– Jim, nos tenemos que marchar de aquí. Tenemos que volver a San Francisco -le contestó Beth con firmeza.
– ¿A San Francisco? Si creí que te gustaba Londres. -Chasqueó pastosamente la lengua-. Además, acabamos de llegar. ¿Y ya te quieres ir?
– Estás muy borracho.
– Pues sí. Estoy muy borracho, sí. -Cerró los ojos y, al cabo de un momento, dio un sonoro ronquido-. Me encuentro fatal… necesito un trago y en seguida se me pasa… Dame un trago, anda. -Se incorporó y, girándose, quedó sentado con la espalda apoyada contra el asiento y la cabeza inclinada sobre el pecho.
– No te puedo dar un trago -contestó Beth con irritación-. Primero, no queda ginebra en la botella. Y yo, desde luego, no te la voy a buscar. Y segundo, necesito que te pongas bien para que vayamos a la Panamerican para comprar los billetes.
– ¿Los billetes? ¿Qué billetes?
– Para volver a América.
– Pues yo estoy muy bien aquí.
– Tú aquí estás fatal, aunque francamente me da lo mismo… incluso si te mueres. Por mí te puedes morir… Pero antes tienes que ir a sacar los billetes.
– Vete tú.
– No puedo: tú eres el que tiene la tarjeta de crédito.
– Pues entonces -dijo Jim con terquedad infantil- vas a tener que esperar. -Soltó una carcajada-. O mejor. Si quieres, puedes llamar a papá a Filadelfia para que te los mande.
– No digas idioteces. Mira, ¿sabes lo que te digo? Si te quieres quedar aquí, quédate, pero a nosotras nos pagas el billete. Y si quieres, voy a Filadelfia a explicarle a tu papaíto cómo está su nene y en qué clase de situación has dejado a su nuera y a su nieta…
– ¡Como si le importara algo!… Nuera… nieta… -dijo con desprecio. Luego pareció pensárselo mejor y dio la sensación de que percibía vagamente, desde su nebulosa alcohólica, alguna amenaza relacionada con su padre, con el dinero, con la responsabilidad. Levantó un dedo como si se dispusiera a proferir una importante sentencia, pero se quedó con él en el aire, olvidado el pensamiento, y no dijo nada. Se miró el dedo con curiosidad y por fin dijo-: Está bien, está bien. Iremos a por los billetes a la Panamerican. Es lo que quieres, ¿no? Pues iremos a la Panamerican… Espera… dame una copa y me levanto…
– No te doy una copa, Jim. Levántate ahora -ordenó-. ¿Y sabes qué? Date una ducha, que das asco.
– Una ducha, sí, señora, una ducha. Ahora voy. -Se puso trabajosamente en pie y se tambaleó, pero consiguió enderezarse y andar hacia el cuarto de baño-. Una ducha, sí, señora.
– Papi está rarito -dijo Flower.
Quiso la suerte (¡qué maneras más extrañas tiene el destino de manifestarse!) que, mientras Jim estaba metido en el baño (en la bañera, por decirlo con más propiedad, tumbado cuan largo era y dejando que la ducha lo empapara por ver de mejorarse la estabilidad), Beth abriera por primera vez el cajón de la mesa en la que, como en cada hotel, se guardan las hojas de reclamaciones, las del desayuno, las bolsas para la lavandería, el papel de escribir y la información sobre otros alojamientos y hospederías que nunca se visitan. Cosas así.
Dentro del cajón, doblado por la mitad, se encontraba un número atrasado de Life. Beth lo puso sobre la mesa, lo abrió y empezó a pasar distraídamente las hojas. En las páginas centrales de la revista había un reportaje con grandes fotos en blanco y negro, en una de las cuales aparecía una isla, una costa en realidad, fotografiada desde un barco; en primer plano una bella mujer sonreía mientras charlaba con un hombre enjuto de nariz aguileña y pelo canoso y alborotado.
– ¡Dios mío! -exclamó Beth-. ¡Es Ava Gardner!
Las restantes fotografías ilustraban un pueblito de casas primitivas, de escarpadas colinas que bajaban hacia el mar en terrazas cubiertas de olivos centenarios. Había mujeres de aire severo vestidas de negro y hombres calzados con extrañas alpargatas de suela de goma recauchutada; había burros y ovejas pastando por doquier. También había algunos muchachos y muchachas con pinta de extranjeros, vestidos de manera pintoresca, como disfrazados de gente local; todos llevaban sombreros de paja de anchísima ala y extrañas cestas colgando de los hombros. El hombre que en la foto grande hablaba con Ava Gardner aparecía en otras muchas de las ilustraciones.
– ¡Dios mío! -exclamó Beth nuevamente tras leer los pies de las fotos-. ¡Si es Liam Hawthorne!
El villorrio, según explicaba Life, era un pequeño lugar situado en la costa norte de la isla mediterránea, cuna de civilizaciones y refugio de unos cuantos famosos excéntricos en busca de paz. El célebre poeta Liam Hawthorne había llegado a la isla en los años treinta de la mano de la poetisa americana Pamela Gilchrist. Decía la leyenda que él le había preguntado a Gertrud Stein qué tal era aquel lugar y parece que ella le contestó: «no está mal si te sientes capaz de soportar el paraíso». Life explicaba que Hawthorne no se había movido desde entonces de la isla (una licencia poética, puesto que sí se había ausentado de ella durante la guerra civil española y la guerra mundial que le siguió. «Las revistas americanas no dicen más que tonterías», afirmó Carmen).
En su extrema juventud en Australia, Beth había leído el Canto de la trinchera y mucha de la poesía de Hawthorne y se había sentido deslumbrada por la belleza y dramatismo de aquellos versos tan sensuales.
– Liam Hawthorne, Dios mío -repitió en voz baja.
– Vamos a comprar los famosos billetes -dijo Jim, asomándose por la puerta del cuarto de baño. Seguía teniendo un aspecto horrible. Se había lavado el pelo-. Vamonos a San Francisco.
– No -dijo Beth-. Nos vamos al Mediterráneo.
VI
Beth se apeó del viejo autobús con Flower en brazos. Un muchacho joven y rubio, un inglés con el que había conversado durante el trayecto desde Palma, la ayudó a bajar la sillita de ruedas de Flower.
– De todos modos me quedo aquí -dijo el chico. Esperó un momento y luego, haciendo un gesto de largueza con la mano, añadió-: Nuestro pueblito -como quien presenta una extravagancia. Llevaba un pañuelo de seda anudado al cuello por debajo de la camisa blanca de mangas remangadas.
Beth se dio la vuelta para mirar por donde habían llegado. La hilera de viejas casas de piedra encadenadas a derecha e izquierda hasta la curva del fondo, donde el lavadero, le pareció más bien anodina, de pueblo pobre y aburrido («Sí, subdesarrollado -dijo Carmen con irritación-, a la chica le pareció subdesarrollado»). Se propuso esperar un poco antes de dejarse entusiasmar (si era lo que correspondía) por el encanto perezoso que suscitaba la imagen del villorrio, antes de sucumbir a esta manera que tenía aquella aglomeración de casuchas de piedra de encontrarse fuera del tiempo como una lagartija inmóvil al soclass="underline" un lugarejo de cierto tipismo primitivo que, ella no tenía modo de saberlo aún, sería desde entonces su casa para siempre.
Pero luego levantó la vista y se encontró de pronto con la vertiginosa muralla («anfiteatro, dijo -afirmó la Pepi-, dijo, anfiteatro; vaya una cursilada». «Sería una cursilada, pero también lo llamaba así Liam», dijo Tono) de piedra y pinos que subía de golpe quinientos metros hasta la cima de la serranía: un anfiteatro, sí, partido por la mitad, y la otra mitad el mar. En medio (lo vio nada más girar en redondo sobre sí misma), un cucurucho de roca con casas arracimadas y la iglesia parroquial encaramada arriba del todo.
Hasta aproximadamente un tercio de la muralla alcanzaban terrazas plantadas con hileras de olivos retorcidos, hijos de siglos de viento, sol y sequedad, que ahora, con el dinero que empezaba a entrar en la isla gracias al turismo y a la diversificación económica, empezaban a dejar de ser explotados como riqueza agrícola. Ni siquiera quedaba ya trigo sembrado entre los árboles y la tierra era uniformemente marrón. Del centro de una de las terrazas subía, recta recta, una pluma de humo. Un labriego quemaba hojarasca y hasta el centro mismo del pueblo podía percibirse el olor a ramas secas ardiendo, a esencia de pino y algarrobo.