– El ministro se las daba de culto y progresista dentro de un orden (lo que no era mucho para el mundo pero una barbaridad para la España del Generalísimo) y no le quedó más remedio que hacer caso inmediato a la petición de Liam: había que quedar bien ante un intelectual ilustre que había escogido España para vivir. No fuera a hablar mal del régimen o irse.
– Sí -dijo Carmen, riendo-, como cuando los periódicos decían que Bill Smith, conocido metalúrgico de Oregón, había afirmado que España iba mejor que nadie.
– Ya -dijo Tono, frunciendo el entrecejo con impaciencia, para que no lo interrumpieran con fruslerías y le confundieran más los recuerdos-, y un día anunciaron en el pueblo que el ministro venía a visitar a Hawthorne. Dos grandes mentes poéticas unidas en esta gran villa. El hombre llegó en caravana oficial, con coches y motoristas y todo y Liam lo recibió en el jardín en pantalón corto y removiendo un montón de estiércol con una pala. Olía fatal. -Soltó una carcajada-. Fatal. Pero el ministro se tuvo que aguantar: él era el que había querido hacer la visita. Liam hacía el estiércol con unas enzimas o algo así que le habían traído de Inglaterra -añadió, pensativo-. No recuerdo bien lo que hacía con él, salvo que me parece que aprovechaba para inspirarse o para resolver los argumentos de sus libros que se le habían complicado, sobre todo cuando se le empezó a ir la cabeza.
Hasta aquel momento de la visita del ministro, la electricidad era suministrada por un primitivo generador («no fue así -dijo Carmen-. El tipo vino al pueblo después de haber intervenido en lo de la electricidad; aquello fue como consecuencia de una visita de Liam a Madrid». «Bueno, fuera como fuese», contestó Tono). El dueño del generador, Puig, lo tenía instalado en un casetón, Can Carme, a la entrada del pueblo. Al caer la noche, Puig avisaba con dos bajones de tensión, como en las salas de fiesta justo antes del cierre, y transcurridos cinco minutos, cortaba la corriente. Los extranjeros consideraban que todo esto resultaba muy romántico: con la oscuridad llegaba el momento de encender las velas, de leer a la luz de los candiles, de comer y beber y cantar al fuego tembloroso de la cera. La gente local, en cambio, no conociendo otra cosa, tomaba este incordio como una rutina diaria penosa e inevitable. La conexión largamente esperada a la red general produjo en ellos el efecto de un salto cuántico en el progreso de la civilización. De la noche a la mañana, el pueblo se hizo cosmopolita; hubo hasta quien se quejó de la pérdida de calidad de vida, pero ésos siempre protestaban por cualquier cosa que tuviera que ver con el progreso («Eran los ecologistas que siempre andaban dando la lata a todas horas con todo», dijo Carmen).
– Beth solía tener siempre algún amiguete -dijo Tono-. Estuvo liada bastantes meses o años, no sé, ya sabes, offand on, por temporadas, con el inglés este, un guaperas alto, elegante… pintor, sí. Tengo un cuadro de él bien bonito; ese que está en la pared grande del salón… sí, hombre, el retrato de mi padre vestido de blanco sentado en el jardín leyendo… Pero Beth cambiaba de amantes como de camisa… ella vivía aquí, se liaba con uno, se liaba con otro… -meneó la cabeza-. La niña, mientras tanto, vivía en el pueblo y tenía amistades con los niños de aquí y crecía aquí. Luego ya, cuando tuvo edad de colegio, la madre la mandó a la capital al Colegio-Instituto de Bachillerato Cervantes. Y ella seguía pendoneando. La madre, quiero decir. Fue la temporada en que estuvo alquilando El Mirador a la familia Cernuda.
El Mirador, durante la Alta Edad Media, había sido la Escuela de Filosofía Escolástica de un santo y loco varón decidido a convertir al mundo pagano para la cristiandad. Encaramada a los acantilados de la costa, asentada sobre escollos que se proyectan sobre el mar, la finca tiene una rara, fascinante belleza agreste con sus jardines recrecidos de yerbajos que asoman por entre las losas y sus matas de lavanda y las buganvillas y los rosales debajo de las palmeras. Hay naranjos, granados e higueras, nogales y parras y pitas y, un poco más allá, hacia la cancela de entrada, otro jardín monacal con bancos y glorietas dispuestos en forma de cruz griega. Hay un hermosísimo claustro, vaya, restos de un claustro que en realidad proviene de una vieja iglesia de Palma, consistente en una hilera de arcos góticos que ahora conducen a la capilla. Ésta es una iglesuca separada que fue construida seguramente sobre los restos de algún templo del medioevo o tal vez más tardío, de cuando la conquista del archipiélago por los reyes cristianos; la llaman del Cristo de Antioquía sin que haya razón alguna para ello puesto que por ningún sitio aparece figura o pintura que aluda a un crucificado, y menos, procedente de tan lejano lugar.
A pocos metros de la capilla, la casa de El Mirador es una construcción rectangular de dos pisos bastante vulgar; su única nota sobresaliente es el conjunto de dibujos geométricos que cubren las fachadas de losetas hexagonales amarillas y blancas, como conchas geométricas.
El Mirador fue, como queda dicho, una escuela para enseñar teología y algún idioma de tierra de infieles a frailucos que luego evangelizarían al impío. Albergó después la primera imprenta del archipiélago, tuvo establecida la cetrería real, porque por aquellos parajes agrestes se cazaba mucho, y acabó siendo, a partir del último tercio del XIX, la vivienda principal (la segunda de las dos que compró en la costa) del príncipe Carolo von Meckelburg-Premnitz Lothringen, hijo de los duques de Pomerania, sobrino del kaiser Guillermo I de Prusia, emperador de Alemania, primo remoto de la emperatriz austríaca Sissi y de Maximiliano emperador de México, primo algo más que remoto, en fin, quinto o sexto, de Alfonso XIII de España, sobrino y protegido del emperador de Austria-Hungría, «primo o tío, no sé muy bien -dijo Tono- del archiduque Francisco Fernando, aquel que asesinaron en Sarajevo en junio de 1914 y cuya muerte fue el desencadenante de la primera guerra mundial, y hasta íntimo de los desgraciados amantes de Mayerling… me parece que estaba en el pabellón de caza de Mayerling el mismísimo día del suicidio. Fíjate. La verdad es que todos éstos eran medio primos entre sí… Sí, todos emparentados y de pronto se ponían a jugar a la guerra como quien juega al monopoly y, hale, millones de muertos. Vaya pandilla…».
– Un linaje irresistible para una mujer como Beth Trevor -añadió Carmen.
– ¿Por qué?
– Bueno, ésa es en realidad toda la historia…
– No os adelantéis al relato, venga -dijo Tono, pasándose la mano por la barba entrecana y recolocándose después las gafas grandes y redondas que llevaba.
– El primer Cernuda que tiene interés para esta historia -dijo la Pepi-, Antoni, es el bisabuelo de las que eran dueñas de El Mirador, Inés y Carmen Cernuda, y durante más de cuarenta años había sido secretario del famoso príncipe…
– En más de un sentido -interrumpió Carmen.
– Bueno, no vale la pena hablar de eso ahora -dijo Tono.
El caso es que Beth alquiló El Mirador a mediados de 1968. La renta era muy modesta, sencillamente porque las dueñas vivían una en Palma y la otra en Barcelona, subían poco al pueblo durante el invierno y preferían tener ocupada y entretenida la vivienda para impedir su deterioro. Estuvo en ella un buen número de años, «cinco o seis», aseguró Tono.
– Más, más -interrumpió Guillem-, no olvides cuando Love se rompió el brazo; tendría por lo menos quince años.
– Sí, a lo mejor tienes razón -dijo Tono, pensativo-, Hans musculillos andaba todavía por ahí forrándole la cara a bofetadas a Beth, ¿eh?
– El caso es que, por pequeño que fuera el alquiler, El Mirador costaba un buen dinero. Había que mantenerlo caliente en invierno aunque sólo fuera con fuegos de leña en un mínimo de habitaciones, había que dar de comer a una niña pequeña que iba creciendo…