros, mai più, nunca más.

Y con eso, se dio la vuelta y anduvo con rapidez hacia el coche que lo esperaba desde hacía horas junto a la verja de entrada a El Mirador.

Hubo un largo silencio.

– Caramba -dijo Tono por fin-. Me parece que nos pusimos demasiado curiosos. Tampoco teníamos derecho. -Apretó los labios-. Se ha enfadado muchísimo.

– O sea que le vamos a contar todos los secretos del pueblo y él, que tiene la culpa de todo, no nos va a decir nada de su vida con Love -disintió Carmen.

Guillem soltó una risita breve.

– Hombre, yo quería que nos contara si era verdad lo de las cantantes.

– ¿Lo de las cantantes? -preguntó Francisca.

– Sí, mujer. Lo de las cantantes… aquello que contó el periódico inglés ese…

– No sé de qué me hablas.

– Verás, parece que lo que a él le gustaba era acostarse con sus partenaires, supongo que cuanto más gordas mejor. No sé qué truco les haría, pero parece que en el momento… o sea… el momento de cuando se corrían, vamos, lo que a Gaddo de verdad le gustaba era oírlas dar el do de pecho o lo que sea como se llame eso que dan las sopranos. Vamos, que hicieran un gorgorito lo más alto posible…

– Venga ya.

– Os lo juro. Parece que él buscaba el sonido más agudo o más perfecto de la gorda de turno y con eso… pues él también… eh…