– Quedaos, hijos míos, aún tengo algo más que deciros. Cuando estuvo solo con Andreas, Nicolás y Philip, el obispo se relajó, dio una palmada en el hombro poderoso de su bastardo, y dijo entre risas:
– Mis dulces corderitos, el panorama no es tan negro como lo he pintado a esas buenas gentes. Entre nosotros, ha sido el propio Juan Alberto quien me ha sugerido que me encierre en mi obispado. Para desarrollar en él mi apostolado, según él. ¡Mi apostolado! Ah, me habría echado a reír, de no haber estado a punto de llorar de rabia ante semejante idiotez. En pocas palabras, he caído en desgracia. Pero me ha parecido inútil comentarlo delante de los demás. Oh, tranquilizaos, todavía me quedan muy buenos amigos en Cracovia. Sin embargo, es cierto que la amenaza teutónica puede resucitar si el rey lleva a cabo contra viento y marea su maldita cruzada moldava. Por lo tanto, ese repliegue en Ermland no es inútil. Philip, tú vas a volver de inmediato a Braunsberg. Me han dicho que serías un estupendo burgomaestre. Para ello, será necesario que el viejo incapaz de Wojtila, al que ya estás reemplazando en la práctica, se jubile definitivamente.
Philip enrojeció ante las alabanzas. ¡Dirigir una guarnición, a los veintitrés años! Su sueño infantil iba a cumplirse.
– En cuanto a vosotros, sobrinos, volveréis a vuestros estudios en Cracovia. Mis grandes maniobras en Ermland podrían muy bien alarmar al entorno del rey, y por esa razón es preciso que mi residencia en la capital esté habitada de forma ostensible. Vuestra presencia será de alguna manera mi garantía de fidelidad a mi soberano. Seréis sus rehenes. Pero cuidado, nada de tonterías ¿eh, Andreas? Quiero dos estudiantes modosos y aplicados. Por lo que a ti se refiere, Nicolás, no te extrañes si ese miserable barón Glimski no te pide nada más. Sería demasiado peligroso que os vieran juntos. Y en cuanto a tu correspondencia conmigo, si quieres continuarla, no hagas la menor alusión política. ¡Sé aburrido! Háblame, por ejemplo, de las estrellas y los planetas. Al parecer, no hay quien te supere en ese tema…
El corazón de Nicolás latió con más fuerza: ¿sabía algo su tío? Esa alusión…
Los primeros meses de regreso a Cracovia fueron tranquilos y, para decirlo todo, incluso aburridos. Andreas estaba desconocido, tan exagerado en su virtud fingida como antes en el frenesí de sus placeres.
Una noche su antigua amante, cuya existencia había ignorado Nicolás durante mucho tiempo, fue a llamar a la puerta de la residencia episcopal. Fue introducida, velada, en el pequeño despacho en el que el mayor de los Copérnico estaba sumido en alguna lectura piadosa. Mientras tanto, Nicolás volvía de una sobremesa animada después de cenar con algunos alegres compañeros. Oyó gritos en el piso superior. No tuvo tiempo de preguntar qué ocurría, porque apareció una mujer enteramente vestida de negro, bajó la escalera y se derrumbó entre sollozos en el primer peldaño. Cuando comprendió por fin de quién se trataba y que Andreas la había despedido de forma brutal, se sentó a su lado, le pasó el brazo sobre los hombros e intentó consolarla contándole una mentira: que su hermano había tenido una revelación divina y había decidido que, al terminar sus estudios, ingresaría en un monasterio de la regla de san Benito.
Una mentira sólo es creída cuando resulta verosímil… Por un instante Nicolás, bastante enardecido, se preguntó si podía abusar de la situación y de la angustia de la dama, pero se contuvo: pese a que el legado del Papa, del que ella había sido la amante, había sido llamado a Roma por Alejandro VI, aún podía provocar un escándalo. Y además, comer del plato de su hermano después de haberlo hecho del de su tío… ¡No! Se contentó con acompañar a la desdichada hasta la puerta, y volver luego a la taberna, donde los supervivientes del banquete de poco antes no se sorprendieron al verlo de regreso.
Cuando, a la reanudación de las clases, Nicolás entró en el colegio Maius, la primera persona que se precipitó hacia él fue Othon de Hohenzollern, alias Aquiles.
– Amigo mío, por fin estás de vuelta -gimió con su exigua voz aflautada, tomándolo de las manos y alzando hacia su rostro unos ojos azules grandes y tristes-. Podremos reanudar nuestras hermosas discusiones…
Nicolás, que ahora se sentía liberado de la misión que le había encargado el barón Glimski, había esperado el encuentro y se había preparado. Bajo su apariencia de rústico campesino de Ermland, un papel que le agradaba representar, subyacía el deseo de no hacer daño. Con sus manos rechazó aquel abrazo que le repugnaba un poco.
– Aquiles, querido -dijo en un tono gruñón y paternal que recordaba a siete leguas el del obispo Lucas-, no deben vernos demasiado juntos a los dos. Como bien sabes, la situación entre Prusia y Ermland no pasa por su mejor momento. Nuestra amistad podría comprometer una paz frágil. ¡Vamos! Te dejo. ¡Sé prudente, amigo mío, sobre todo sé prudente!
Encantado con su excusa y con el efecto que había producido en un Aquiles estupefacto, se alejó con sus andares de caballero fanfarrón, echando atrás los hombros, hacia algunos alegres camaradas que lo interpelaban:
– ¡Vamos, Nico, no te entretengas más! ¡Ven a ver lo que he traído de Nuremberg!
Aquiles obedeció. En adelante, cuando se encontraban en las aulas, los pasillos o los peristilos del colegio, le hacía señales misteriosas, para hacerle comprender que los dos compartían un secreto. Sus inclinaciones de cabeza, guiños o signos con la mano daban a Nicolás unas ganas furiosas de largarle un par de bofetadas, sobre todo cuando uno de sus camaradas, al ver los gestos de la «loca», como lo llamaban, decía:
– ¡Eh, Nico, tu enamorada te está saludando! Y aquello le enfurecía. Pero se calmaba muy pronto, porque el camarada en cuestión era el bávaro que le había traído de Nuremberg un objeto que él le había encargado y que costaba muy caro: un magnífico astrolabio de cobre, y no de madera como los que aún se fabricaban en aquella época, un ingenio inventado por el famoso Martin Behaim.
Y es que, por fin, Nicolás había decidido dedicarse seriamente a la observación de los astros, para satisfacción de su maestro Albert de Brudzewo. Este último le había dicho en tono doctoraclass="underline"
– Aunque todas las buenas ciencias conducen el espíritu del hombre hacia metas más elevadas y lo apartan del vicio, la astronomía, además del placer increíble que procura, puede conseguir ese fin mejor que las demás.
Nicolás hizo suya aquella frase y la adaptó para sus compañeros de francachelas, repitiendo a quien quisiera oírlo que la astronomía había llegado a ser para él como esas olivas venidas de Italia que se servían para abrir el apetito al principio de una comida. Comes una sin darte cuenta, y sin saber cómo el plato se vacía en un santiamén.
Pero en este caso el contenido del plato era inagotable, y el apetito de Nicolás cada vez más feroz. Oyó hablar de un cierto Jan de Glogow, un erudito que había enseñado en Cracovia durante cuarenta años, y escrito en varios tratados astronómicos y filosóficos que el Sol era el más importante de los planetas y que gobernaba los movimientos de todos los demás. Se sintió intrigado por el estudio de una obra de Cicerón incluida en el programa de cursos magistrales de Brudzewo, y que este último comentaba extensamente en apoyo a sus críticas a Tolomeo: en efecto, El sueño de Escipión mostraba las revoluciones de Venus y de Mercurio, no alrededor de la Tierra, sino alrededor del Sol.
Sin embargo, Nicolás se negaba a consultar las obras más eruditas sobre el tema que le recomendaba su maestro, como las Teóricas de Peurbach y el Epítome de Regiomontano. Prefería retrasar su lectura hasta más adelante, decía, para no echar a perder el placer que sentía al descubrir él solo aquel espacio infinito en el que se sumergía.
Un día de septiembre de 1493, cuando salía de una clase especialmente aburrida de derecho canónico, se le acercó Aquiles Othon de Hohenzollern muy excitado, enarbolando un pequeño opúsculo. No hubo medio de evitarlo.