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Jean-Pierre Luminet

El enigma de Copérnico

Título originaclass="underline" Le Secret de Copernic

Traducción: Francisco Rodríguez de Lecea

Entre todos los descubrimientos y opiniones, ninguno ha ejercido jamás tanta influencia sobre el espíritu humano como la doctrina de Copérnico. Apenas acababa de ser conocido el mundo como esférico y completo en sí mismo, cuando nos vimos obligados a renunciar al extraordinario privilegio de constituir el centro del mismo. Sin duda, nunca se exigió más de la humanidad, ¡porque admitirlo implica ver desaparecer muchas cosas envueltas en humo o en niebla! ¿Qué se hizo del paraíso, de nuestro mundo de inocencia, de piedad y poesía?

JOHANN WOLFGANG VON GOETHE

Me parece conveniente no profundizar en la opinión de Copérnico.

BLAISE PASCAL

PRÓLOGO

El libro que tenéis en las manos ha sido escrito para divertir, pero también para instruir. Instruir divirtiendo, era ya el proyecto de Alexandre Dumas cuando contó la historia de Francia en sus novelas inimitables.

La historia de las ciencias, y sobre todo la de los grandes hombres que la forjaron, sigue aún ignorada en buena parte por el público. Sin embargo, está poblada de almas grandes y pequeñas, de héroes y traidores, de príncipes y mendigos, de temerarios y cobardes, o en pocas palabras, de hombres y mujeres animados por pasiones celestiales y también terrenales, intelectuales y también materiales, espirituales y también carnales. En la gran exploración de los misterios del Universo, los celos, el ansia de poder y de fama, la codicia, la mezquindad, se codean con la altura de miras, el desinterés, la abnegación y el fulgor del espíritu.

En el curso de los siglos XVI y XVII, un puñado de hombres extraños, sabios astrónomos, volvió del revés nuestra forma de ver y de pensar el mundo. Ellos fueron precursores, inventores, inspiradores, agitadores geniales…, pero no sólo eso. Lo que por lo común se ignora -tal vez porque sus descubrimientos son tan extraordinarios que eclipsan las peripecias de sus existencias- es que también fueron personajes fuera de lo común, caracteres de excepción, verdaderas figuras novelescas cuyas vidas están llenas de intrigas, de suspense y de sorpresas…

La serie «Los constructores del cielo», inaugurada con este primer volumen dedicado a Copérnico, ilustra y desarrolla el aforismo de Sherezade al sultán en la noche ochocientos cuarenta y nueve: «Pero los sabios, oh mi señor, y los astrónomos en particular, no siguen las costumbres de todo el mundo. Por esa razón, las aventuras que les suceden no son tampoco las de todo el mundo.» La serie dará de nuevo carne, huesos y espíritu a los héroes de la humanidad que fueron Nicolás Copérnico, Tycho Brahe, Johannes Kepler e Isaac Newton… Al construir una nueva visión del Universo, todos ellos contribuyeron a sentar las bases de nuestra civilización moderna, con los mismos títulos que Cristóbal Colón o Gutenberg.

¿Por qué elegirlos a ellos, en lugar de a Darwin, Pasteur, Maxwell o Einstein? Porque los siglos XVI y XVII marcan una etapa esencial en la historia de las ciencias, de la astronomía en particular y de la civilización en general.

¿Cuáles eran los conocimientos y las controversias sobre la naturaleza y la organización del mundo en aquella época?

La cosmología de Aristóteles, perfeccionada por la astronomía de Tolomeo, había sido retocada durante la Edad Media para ajustaría a las exigencias de los teólogos. El Universo antiguo y medieval era considerado algo finito, muy pequeño, con la Tierra como centro. El poder espiritual y temporal ocupa naturalmente su lugar en el centro de esa construcción, de modo que ese modelo de Universo se impone y conserva una supremacía indiscutible hasta el siglo XVII.

La primera grieta aparece con el canónigo polaco Nicolás Copérnico (1473-1543). Copérnico propone un sistema «heliocéntrico», en el cual el Sol ocupa el centro geométrico del Universo, mientras que la Tierra gira a su alrededor y sobre sí misma. Pero mantiene aún la idea de un cosmos cerrado, limitado por la esfera de las estrellas.

Copérnico no fue leído ni comprendido en vida. Pasaron varios decenios antes de que nuevas grietas hicieran resquebrajarse el edificio aristotélico. En 1572, el danés Tycho Brahe (1546-1601) descubrió una nueva estrella, y demostró que estaba situada en las regiones celestes más lejanas, que hasta ese momento eran consideradas inmutables. Observó también cometas, hizo construir el primer observatorio europeo -un increíble palacio barroco bautizado con el nombre de Uraniborg («Castillo de Urania») -, y acumuló durante treinta años las observaciones más exactas sobre los movimientos de los planetas.

El alemán Johannes Kepler (1571-1630) fue el gran artífice de la revolución astronómica. Mediante la utilización de los datos de Tycho Brahe, descubrió la naturaleza elíptica de las trayectorias de los planetas, y refutó el dogma aristotélico del movimiento circular y uniforme como explicación de los movimientos celestes.

En Italia, a partir de 1609, las observaciones telescópicas de Galileo abrieron definitivamente el camino a una nueva visión del Universo, elaborada sobre la base de un espacio infinito. Su contemporáneo y compatriota Giordano Bruno pagó con la vida su pasión por el infinito y su obstinación en no retractarse de su filosofía ante los tribunales de la Inquisición. En Francia, René Descartes elaboró un sistema filosófico nuevo de un alcance considerable, que propugnaba la matematización de las ciencias físicas y la separación del cuerpo y la mente. Según él, el Universo se extiende en todas direcciones hasta distancias indefinidas y está ocupado enteramente por una materia continua en estado de agitación perpetua.

Ese cambio radical en la concepción cosmológica tuvo su culminación en la obra del inglés Isaac Newton (1642-1727). Él explicó la mecánica celeste a través de una ley de atracción universal, que actúa en el seno de un espacio infinito que, en su concepción, es «el órgano sensible» de Dios.

Esa sucesión de ideas revolucionó la astronomía y la ciencia en general. Pero sobre todo, al impregnar otras esferas de la actividad humana, condicionó la eclosión y la evolución de nuestra sociedad occidental moderna.

La apuesta por la ficción

Así pues, cada volumen de esta serie narrará la vida excepcional de uno de estos aventureros del saber, restituido en su personalidad profunda a través de su obra, es claro, pero también y sobre todo a través de sus relaciones apasionadas y conflictivas con las gentes de su entorno, con la sociedad, la política, las costumbres y las convenciones de sus épocas respectivas. En efecto, cada etapa del saber se sitúa en el contexto muy preciso de su sociedad y de su tiempo; el genio de algunos individuos encuentra un efecto de amplificación en la historia política, religiosa y cultural de su época, y ese proceso genera un progreso súbito y decisivo de los conocimientos.

En estas biografías noveladas en forma de reflexión sobre la ciencia, no se trata tanto de vulgarizar como de sensibilizar. La ficción permite poner en escena tanto a personajes históricos como a conceptos abstractos a primera vista, porque son «científicos». La ficción humaniza el discurso y demuestra que el saber nunca está separado de la emoción.

El relato está siempre anclado profundamente en la realidad histórica y científica de la época. El lector recorre Europa a velas desplegadas en compañía de unos sabios-aventureros, relacionados con el poder político y religioso. Intrépidos, eruditos, íntegros pero hábiles negociantes y ambiciosos en ocasiones, los sabios son ante todo humanistas. Todos son universalistas, están en contacto con otras culturas, todos son conscientes de estar ayudando al progreso de la humanidad. Así, al hilo de estas páginas, el lector descubrirá a la vez los avances de la ciencia y los progresos de las ideas en una Europa en construcción.