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Cuando el autobús hubo arrancado para seguir su camino por la estrecha carretera que, siguiendo la línea de la costa, bajaba hasta el puerto, Beth pudo ver a dos ancianas vestidas de negro que la miraban desde la acera de enfrente.

– Bonito, ¿verdad? -dijo el muchacho inglés con una sonrisa.

Sorprendida en su mudo asombro, Beth cerró la boca de golpe.

– No sé -dijo.

– Bueno, mejor decir que qué pintoresco. Pueblos así no existen ya más que en estas islas y en alguna de las griegas. Como Zorba el griego, ¿eh? ¿Ha visto usted la película?

Beth hizo un gesto negativo con la cabeza y, después, en tono incrédulo preguntó:

– ¿Me quiere usted decir que Liam Hawthorne vive aquí? -como si le pareciera imposible que un escritor de alma tan refinada pudiera perderse en un lugar tan primitivo.

– Desde luego. Aquí vive, sí.

– ¿Dónde?

El joven hizo un gesto con la barbilla hacia donde se había ido el autobús.

– En una casa allá, fuera del pueblo, a dos o trescientos metros de aquí.

– ¿Vive solo?

– No, no. Vive con su mujer y con tres o cuatro hijos. -Sonrió-. En cierto sentido, Liam es el más autóctono de todos los habitantes de aquí, incluidos los locales. -Y como ella lo mirara sin comprender, añadió-: Sí. Vive despojado de la mayor parte de las cosas de la civilización anglosajona, se viste simplemente, pasea, la gente local lo respeta, come aceitunas, se baña a diario en el mar, recoge la sal, tiene… discípulas -sonrió de nuevo, esta vez con malicia-, y escribe. ¿Qué más puede pedir?

– Nada, supongo. ¿Usted le conoce?

– Claro. Todos aquí lo conocemos.

– Pero espere… Ha dicho usted discípulas. ¿Qué discípulas?

El joven se encogió de hombros.

– No estudian los misterios de la métrica, no crea… El gran hombre tiene favoritas, algunas mujeres siempre muy bellas a las que llama ayudantes… bueno, aunque todos sepamos de qué se trata, ¿no? Pero son las que le inspiran… o él parece creérselo.

– Yo… yo… -dijo Beth. Miró a su alrededor. Enfrente, las dos viejas seguían contemplándola sin moverse. Acarició la cabeza de Flower, que no dijo nada-. ¿Hay un hotel en el pueblo?

– ¿Un hotel? No. -El muchacho rió-. No hay hoteles, aquí. Dicen que un alemán que ha llegado hace poco va a construir uno, pero no sé… Hay dos o tres pensiones, desde siempre. Están limpias y no son caras. Hay una aquí mismo -señaló a su espalda con el pulgar de la mano derecha.

– Yo no hablo español. ¿Me acompañaría usted a la pensión para pedir un cuarto para la niña y para mí?

– ¿Se va usted a quedar muchos días?

– Bueno… no sé… Depende.

El chico miró a Flower.

– Eh… Perdone mi impertinencia, pero ¿está usted sola? Con la niña, quiero decir.

Beth sonrió.

– Sí, estoy sola. El padre… mi marido… se ha quedado en Estados Unidos. Se va destinado a un puesto diplomático en África y vendrá en vacaciones a donde estemos la niña y yo.

– Ya. No tiene equipaje.

– No, pero lo tengo en Palma, en un hotel de Palma, y bajaré luego a buscarlo.

– A lo mejor Puig… el dueño de la pensión… un viejo bandido, ya sabe…, no se fía de verla llegar sin maletas y no quiere alquilarle el cuarto… No sé. Esta gente es muy desconfiada con los forasteros.

– Bueno, entonces sólo reservaré la habitación para mañana y la ocuparé cuando llegue con mis cosas.

– Eso me parece mejor. -El joven titubeó-. Iba a decirle que tengo una habitación libre en mi casa. Es pequeña, pero si quiere, puede quedarse ahí unos días hasta que se acomode… No sé. ¿Cuánto va a quedarse? -repitió-. ¿Unos días, semanas, qué?

– Bueno, no lo sé todavía, pero supongo que algunos meses, si esto me gusta.

– Ah, ya. Bueno, si quiere que le diga, espero que le guste y se quede. No sabe lo que se echa de menos una mujer guapa y simpática que hable el idioma de uno…

Beth sonrió con coquetería. Se inclinó y dejó a Flower en el suelo. Después alargó el brazo y lo apoyó en el del joven.

– ¿Cómo se llama usted?

– ¿Yo? David…

– Pues, David, es usted encantador y no sabe cuánto le agradezco la invitación… No crea, no me voy a quedar en su casa más de unos pocos días. El tiempo de encontrar una que pueda alquilar. Pero desde luego es usted una bendición caída del cielo… una bendición adorable. ¿Hay casas en alquiler aquí?

– Sí. Sé de dos o tres. No se preocupe, es fácil. Y, además, aunque un poco primitivas, son muy baratas. Aquí decimos que el mejor baño se lo da uno en el mar. -Sonrió-. En casa tendemos a lavarnos con la ayuda de una palangana. Pero en invierno el clima engaña: hace mucho frío en las casas.

Flower había dado unos pasos hacia la cuneta y se había quedado extasiada ante una mata de lavanda en flor. Se puso en cuclillas y se inclinó para oler sus flores. Luego alargó una diminuta y pálida mano, la puso sobre una flor y con gran delicadeza la arrancó y se la llevó a la nariz.

– ¿Cómo se llama la niña?

– ¿Eh? -dijo Beth.

– La niña…

– Sí… le encantan las flores. -Y en un impulso añadió-: Se llama Lavender, lavanda, pero la llamamos Lav.

David sonrió.

– Suena a Love, amor. ¡Qué ocurrencia tan poética!

– ¿Verdad?

– Y fue así cómo la Beth llegó al pueblo -dijo Tono-. La recuerdo bien: era guapísima. Rubia, alta… -Sacudió la cabeza e hizo un gesto vago con la mano-. Se instaló con David el pintor y pasó con él varios meses… o más, no lo recuerdo bien. Todos nos acostumbramos a verla y a ver a Love correteando por ahí, siempre callada, siempre a lo suyo.

– Ya -dijo Francisca, recolocándose la melena de derecha a izquierda-. Teníamos todos más o menos la misma edad, cuatro, cinco, seis años, menos tú que tendrías unos diez más, y empezamos a ver a Love aquel verano en la cala…

– El verano del 64 -dijo la Pepi.

– El verano del 64, caramba, erais todos unos chiquillos…

– Sí. Y luego, en el otoño, ya la empezaron a mandar al colegio para que fuera aprendiendo…

– ¡Pero qué va! -exclamó Carmen-. En el verano del 64, Love tenía tres años y no la mandaba Beth al colegio. ¡Pobre cría! ¡Si no hablaba! Bastante tenía con enterarse de lo que pasaba.

– Claro -dijo Francisca-. Love ahora tiene treinta y nueve años… Tenía tres entonces… claro.

– En las revistas del corazón dice que tiene treinta y cinco.

– Ya. Por eso no había nacido aún -dijo la Pepi con sorna-. Y lo que tú y yo veíamos correteando por ahí no era Love sino un holograma. Love es de las que maduran tarde. Qué cosas hay que oír.

– Bueno, pues eso -dijo Tono-. Pero no iba aún al colegio, de ningún modo. -Se quedó pensativo un instante-. Supongo que todos en el pueblo aceptamos sin más que el marido de esta chica no estaba o no existía o lo que fuere porque nunca nadie le preguntó nada a Beth. En lo que a todos hacía, Beth había llegado con esta niña en la primavera del 64, se había integrado en la vida de aquí…

– Pues yo he oído -dijo Francisca-, que el marido era un niño bien de Nueva York o de Boston y que de ahí les venía el dinero que nunca pareció faltarles…

– Quia -dijo la Pepi-. Todo eso son fantasías que os vienen del esnobismo y de que os pareció muy elegante que las cenizas del padre de Love fueran enviadas a América para ser enterradas en el panteón familiar. -Dijo «panteón familiar» engolando la voz-. Qué panteón ni qué historias: Jim Trevor era un chico de extracción muy humilde, un hippy de los muchos que llegaron a la isla. Beth y él no estaban casados y él llegó a la isla años después que ella. Venía buscándola para casarse o algo por el estilo… pero llegó demasiado tarde. Y encima, el dinero venía de un poco que Beth había ahorrado antes de llegar aquí, y eso me lo contó ella a mí, y de un mucho que se ganaba con el pendoneo, que os lo digo yo. Ésa es la historia.