– ¿Has leído esto? ¿Has leído esto?
Nicolás dio una ojeada al título de la obra, y dijo con un tono indiferente y desdeñoso:
– ¡Ah, sí! Es esa carta de un marino de Castilla que pretende haber llegado a Catay por el oeste. ¿Y qué?
– ¡Es una noticia extraordinaria! El mundo del revés -exclamó Aquiles.
– A menos que sean sólo unas islas perdidas en medio del océano. Y aunque se tratara de las Indias o del reino del Preste Juan, no sería una buena noticia para la prosperidad de Polonia. Adiós, tengo cosas que hacer.
– ¿Quieres que cenemos juntos, esta noche, y hablemos del tema? He recibido una carta de mi tío y me dice que no ve ninguna objeción a que sea amigo del sobrino del obispo de Ermland -dijo Aquiles con naturalidad.
Había que cortar los puentes de una forma brutal, por más que a Nicolás no le gustara hacer sufrir a otras personas.
– Pues bien, yo sí tengo una objeción, y seria. Me molestas, no puedo soportar tus ideas insípidas y pueriles.
Y dio media vuelta para reunirse con su amigo de Nuremberg, que lo esperaba a pocos pasos y le dijo, burlón:
– ¿Hay ruptura? ¡Pobrecilla Aquilea! Nicolás, eres un rompecorazones.
– Algún día, Bernard -contestó riendo Copérnico-, te encontrarás con mi mano plantada en tu cara y no sabrás por qué.
A pesar de no sentirse demasiado orgulloso de sí mismo, sintió alivio por haberse desembarazado definitivamente del pobre Aquiles. Se equivocaba. El otro empezó a escribirle: súplicas mojadas con lágrimas, poemas. Una carta diaria, durante un mes. Dejó de leerlas, pero aquello le irritaba, sobre todo porque el compañero que hacía de intermediario le preguntaba de forma sistemática, conteniendo apenas la risa, si no había respuesta. Por fin no aguantó más y fue a su encuentro en el gran patio del colegio, mientras Aquiles lo veía acercarse con sus grandes ojos tristes.
– Basta ya de tanta retórica lacrimosa. O paras de una vez o entrego este montón de cartas, que ni siquiera he abierto, en el arzobispado. Y ya sabes lo que cuesta una acusación de sodomía: ¡una hoguera encendida debajo de tus piececitos!
Y le dio la espalda, furioso contra sí mismo por no haber sabido controlar mejor su cólera y sus palabras. Pero dio resultado: la correspondencia acabó y no volvió a ver a Aquiles de Hohenzollern en el colegio Maius.
Pasaron algunas semanas. Una lluvia fría y caudalosa inundaba Cracovia, y torrentes de agua bajaban por las calles en cuesta que llevaban al castillo. Ante la chimenea de la gran sala de la residencia de su tío, para consolarse de la imposibilidad de dedicarse a observar una Luna que tenía que estar en la fase de plenitud, Nicolás estaba absorto en la lectura de una obra de un cardenal alemán llamado Cusa, que tenía su mismo nombre de pila. En esa obra, La docta ignorancia, que defendía, en contra de Tolomeo, un Universo infinito, Nicolás había encontrado una frase que le fascinaba: «El centro del mundo está en todas partes, y su circunferencia en ninguna.» Ya había encontrado prácticamente la misma idea en un libro de Ficino cuyo título no recordaba. Era muy bella, pero no estaba demostrada mediante un cálculo matemático. Tal vez en Regiomontano…
Entró un criado y anunció que una persona que no había querido dar su nombre preguntaba por él. Un visitante a una hora tan tardía y con semejante tiempo, intrigó a Nicolás. Al tiempo que decía al criado que lo hiciera entrar, se juró que si, por desgracia, se trataba de la «pequeña Aquilea», lo echaría fuera a fuerza de puntapiés en el trasero. Pero no era Aquilea, sino un hombre de considerable estatura que no quiso desprenderse de su capa chorreante, cuya capucha le ocultaba el rostro, más que cuando salió el criado después de haber cerrado la puerta.
– ¡Barón Glimski! -exclamó Nicolás.
– Nada de nombres, señor Copérnico, ¡nada de nombres! -dijo el antiguo teniente general del mariscalato del rey Casimiro IV, al tiempo que escudriñaba furtivamente la sala con sus ojillos estrechos velados por pesados párpados, para comprobar que estaban efectivamente solos.
A Copérnico no le gustaba aquel hombre; le daba miedo. Le señaló un sillón y le propuso, en un tono falsamente frívolo, que probara una copa de un vino que le había regalado un amigo de regreso de Italia. Glimski rehusó con un gesto de impaciencia. Si persistía en sus maneras arrogantes, Nicolás estaba decidido a ponerlo en la puerta. Decididamente, aquel hombre no le gustaba.
– ¿A qué debo la inmensa alegría de su visita? -dijo con una ironía muy marcada-. Mi tío, monseñor Lucas, me había advertido de manera formal que no debíamos vernos nunca.
Hundido en su sillón, el barón cruzó sus largas piernas flacas enfundadas en botas altas cubiertas de barro.
– Nos ha metido en un apuro muy serio, señor Copérnico, con sus apasionadas amistades estudiantiles…
– No comprendo. ¿Puede dejar de hablar en enigmas, por una vez, y expresarse con más claridad?
– Aquiles Othon de Hohenzollern se ha dado muerte.
Nicolás saltó de su asiento.
– ¿Qué dice usted?
Después de pedirle que volviera a sentarse, como si estuviera en su propia casa, Glimski contó que habían repescado diez días antes el cadáver de Aquiles, con una soga atada al cuello, de entre las redes que los pescadores suelen cruzar a través de la corriente, río abajo de la ciudad. En las habitaciones del desgraciado, habían encontrado una carta de cuyo contenido informaron al barón, que contaba aún con amigos en el mariscalato.
– Y en esa carta, no habla más que de usted. Al parecer le considera responsable de lo que aparentemente es un crimen contra sí mismo: un suicidio.
– ¿Aparentemente? ¿Pero de qué me acusa?
– De haber roto la más bella y más noble de las amistades. Todo es bastante confuso: menciona un banquete en el que ambos habríais participado, en la casa de un tal Platow, y que sería el factor determinante de su fatal decisión…
– ¿Platow? Pero si yo no conozco…
Entonces comprendió y no pudo contener una sonrisa: El Banquete…, Platón…
– Poco importa -prosiguió Glimski-. No me han permitido sacar una copia de esa carta. En cualquier caso, su situación es extremadamente peligrosa, señor Copérnico.
– ¡Pero yo no tengo la menor responsabilidad en esa tragedia!
– ¿Cómo un joven tan inteligente como usted puede estar tan ciego? ¿Cree que familias tan poderosas como los Brandenburgo o los Hohenzollern van a aceptar que el cuerpo de uno de sus hijos sea quemado y sus cenizas dispersadas, que es la suerte que corren los suicidas, señor estudiante de derecho canónico? Van a acusarle de asesinato, con gran regocijo de muchas personas de la corte. Y el conflicto más o menos apagado entre Prusia y Ermland va a convertirse en una lucha de clanes, entre el de los Brandenburgo y el de monseñor el obispo Lucas Watzenrode. Lo peor que podía ocurrimos.
Entre el pánico y la cólera, Nicolás optó por la última:
– ¡La culpa ha sido suya! Si no me hubiese impuesto ese papel de espía barato, por otra parte inútil, junto a ese pobre muchacho que visiblemente no estaba en sus cabales, no habría sucedido nada de todo esto. ¿Y por qué avisarme tan tarde? ¡Diez días!
La cara chupada de Glimski se hizo inquietante.
– No es momento de lamentaciones. Dicho sea de paso, no crea que su misión haya sido tan inútil. En cuanto a esos diez días… Vengo de Ermland. He reventado dos caballos en mi cabalgada. Su tío y yo pensamos al principio en enviarle a seguir sus estudios a Italia, donde en pocos años habría quedado olvidado. Por desgracia, las circunstancias no favorecen esa solución: los ejércitos de Carlos VIII de Francia han cruzado los Alpes y descienden hacia Nápoles. De modo que usted y su hermano deben hacer su equipaje, lo más ligero posible. Partirán esta noche a Heilsberg. El capitán Philip Teschner los espera con una fuerte escolta detrás de la poterna norte. Yo no podré acompañarlos, porque una ausencia prolongada de la compañía de su alteza el gran duque daría que hablar. Vaya ahora a preparar el equipaje, y haga que me preparen una cama. Estoy agotado. Mañana despediré a los criados y cerraré la casa, como su tío me ha rogado que hiciera.