– ¡Ya lo he hecho! Cuando sea mayor, me casaré contigo.
– Ah, tenías que haber guardado tu deseo en secreto, porque ahora no se cumplirá.
– Entonces volveré a pensarlo, porque ahora veo otra estrella, y otra…
Era como una lluvia de hilos de plata que iban a caer a lo lejos, sobre el golfo.
La niña calló. Nicolás, aún con la vista levantada hacia el cielo, sintió una especie de plenitud que nunca había experimentado antes. Su espíritu emprendió el vuelo…, se vio a sí mismo, como Séneca, entrar en el Universo como se entra en una ciudad…, la ciudad común de los dioses y de los hombres, la que obedece a leyes constantes y eternas, allí donde los cuerpos celestes llevan a cabo sus infatigables revoluciones. Miríadas de estrellas brillaban por todas partes; en el centro estaba el Sol, astro único, que difundía sus rayos por todo el espacio. Recluida en su hogar fraternal, la Luna recibía una luz suave y blanda, a veces oculta, otras asomando hacia la Tierra su faz iluminada, creciendo y menguando por turno, en cada ocasión distinta a como era la víspera. Vio a los cinco planetas seguir una ruta disímil de la de los demás astros, y avanzar en sentido distinto al movimiento general del cielo. ¿Era posible que de sus menores variaciones dependieran el destino de los pueblos y todas las cosas, desde las mayores hasta las más insignificantes? Y el Sol, en el centro…
Su ensueño poético se quebró al contacto del pie de la señora Schillings contra su tobillo. Creyendo que había sido por inadvertencia, retiró la pierna. Pero no había sido inadvertencia. El pie volvió a avanzar, y acarició con suavidad el del joven. Luego una mano cálida fue a posarse sobre su palma abierta. Los dedos se enlazaron, al tiempo que las piernas se enredaban entre ellas.
Fue la hermana pequeña de Nicolás la que rompió el silencio, subrayado por el roce ahogado del agua contra el casco del barco.
– Es hora de acostarse. ¿Vienes, Anita? -dijo la joven novicia con una nota de severidad en la voz, como si hubiera visto algo.
Cuando el puente quedó desierto, con excepción del timonel que dormitaba sujetando la barra, Nicolás, muy incómodo, apartó la mano e hizo gesto de levantarse de su sillón.
– ¿Me dejarás cumplir mi deseo? -le susurró al oído la señora Schillings.
Se unieron, acostados sobre las planchas de madera barnizada, a la luz de las farolas, bajo la inmensa bóveda de terciopelo negro, tachonada de diamantes.
Durante los dos meses que siguieron a su regreso a Thorn, sólo renovaron en una ocasión sus abrazos, sin encontrar el placer de aquella noche en el puente de la galeota. Era demasiado peligroso y corrían el riesgo de que en cualquier momento les sorprendiera un criado, un sacerdote o bien, peor aún, la pequeña Ana, que ahora se mostraba muy agresiva, hasta llegar a la maldad, tanto en relación con su madre como con Nicolás. Cuando la señora Schillings y él se cruzaban en los largos pasillos sombríos del castillo, pendientes a la vez de evitarse y de encontrarse, todo se limitaba a roces, miradas intensas y húmedas, caricias subrepticias que hacían todavía más doloroso el deseo.
El obispo regresó de Italia al comenzar el otoño. Nicolás no se atrevió a mirarlo de frente, por el temor absurdo de que su tío leyera en su rostro las señales de la traición, que oscuramente consideraba ahora como una especie de incesto. Su vergüenza se acentuó cuando el obispo, tan jovial como siempre, lo trató con un afecto mucho más caluroso que el que mostró con Andreas y Philip. Este último, vuelto de Braunsberg para la ocasión, exhibía orgulloso su casco emplumado de capitán de la guardia episcopal de aquella ciudad situada frente a Königsberg, el feudo de los caballeros teutónicos. Al hacer evidente ante todos sus preferencias por el más joven de sus sobrinos, el obispo lo designaba como su sucesor. Al día siguiente de su llegada, cuando la entera pequeña corte de Ermland hacía cola para besarle el anillo, no dejó entrar en la sala de la audiencia más que a sus tres coadjutores, al burgomaestre de la ciudad, a sus dos sobrinos y al capitán de Braunsberg, al que nadie se atrevía a calificar como su bastardo.
– Amigos míos -les dijo-, nuestro pequeño obispado corre el riesgo de vivir días intranquilos. Su majestad Juan I Alberto de Polonia y gran príncipe de Lituania sólo se rodea de junkers arrogantes y más preocupados de salir a combatir al Turco que de la prosperidad del reino. Ya varias ciudades comerciales francas han perdido sus privilegios a manos de esos belicistas sin cerebro. Además, Juan Alberto se ha enemistado con el nuevo Papa, Su Santidad Alejandro VI, al tratarlo de libertino y reclamar su destitución inmediata, con el riesgo de provocar un nuevo gran cisma religioso. Seguramente no lo sabéis aún pero Su Santidad, nacido Borja, es español, y las riquezas del reino de Granada, que Fernando de Aragón y su esposa Isabel de Castilla acaban de reconquistar a los árabes, han contribuido en gran medida a su elección, por más que su fortuna personal habría podido costearla por sí sola.
Granada…, Castilla…, Aragón…, Nicolás se sintió de pronto arrastrado por el gran viento de la historia.
– … Al mismo tiempo, tanto España como el emperador Maximiliano sospechan que Polonia apoya las ambiciones del rey de Francia sobre el reino de Nápoles. ¿Pensáis tal vez que todo eso queda muy lejos de Ermland? No tanto como podéis creer. Yo fui a Roma para intentar obtener la disolución de la orden de los caballeros teutónicos. Cuando no era más que el cardenal Rodrigo Borgia, Su Santidad se había mostrado muy favorable a esa medida, e incluso había defendido mi petición ante su predecesor. Pero, después de las desafortunadas palabras de su majestad Juan Alberto, todo polaco, aunque sea obispo y príncipe de Ermland, se ha convertido en persona non grata en el Vaticano. La audiencia que se me concedió fue breve, y muy tirante. Y, sin embargo, en otras épocas el cardenal Borgia siempre se había mostrado afable conmigo. En efecto, compartíamos los mismos gustos por el arte, la retórica…
«¡Y las mujeres bonitas, tío!», completó la frase Nicolás para sus adentros, al pensar en la bella señora viuda Schillings.
– En pocas palabras -continuó el obispo-, los teutónicos no tardarán en comprender que tienen vía libre. Nos veremos obligados a poner en pie de guerra todas las ciudades de Ermland. Será preciso abandonar Thorn y Danzig, que, como sabéis, son dominios reales, pero en las que el difunto Casimiro IV nos había dado permiso de residencia para que pudiéramos desarrollar en ellas nuestras actividades comerciales. Los privilegios concedidos a la Hansa podrían ser suprimidos en beneficio de los junkers. Por mi parte, fijaré mi residencia en el palacio episcopal de Heilsberg, cuyas defensas tengo intención de reforzar. Haced lo mismo en Frauenburg, en Elbing, en Allenstein, en Mehisack, en Marienburg, en Braunsberg…
Al oír esa enumeración, el burgrave, el coadjutor y el burgomaestre agacharon la cabeza. Y Nicolás se preguntó cuál sería su papel en lo que se anunciaba como una especie de zafarrancho general. ¿Se vería obligado a abandonar sus estudios en Cracovia?
– Sobre todo, señores, no vaciléis en recurrir a los fondos del obispado, si se presenta la necesidad -concluyó el obispo-. Pero con moderación, os lo ruego, y únicamente cuando hayáis agotado vuestras propias disponibilidades. Marchaos, no os retengo más. Intentad ser tan discretos como podáis al fortificar Ermland. Mejor no alarmar demasiado a los teutones.
Después de concluido su largo discurso, se levantó del sillón, semejante a un trono. Uno tras otro, en orden jerárquico, todos se acercaron a besarle el anillo antes de retirarse. Cuando llegó el turno de sus parientes, Lucas dijo en voz lo bastante fuerte para que todo el mundo lo oyera: